martes, 24 de noviembre de 2009

A mi segunda Madre

Por Cristabel Forte
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Extensión Formosa

En cada momento, con tan sólo mirar al costado
te tenía allí, expectante de qué podía necesitar..
viendo qué me faltaba,
si me tenías que abrazar

Aún siento tu aroma, ese fresco aroma..
aún te veo hablar..
aún siento tus palabras al oído..
aún siento tu cantar.

Me veía reflejada en vos,
gustos y deseos compartidos..
Me veo bajo tu cariño por siempre,
aunque ya te hayas ido.

"Vida de mi vida",
fueron tus últimas palabras para mí,
y yo sentía que se iba
una gran parte de mí.

Hoy sos mi Ángel,
quien me cuida y me guía.
Hoy seguís siendo importante,
por quien daba mi vida!

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Fall des himmels (Caída del cielo)

Capítulo 3 Tiempo de paz en tiempo de guerra


Por Pilar Banfi Martini
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009

Septiembre, 14, 1944.

“Sous le ciel de Paris / S'envole une chanson / Elle est née d'aujourd'hui / Dans le coeur d'un garçon / Sous le ciel de Paris”

Edith Piaf



Las heridas de la última batalla comenzaban a sanar para algunos de los integrantes de la Compañía F. El General decidió otorgar un respiro para aquellos que habíamos sobrevivido a los tormentos de la guerra desde el salto en Normandía. Un fin de semana en una ciudad intacta, pero no muy lejana a la realidad.

París nos recibió con los brazos abiertos y todos la disfrutaban. Bares, mujeres, camas suaves, largos baños, caminatas y risas que sonaban por doquier. El tiempo se recortaba cada vez que se miraba el reloj. Pero nadie se afligía por eso.

Algunos soldados de la compañía lucían sus nuevas condecoraciones, sus ascensos. Entre ellos, estaban algunos de mis amigos. Yo sólo me detenía a mirar, a escuchar. El primer día se esfumó entre un baño, una carta a mis padres y una caminata. Por la noche, fui al bar del hotel, donde cada uno gozaba de la intimidad de su propia habitación y su propio baño. Allí mi amigo Moody, completamente borracho, reía junto a Fischer, Taylor, Moore y Duck. Al acercarme, un estallido alegre me recibió:

- ¡Miren qué trajo el viento! El maestro de la precisión. Así que, amigo mío, eres el nuevo francotirador de la unidad, ¿eh?

- Así dicen.

- ¿Por qué no vienes a festejar con nosotros? Iremos a un lugar rojo - reía Moody - ¡Rojo! Lleno de mujeres que lustrarán gustosas tu rifle.

- Agradezco tu invitación, Karl. Quizás otro día.

- ¡Oh, vamos! ¿No te gustan las mujeres, soldado? – aún reía.

Sonreí con ellos, festejando el chiste del desinformado soldado, pues, camino a París, la noticia de una mujer en una de las compañías se había filtrado a causa del Teniente White. El hombre entró en la enfermería cuando quitaban una bala de mi pierna. No había dicho nada. Sólo miró. El doctor Taylor habló con él más tarde y White sólo respondió que arreglaría conmigo las consecuencias de mi presencia. Hasta ese momento eran unos pocos de mis colegas quiénes sabían. Moody aún no estaba enterado, y aunque él sabría guardar el secreto, yo no podía decírselo.

Salí nuevamente a las calles parisinas. Ahora, oscuras y silenciosas por la madrugada vecina, me parecían completamente ajenas. Me sentí, por primera vez, lejos de casa. Al caminar unos pasos, Taylor apareció:

- Una noche tranquila.

- Para nosotros… allí debe ser un infierno. – dije.

- Me alegra poder estar lejos. Trato de no pensar en ello. ¿Cómo sigue tu pierna?

- Mejor. No duele. Sabes, no volveremos a Le Vanneau-Irleau, vendrán algunos reemplazos mañana, y nos trasladarán.

- Bastogne. Sí, escuché algunos comentarios.

- Pararemos antes en Reims. Allí nos abastecerán.

- Suena divertido.

Eugene en batalla era tan serio que asustaba sólo pensar que pasaría por su cabeza. En París se veía relajado. Hablaba poco de su vida antes de la guerra, pero sonreía y bromeaba. Su ceño, por momentos, se estiraba.

- ¿Cómo has llegado a médico de la unidad?

- Es gracioso. Sabía algo de medicina gracias a mi padre. El gran doctor de la familia Taylor. Quería que fuera doctor también. Pero, me enlisté en el ejército. No iba a perderme todo esto. Así que, alguien me señaló y gritó: “médico”. ¿Ahora confías en que seguiré salvando tu vida si caes?

Sonreí.

- Por supuesto.

Caminamos hacia el hotel y en el pasillo nos despedimos. Me dormí pronto, completamente relajada. Sonriendo.

___

Gritos desesperantes me habían despertado a mitad de la noche. No había amanecido aún. Pasé mi mano por mi rostro, y me levanté. Por un momento, pensé que los alemanes habían tomado París pero al mirar por la ventana note que las calles seguían tranquilas. Los gritos aparentaban dolor. Alguien tocó mi puerta y abrí, aún en la ropa de noche que vagamente se asemejaba a un pijama.

- Doc, ¿escucha? Viene del cuarto cuarenta y siete. – dijo McLaureen con un gesto angustiante.

- ¿Y?

- Es el cuarto de… él… usted sabe…ella…Ryde.

Me paralicé por completo, mi corazón se salía de su lugar, la misma sensación de temor que tenía cuando, en medio de una sangrienta batalla, alguien gritaba mi nombre. Comenzaron a salir otros de nuestros compañeros. McLaureen, uno de los que conocía la historia de Abriel, había advertido a Price y al sargento Foley de lo que sucedía, y todos aguardaban frente a la puerta cuarenta y siete. Me dirigí hacia allí y golpeé la puerta tan fuerte como pude.

- No, doc, es inútil, White ha dicho que quien estorbase o dijera algo sobre esto, sería enjuiciado con ella. O hasta tildado como traidor – me informó Steven McLaureen.

Moody, que dormía en la habitación siguiente de la de Ryde, abrió la puerta, y los siete que estábamos en el pasillo, nos metimos en su habitación, empujándolo con nosotros. Steven le contó parte de lo que sucedía, el resto teníamos nuestras orejas sobre la pared que compartía con el otro cuarto.

- Un momento, ¿amenazas? ¿Quién demonios está ahí? ¿Y qué hace White en la habitación de Thomas?

Todos lo miramos.

- Karl… . comencé a decir, pero me fue imposible contarle.

Charles Duck, entonces, tomó mi puesto y le dijo:

- Él es mujer… digo, ella no es hombre. ¡Diablos, Karl! Ryde es mujer, su nombre es Abriel. Thomas era su hermano gemelo, que se suicidó porque fue obligado por su padre a enlistarse porque era una maldita mariposa. Ella tomó su puesto. Y ahora White, está arreglando un pacto de silencio.

- ¿Es una broma?

- No, Karl. – dije desde el otro lado de la habitación.

- ¿Cómo…? ¿Cómo es que…? Él es un maldito hombre, ¿no lo vieron?

- Es una falla de la naturaleza, Karl, sus hormonas enloquecieron, y hacen todo su trabajo al revés.

Moody seguía gritando. Al igual que Abriel. Pero por distintos motivos. La situación excedía mis límites. Decidí salir y matar a ese desgraciado. Pero me detuvieron en la puerta.

- Gene, él te matará a ti. Tranquilízate.

Entre varios, me trasladaron hasta un sofá. Allí, lleno de ira:

- Un día… ese hijo de puta se cruzará en mi mira, o morirá desangrado por alguna herida que no sanaré. Pero morirá.

- Doc, doc, relájese. Es lo mejor. Ryde se metió en esto, todos la admiramos; su valor, valentía, pero sino respetamos esto, todos, inclusive ella, la pagaremos caro. – me dijo Duck.

Unos interminables minutos más tarde, cuando Duck dormía, otros, como yo seguíamos atentos en silencio, Moody se había ido al bar y McLaureen vigilaba el pasillo, los gritos cesaron, y oímos que una puerta se cerraba bruscamente.

___

Veía a White por todos lados. Aún temblaba. Luego de doce horas en la cama, había decidido salir a disfrutar de París siendo mi última noche allí. Tomé un baño ligero, me puse el uniforme, y salí. Debía actuar como si nada hubiese sucedido. Sabía que alguien se había enterado, pero no sabía quién. Y temía que eso difundiera aún más mi situación. Después de todo, era un soldado. En la calle nadie notaría nada.

Caminé lo suficiente para que la llegada del atardecer me sorprendiera. Ahora el tiempo parecía corto. Y el descanso no me había servido. Me senté en un banco, cerca de un lago enorme. Sobre el agua, se veían los reflejos de las luces que de a poco se iban encendiendo. Apenas me movía. Mi cabeza no me daba tregua. Repasaba cada movimiento de mi vida. Crecer como hombre jugando con hombres, adolescencia femenina, secretos con mi hermano, mi hermano, su muerte, el viaje hacia el campo de entrenamiento, la guerra, el teniente. París. Pero alguien que me hacía bien, no había cobrado importancia en ese instante de repaso. Eugene era sólo un cable a tierra. Estaba para ayudarme y vivir más tiempo sobre este suelo manchado. Pero no estaba, para lo que realmente lo necesitaba. Casi un año lejos de mi casa. De los brazos de mi madre, de mis amigos, de mi trabajo. Millones de muertos. Uno de ellos, mi hermano, que no pisó tierra enemiga, pero murió a causa de la guerra. El Día D había sido el primer día de mi nueva vida, y había comenzado atrozmente. Rodeada de miedo, dolor, furia, perdición. ¿Dónde me encontraría en medio de tantos disturbios? Parada en el frente, era presa fácil. Y podían atraparme.

Miré hacia el cielo, ya oscuro de nuevo. Acomodé mi uniforme y al pararme ví a Eugene a unos metros, observándome. Volví a sentarme y él se acercó.

- Nuevamente, una noche tranquila. – dijo con una sonrisa falsa en su rostro. No respondí. – Han dicho que a las 0600 saldremos hacia Bastogne.

- Lo adelantaron. No podré dormir hoy, anoche dormí demasiado. Creo que tomé mucha cerveza en el bar.

- Sí, a Jhon le sucede siempre. – dijo bajando la cabeza. De pronto, ese hombre me dio toda la confianza posible que una persona le puede brindar a otra. Seguía siendo mi cable a tierra.

- Eugene, el teniente…

- Lo sé. Ya no importa, Ryde. – dijo bruscamente. Entendí que era uno de los que sabía. Lo miré largo tiempo, y al notarlo, me miró también. – Tienes lindos ojos, Ryde.

- Gracias. – dije sonrojándome.

El coqueteo siempre había sido incompatible conmigo. Taylor lograba ponerme nerviosa nuevamente. Cada vez que abría la boca, mi respiración se estancaba, mi corazón brincaba en su lugar.

- ¿Qué edad tienes?

- ¿Acaso eso importa? ¿Cambiaría algo? – contesté seria.

- No, sólo quiero saberlo. Me importa a mí.

- Pues, no tengo la edad suficiente para comprar cerveza.

Reímos.

- ¿Y has besado a alguien?

- ¿En mi calidad de hombre?

- En tu calidad de persona.

- No.

- ¿Ves? Debes vivir. Aún debes comprar cerveza y besar. Todo al mismo tiempo.

Por un momento, me sentí acompañada, no estaba tan sola. Y sentía que el fin no estaba tan lejos, porque aún no habíamos pisado Bastogne.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Grito desesperado

Por Gisela Robles
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


No me lo digas. Quisiera no escuchar. No quiero que me digas esa palabra que tanto lastima. No me lo digas. Quisiera no escuchar.
Nunca me creí una persona adulta. Siempre me consideré un adolescente que, al igual que un niño, lleva sus ideales dentro. No me lo digas. Quisiera no escuchar. Me van a arrebatar a esa joya que llevo dentro… ¡Mamá, me la quieren sacar!
Necesito ayuda. Necesito una vida. Un día no alcanza para poder asimilar lo que siento. Un día es tan corto, pero tan largo por la pena. Quisiera quedarme dormido y no despertar más.
El tic-tac del reloj resuena en mi mente, como balas que ya empiezo a escuchar. El miedo y el paso del tiempo son inexorables, pero quisiera acabar. ¡Mamá, ayudame, me quiero quedar!
La guerra no es como en las películas. En la realidad la gente muere y sufre de verdad. El dolor crispa los sentidos, corroe el significado de la vida, y hunde tu mirada como el Titanic en el mar. ¡Mamá, yo apuesto a la vida, me quiero quedar!
Mamá. Mamita. Ayudame mamá. Porque a la guerra voy solo y necesito una mamá. Que me mime, que me ame y me pueda socorrer. Que me pueda tapar los oídos cuando ya no pueda ver.
Mamá. Mamita. Quisiera no escuchar. No me digas que mañana, quizás, ya no vuelva más.

martes, 10 de noviembre de 2009

Defendió sus ideales

Por Ayelén de Jesus Correia
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


La librería estaba casi vacía. Sólo la vendedora y una mujer con un bebé caminaban entre los pasillos, chusmeando novelas. Yo, como todas las semanas, paseaba la vista por una góndola apartada de la claridad del local. Un pasillo entero está dedicado a la historia argentina. De ese largo pasillo sólo una punta, al final, trata del período de la dictadura. No sé por qué será. Creo que la gente prefiere olvidarse de todo lo que tiene alguna relación con esa época tan triste. Sólo los hermanos, padres, abuelos, amigos y conocidos de las víctimas de tremenda catástrofe seguimos en pie, tratando de evitar que las voces callen.
El país se comporta como esta librería: se esconde en las sombras todo aquello relacionado con la dictadura militar. ¿Es mejor olvidar? Creo que para muchos sí. Creo que muchos prefieren hacerse los boludos pasando por el final del pasillo de manera fugaz, ignorándolo, haciendo de cuenta que ni siquiera existe.
Mis pies ya conocen el recorrido: van de un lado al otro acompañando a mis ojos que miran una y otra vez esa góndola sin iluminación buscando algo que saben en el fondo que no encontrarán: algún nuevo libro de la dictadura. Quizás alguno de los que sobrevivió escriba su historia. Y quizás en esa historia aparezca el nombre de mi hermano. Sé que suena raro, sé que es medio imposible, pero sentado en mi casa no voy a lograr nada. Con ese pensamiento pasé días y días delante de esos textos.
Sin embargo todo seguía igual a la semana pasada, incluso había polvo sobre algunos ejemplares. Creo que soy el único que pasa por ahí y se detiene a pensar.
En la radio sonaba "Nos veremos otra vez", de Serú Giran. Ese tema me hace acordar tanto a mi hermano. Me da ilusiones, esperanza. Me hace volver a creer. La mujer con el bebé se fue y entró un hombre de aspecto algo descuidado y otro señor con anteojos redondos y portafolio.
El primero en entrar se dirigió con paso firme hasta mi lado. De descuidado y destartalado tenía sólo el aspecto. Me miró, miró mi mano sobre un libro que tengo en casa y me sé de memoria.
- ¿Me permite?- preguntó con voz débil.
- Cómo no, tenga- le contesté de inmediato.
No sé por qué, pero ese hombre me generaba curiosidad. Me quedé contemplándolo durante un largo rato. Él se dio cuenta de esto.
- ¿Ocurre algo, hombre?- me dijo amablemente.
- Ese libro, es muy bueno- le dije. -Yo lo leí unas treinta veces, casi que me lo sé de memoria.
- Sí, yo también me lo sé de memoria- contestó con un dejo de amargura en las palabras. -Me lo sé tan bien como la historia misma. Yo estuve ahí, ¿sabe? Fui prisionero de esos hijos de puta. Viví años encerrado ahí adentro.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Él vivió lo mismo que vivió mi hermano. Quizás habían compartido el centro de detención. Quizás se habían conocido.
- ¿Podríamos continuar con esta conversación? A una cuadra hay una cafetería muy buena. Si tiene usted tiempo y no le molesta hablar del tema, estaría encantado de invitarle algo.
Con una vaga sonrisa aceptó la invitación. Creo que los dos necesitábamos hablar. Los libros eran buenos para aprender un poco más, pero no eran tan buenos oyentes como otro ser humano.
Diez minutos después estábamos en un conocido café de la ciudad. Nos sentamos alejados de la multitud y el griterío (alejados, una vez más. Justo como en la librería). Él pidió un cortado. Yo un café con leche y dos medialunas.
La charla continuó. El hombre se llamaba Carlos Badalucco. Lo habían detenido en 1977.
- Se apagó la luz, yo me moría del miedo. Sabía que venían por mí. Y dicho y hecho. Llegaron y me metieron en un auto. Cuando volví a ver, estaba en la ESMA. Me decían terrorista, ¿sabés?- dijo con tono burlón. -Si militabas en la facultad, eras terrorista. Vos fijate qué poca cabeza que tenían esos tipos...
- ¿Y eran muchos? ¿Te acordás algún nombre?- yo estaba esperanzado. Sí, sabía que tenía que ser una coincidencia asombrosa, pero todo era posible. Yo tenía la sensación de que mi hermano no estaba muerto. No debía estar muerto, no podía...
- Mirá, mi memoria no es muy buena- comenzó algo apenado. -Pero en la capucha en la que estaba yo, había tres flacos más. Todos muy asustados, pobres. Yo también lo estaba, pero disimulaba. Me hacía el fuerte. Cuando nos agarraban para interrogarnos todos empezábamos a hablar de nuestras familias, de aquellos que queríamos. Quedamos en que si alguno de nosotros zafaba se iba a contactar con las otras familias.
- No te acordás los nombres, ¿no? Los nombres de ellos...
- Mirá, no te quiero crear falsas expectativas, más de 5 mil tipos pasamos por ese maldito lugar, las posibilidades de que yo haya sido compañero de tu hermano son mínimas, para no decir imposibles- me dijo.
- Ya lo sé, ya lo sé- le dije un tanto impaciente. Ese hombre me estaba volviendo loco, dijo muchas cosas interesantes pero justo eso que me importaba a mí no lo decía.
- Los apellidos de todos no me los acuerdo, a uno lo mataron en medio de un interrogatorio.
Los tipos tenían información. Yo creo que sabían quiénes podían llegar a tener un conocimiento extra y quiénes no. Yo sigo acá y no me jodieron mucho con preguntas. A los otros dos tampoco, pero uno de ellos se reveló. Era entendible, los tipos te volvían loco, te trataban como una basura, no eras humano. Ese flaco se la bancó. Defendió sus ideales hasta el último momento. Pero esos hijos de puta no te tienen paciencia. Si los cansás, te matan de la manera más denigrante. No les importa nada. Una lástima, porque el pibe era bueno. Lo mataron un mes antes de que todo terminara. El otro sigue vivo creo, perdí todo rastro, se fue al exterior según tengo entendido.
Le dije el nombre de mi hermano. Traté de describirlo lo mejor que pude, lo mejor que mi memoria me permitía.
- Por favor- los nervios me estaban matando, necesitaba saber cuál era mi hermano. Era uno de esos tres, lo intuía. No sé cómo, pero lo sabía. -Decime los nombres, ¿quiénes eran? Lo presiento Carlos, uno de ellos es él, ¿no?
Los ojos del hombre se oscurecieron de a poco, parecía que algo en su interior se había apagado.
- Tu hermano fue mi compañero. Lo mataron porque no lo podían domar, no podían calmarlo, él luchó por volver con su familia. Verdaderamente fue un héroe, un ejemplo a seguir. Yo no me voy a olvidar nunca de tu hermano.
Muerto. Estaba muerto. Los militares lo habían matado. Mis profesores de la secundaria tenían razón. Lo habían matado y esa era la única verdad. No podía hablar. No sabía cómo empezar. No había necesidad de hablar, un par de miradas dijeron todo. Carlos me entendía. Me entendía y me apoyaba.
Se apoderó de mí una sensación muy rara. No podía respirar con total libertad pero no me estaba ahogando. Era como respirar después de un baldazo de agua fría. Mi hermano había muerto. Muerto y yo no tenía su cuerpo siquiera, para hacerle un homenaje de verdad. Había muerto y no sabía dónde estaba.
- Yo sabía- empecé a decir entrecortadamente. -Sabía que era uno de tus tres compañeros. Confiaba en que fuera el otro que sobrevivió.
- No quería darte esta noticia, pero tenés que saber que tu hermano no fue ningún cobarde. Se jugó todo por los que quería, recordalo así.
Se acercó el mozo.
-$18,50 serían- dijo.
Le pagué y me quedé mirando a la ventana.
Mi mente estaba vacía. No fui capaz siquiera de sacar la cuenta del vuelto que me dio el chico del café. Creo que pasé una hora así. Carlos no se movió de mi lado.
Mañana va a ir a casa de mis viejos. Vamos a hablar los tres, nos va a contar todo lo que recuerda de mi hermano.
Yo ahora me voy a dormir. Siento que no dormí bien desde que se llevaron a mi hermano a la ESMA. Estoy en paz. ¿Estoy en paz? Creo que sí. Espero estarlo por él al menos, que dio su vida por todo aquello por lo que creía. Por lo menos ahora sabemos qué fue lo que le ocurrió.
Sólo sé una cosa: Nunca voy a dejar de visitar esa librería. Nunca voy a dejar que esos libros se llenen de polvo. Nunca voy a dejar que apaguen mi voz.

Encontró el blanco

Por Josefina Alurralde
Taller de Comprensión y Producción de Textos II

Ella se sentó tímidamente en la cama, miraba los cuadros, la ventana, los libros. Estaba incómoda, rara. No podía comprender qué era lo que le producía estar allí.

Por dentro, ardía como el fuego cuando quema haciendo daño. Por fuera, su cara estaba helada. Su cuerpo no era en ese momento un complemento perfecto, por el contrario, era un mar de contradicciones.

Se quedó en aquel lugar sólo por unos minutos que parecían eternos, mientras él se bañaba.

Cuando el tiempo sobra, la cabeza explota. Sucesión de pensamientos, unos sobre otros. No sabía qué hacer y tampoco podía averiguar debido a que su voz se había apagado en una acción incomprensible.

Distintas frases recorrían cada uno de los rincones de su mente. Se preguntaba el motivo. Reía. Sí, reía. Tal vez para no llorar o porque necesitaba exteriorizar sus nervios.

Él apareció luego de un rato. Ella se inmovilizó por un momento. Ya no había más voces internas gritándose unas a otras, peleando por un lugar, por una definición.

Un aluvión de sonrisas invadió su cara. Qué inútil, cada frase preparada que se esfumó como humo en el viento. Muy inútil.

Lo miró una y otra vez, no pudo reproducir más que pavadas o palabras que para el caso no tenían ningún significado.

El fuego interno se apagó y seguido de eso a su cara retornó el calor y su cuerpo volvió a ser un complemento.

Por dentro apareció la tranquilidad que le provocaba su presencia y eso pudo expresarlo. Él con sus historias la condujo por un camino de armonía, aquel que tanto necesitaba.

Cada frase que salía de su boca hacía eco en su interior, retumbando durante largo tiempo, dándole a su cabeza una ocupación para evitar aquella temida explosión.

Sólo había en ella una pequeña duda, qué iba a pasar cuando una vez más se tuvieran que separar.

Al vislumbrar esta incertidumbre comenzó a perder el equilibrio. No al punto de caer, si no al de sentirse disconforme con sí misma.

Él la abrazó, se iba sólo por un instante. Tenía que bajar a buscar unas cosas. Ella lo miró y en segundos abrió camino a los pensamientos la acechaban desde su llegada.

La cabeza esta vez casi le explota. En la casa se escucha un ruido, parecido al de un timbre que suena con fuerza.

Mira una y otra vez a la pared. Busca el blanco, en ese momento lo prefiere. No logra encontrarlo. Sus ideas se pelean por obtener el papel principal. Son oscuras, negras, grises. Quiere expulsarlas, le hacen daño, queman, enferman, deprimen.

La puerta se abre, sus imágenes salen corriendo y se esconden detrás de algo que no puede definir totalmente. No se van, se ocultan.

Él había vuelto. La acaricia, la mima y allí encuentra el blanco. Pocas las palabras, menos oscuridad, ahora sí un poco de luz. Necesita ese brillo, un poco de color, de calor.

Los minutos pasan, son pocos, realmente disminuyen y a veces parecen ser segundos.

Él la mira, tenía que irse. Ella sabe que el tiempo se acabó. Como si estuviese jugando una carrera de autos en un videojuego intenta poner la última ficha. Llega tarde y percibe el “game over”

-“¿Vamos?” le dice él. Lo mira, lo aprieta fuerte entre sus brazos y no responde. Tranquila toma sus cosas. Él da vueltas en el pasillo. Baja y sube la escalera, perdido como sin saber qué hacer realmente.

Caminan, están saliendo. Ella no quiere dejarlo. Una vez más se pierde en sí. Ya no lo escucha, ya no lo ve. Sabe que todo terminó, al menos momentáneamente.

Suben al auto. Se sientan en silencio y así continúan durante el viaje.

Fueron unos quince minutos de muchas ideas y pocas reproducciones orales.

Llegan, ambos bajan. Ella lo mira desconfiada.

Lo saluda, camina tres pasos alejándose del auto y regresa. Repite el mismo procedimiento. Teme que no vuelva a buscarla.

Le surge la idea de regresar, pero toma fuerzas y no lo hace. Sigue su camino sin mirar atrás y escucha “gracias”: era él. Pero ella no se da vuelta.

Luego levantó su mano a modo de saludo, y disimuladamente levantó la mirada. Él le respondió y ambos sonrieron.

Ella se alejó y cada metro se convertía dentro suyo en la puerta de entrada de un pensamiento más que luchaba por la hegemonía interna.

Querían que lo olvide, que sufra. Con todas sus fuerzas ella los echó y le dio el poder a la claridad, a los colores; al menos para quedarse tranquila. No quería quemarse y mucho menos enfermarse.

En la puerta del establecimiento la esperaba una señora que le preguntó si le sucedía algo. Una vez más omitió la respuesta.

Entró y rápidamente se acostó en una colchoneta, varios minutos después se durmió, como si aquella pelea la hubiera desgastado.

-“Vine” escuchó. Se levantó de repente y su cuerpo consiguió la armonía una vez más.

Se dio cuenta de que había ganado. El sol aún brillaba y su padre la esperaba en la puerta del jardín. El día escolar había terminado y ella dormida ni siquiera lo había percibido.

Él la abrazó una y otra vez, cada abrazo fue un impulso. Saludó a la maestra y salieron.

Caminaron juntos hasta el auto. En él las palabras se hicieron presentes durante todo el camino. Pero al llegar a la casa, ella entró a su habitación y otra vez sola sintió miedo, aunque en vano. En su cuarto encontró el blanco y los colores claros que buscaba. Su cuerpo se equilibró y ese día ya no sufrió.

Su padre entró y juntos en la cama empezaron a contarse historias… rieron, lloraron y hasta cantaron. Las horas pasaron volando hasta que se quedaron dormidos. Ella lo tomaba de la mano, como sin querer soltarlo. Ya no quería que se fuera. Él ya no se iría. El fin de semana había llegado.


Dejar de pensar

Por Gisela Robles
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Lluvia torrencial. El agua

baña las calles de la ciudad. Su vestido de seda sólo es agua. Se ha pegado de tal manera al cuerpo que puede ser confundido con una segunda piel. El escote profundo asoma sus curvilíneas casi perfectas. Pero camina despreocupada. Sólo camina.

No le importa reparar en aquellas personas que buscan apresuradamente un taxi. No le importa. Simplemente espera a que la demanda disminuya; sólo espera caminando.

Luego de caminar diez cuadras, ya no hay tanta gente en la calle. Aquella que no ha conseguido encontrar un transporte está dentro de galerías o negocios. Pero a ella no le importa. No le importa caminar con el pelo empapado, como si recién hubiera salido de la ducha.

Va ensimismada en sus pensamientos. Sólo piensa en lo que acaba de ver, en el desengaño de amor. Por eso no repara en el taxi que pasaba a su lado. El charco que la moja más aún (a causa del impulso de la rueda del auto) la hace volver a la realidad. Mira, entonces, al conductor del transporte con mal humor y lo para.

Al subirse al taxi, la música cubana le roba una sonrisa. No sabe por qué pero mágicamente sus pensamientos cambian. Indica hacia donde quiere ir pero sin mirar al chofer. El camino era largo y su mente vuela.

Ella no repara en que el taxista la mira con ojos relucientes de deseo. Su figura bien pronunciada por el efecto de la lluvia, hace que el sexo opuesto se sienta atraído. Su apetencia se acrecienta cuadra a cuadra porque casi la ve desnuda.

De repente al ver que ella busca un cigarrillo en su cartera, le ofrece fuego. Es la primera vez que ella repara en sus ojos azules que se iluminan por sus ansias. Encontrando divertida la situación acepta la llama, que le insinúa algo más que encender sólo el cigarrillo.

Él empieza a conversarle y ella responde con aire de de quien no se quiere dejar ver. Pero al mismo tiempo observa su cabello y una parte de su pecho, que alcanza a ver por el espejo. Él no deja de escrutarla con la mirada ni de hacerla reír; porque se da cuenta que está dispuesta a ceder, a seguir.

El paisaje urbano ha quedado atrás y pareciera ser que están solos en la nada. Ella juguetea con su pelo y nota como su vestido mojado le produce sensaciones al par, aunque no las alcanza a visualizar.

Entre palabra y palabra, la conversación aumenta de temperatura, al igual que el motor del auto que se desplaza lentamente. Ella baja un poco su vestido profundizando más su escote, él desabrocha algunos botones de su camisa a cuadros. Ella sonríe. El auto se detiene y comienzan a besarse.

El ruido de la lluvia golpeando los vidrios estimula las caricias suaves y delicadas. Y así, de una manera tan inesperada como su encuentro, funden esa pasión y deseo, entregados ante esa nada que los rodea y con el atrevimiento de que nadie los observa.

Ella ya no piensa. Ella siente.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una rosa roja

Por Pilar Alvarez Masi



Las campanadas de la iglesia dieron apenas las cuatro. El sol todavía no se asomaba por el este y era la luna la que dominaba un cielo claramente estrellado. Paulina se alzó la falda del vestido con la mano izquierda para que no rozara el lodazal en el que se había convertido la aldea después de las lluvias de marzo. Sin mirar atrás, cerró la puerta sigilosa. La envolvió el frío de la noche incipientemente primaveral, por lo que escondió la mano que le quedaba libre entre los pliegues de la falda para no sentir el viento helado. No se veía casi nada y su andar lento y cauteloso la demoró más de lo esperado. En el pecho, el corazón se debatía entre latidos ansiosos.

Cuando al cielo lo atravesó una grieta color sangre, Paulina se dio cuenta de que debía apurarse. Abandonó el cuidado de su vestimenta y pisó los charcos de agua y barro salpicando el vestido que minutos antes tanto había cuidado de la suciedad. Sabía hacia dónde se dirigía, había ido allí tantas veces que podía llegar, incluso, con los ojos cerrados.

Entre los pliegues del escote, guardaba la nota que alguna vez él le había enviado, ya ajada por los dobleces y la presión de la mirada sobre las palabras garabateadas con tinta. No quería perderla, por lo que de tanto en tanto se aseguraba que siguiera allí, hasta que de pronto un ráfaga helada de viento sur se entrelazó entre su busto y no le alcanzaron las maniobras para evitar que volara a donde el clima quisiese.

Ya casi amanecía y Paulina apuró el paso, ni siquiera perdió tiempo en intentar recuperar aquello que tan celosamente había guardado. El barro le ensució la falda, la pechera del vestido, y mientras más rápido corría, más se ensuciaba. Pero no le importó, porque a pocos pasos ya podía divisar la ventana y la cortina blanca corrida de par en par que permitía a la luz de la vela desparramarse por los alrededores. A último momento, se acercó cautelosa, como si su presencia allí pudiera despertar todo aquello que estuviera dormido.

Poco antes de llegar, tanteó los pliegues del vestido y sin ser vista espió por la ventana abierta en forma magistral sólo para ella. Estaba todo como debería estar, cada cosa en su sitio, cada cuerpo en el lugar indicado, cada prenda en su correspondiente respaldar. Apoyó la espalda contra la pared, respiró hondo y con la mano derecha se presionó con fuerza el corazón como queriendo impedir que se le saltara del pecho. Se sacó los zapatos y los dejó a un costado, no sintió nada cuando los pies descalzos se hundieron en el barro aún húmedo. Volvió a mirar, y no tuvo dudas de que estaba siendo esperada. Se acercó a la puerta, la abrió y en ese momento, cuando la escena se le prestó ante sus ojos tal como se la habían descrito, no soportó la presión y en su pecho sintió algo parecido al estallido de una rosa roja al florecer de improviso.

Primero se agachó, se frotó los pies sucios y se limpió las manos en la falda. Sin prejuicios, se levantó la pollera y sacó de allí el objeto que la había motivado a semejante aventura. Se levantó pasándolo de una mano a la otra, admirándole el filo, viéndose reflejada en la hoja del puñal. Caminando sobre la punta de los pies y dejando a la vista un equilibrio que cualquier bailarina le hubiera envidiado, Paulina se acercó a los dos cuerpos y sin pensarlo dos veces más de las que ya lo había meditado, clavó el puñal tan rápido que los amantes nos tuvieron siquiera tiempo de gritar.

Antes de irse, buscó en el escote la carta de amor que él poco antes le había enviado, pero recordó que sabiamente el viento la había desaparecido. Cortó flores del jardín y las dejó, casi sin mirar, en el punto justo donde se juntaron los dos cuerpos ya sin vida que manaban sangre tomados de la mano.

martes, 3 de noviembre de 2009

Fall des himmels (Caída del cielo)

Por Pilar Banfi Martini
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009

Capítulo 2 Le Vanneau-Irleau: el silencio no calla.

Junio, 10, 1944.

Cinco días después del Día D la Compañía F descansaba sobre el pueblo francés Le Vanneau-Irleau. Casi un día atrás lo habíamos tomado exitosamente y sin lamentar más muertos que los de Normandía. Foley esperaba ver a alguno de sus combatientes perdidos allí. Pero al pasar las horas la ilusión caía.

La llegada hasta allí no había sido fácil. Habíamos sido trasladados en camiones por la noche, y durante el día caminamos entre altos pastizales, hasta dos kilómetros de Le Vanneau-Irleau, donde un puesto de vigilancia alemán revelaba que la posición enemiga estaba bien resguardada. Ubicándonos en pequeños grupos separados cada cinco metros, cada uno de los soldados que estaban en el frente tenía en la mira un alemán. El resto debía salir a buscarlos por las casas francesas.

El último murió en un granero gracias a la puntería de Moody. Todos lo festejamos. Moody era un gran tirador. Junto a él, Price y yo éramos los mejores tiradores en el campo de entrenamiento. El día se apagaba lentamente.

Durante el atardecer nos abastecieron de armas. Además de la carabina nos dieron una Thompson automática, granadas, una Colt 45 y sus respectivas municiones. Además nos dieron comida y algunos tomamos una ducha. Por la noche debíamos vigilar esa posición hasta que otra compañía se ubicara.

Al caer la noche el teniente White nos reunió y nos ubicó en distintos puntos. Duck, Moore, un joven soldado perdido y yo nos ubicamos al este, entre algunos árboles y un granero.

- Creo que deberíamos turnarnos. Moore no puede mantenerse parado. Debería dormir un poco. – me dijo Duck, susurrando.

- ¿Quién es el otro? – contesté.

- Se llama Milton. Su avión explotó luego de saltar. El único sobreviviente.

- Es un niño. – contesté con aflicción. Duck volteó y lo miró. Estaba sentado, apoyado sobre una pared, con su casco puesto, y el arma al hombro. Tenía la mirada perdida. – Hablaré con él.

- ¿Qué más da, Thom? No importa su edad, está muerto.

- No lo está.

- Si continúa en ese estado, lo estará pronto. – dijo Duck alejándose. Prendió un cigarrillo.

Me dirigía hacia él. No sabía qué le diría. Su estado me abrumaba. A todos nos sucedía lo mismo. Una debilidad en el frente era un punto a favor para los alemanes.

- Hey, chico. ¿Estás bien?

- Sí. – susurró.

- ¿Cómo te llamas?

- Milton. Arthur.

Suspiré, saqué mis cigarrillos, y le ofrecí uno. Lo rechazó negando con la cabeza baja. Prendí uno. Miré hacia el horizonte. Se veía fuego, y apenas se sentían los ruidos provocados por los bombazos.

- Arthur, ¿de dónde eres? – le dije sentándome a su lado. Él se corrió menos de un metro. Y con la boca abierta sus ojos demostraban que las palabras estaban atoradas en su garganta.

- New York.

- ¿De veras? Aún no he ido. – dije con poca esperanza. A unos metros, donde estaba Duck, se le había sumado el doctor Taylor con cinco hombres más. El doctor habló por unos minutos y señaló al resto de los hombres. Éstos saludaron a Duck.

Taylor era una persona muy seria. Aunque dudaba de su edad. Muy callado. Pensativo. Su ceño siempre fruncido. Su voz gruesa. Nunca había tenido oportunidad de hablar con él. Era un completo desconocido para mí, como lo eran los alemanes. Su presencia cercana me turbaba. Caminó unos minutos, lentamente, sin destino. Luego, Duck, le dijo algo y señaló a dónde yo estaba con Milton. El doctor se dirigía hacia nosotros.

- Doc – lo saludé.

- Ryde – dijo seriamente, sin mirarme. – Milton, ¿te encuentras bien?+

- Sí, doc. ¿Por qué todos preguntan lo mismo?

- Pareces tenso. ¿Tomaste una ducha? ¿Has comido?

- Sí.

- ¿Qué tal si vas allí y tomas algo caliente? Di que yo te envié.

- Gracias – con algo de dificultad el joven soldado se paró y, como si estuviera mareado por una borrachera, caminó con los pasos cruzados.

- Se enlistó junto a su padre y su hermano. Estaban en el avión con él. Estalló cuando saltó – dijo Taylor, pausando cada frase.

- No debería seguir al frente

- Es cierto, pero demoran mucho en notar estas cosas. Si le digo al teniente, deberá hablar con algún mayor o con el general, y no es fácil.

Hubo un silencio demasiado largo. Incómodo. Ninguno hablaba, ni se movía. Aclaré mi voz y dije:

- ¿Qué hace aquí, doc?

- Me enviaron al frente. En el puesto de enfermería había demasiados doctores y enfermeras francesas de aquí. A Goob y a mí, nos mandaron a cubrir el norte y el este, por si acaso – hubo un nuevo silencio.

- Mañana partiremos hacía allá – dijo señalando el horizonte marcado por el fuego.

- Eso dicen.

- ¿Y usted, Ryde, qué hace aquí?

- Defendiendo el frente, doc.

- No – sonrió - ¿Por qué te enlistaste en los aerotransportados?

Por un momento, vacilé. Mi cabeza repasaba toda mi historia. Mi boca quedó semiabierta. Mi mirada fija en el suelo. ¿Qué diría? ¿Cuánta verdad me atrevería a decir? ¿Cuánta mentira? Dependía de mi tranquilidad. Y ese hombre me exaltaba. Mis nervios se salían por la piel. Debía calibrar cada palabra. Sin embargo, mi intranquilidad me jugó una mala pasada.

- Es una larga historia. Muy larga.

- Podría contarme en capítulos.

- De veras. Muy larga, doc.

Taylor me miró a los ojos y se incorporó. Intentó marcharse, pero retrocedió.

- Ryde. Todos tenemos una historia larga. Ahora más, por vivir todo esto. Las historias de algunos pueden ser tranquilas o sufridas, pero todos tenemos una historia – me miró con su ceño y su boca fruncidos. No respondí, miraba hacia el fuego del horizonte. – Ryde… lo siento. – y se marchó.

Al decir esas palabras, quise emitir algún sonido. Decirle que no era su culpa, que nunca comprendería mi historia. Y temía que el resto de mis compañeros me desvalorizaran. Temía que algo malo me sucediera. No podía preocuparme allí.

___

Me senté contra un árbol, frente al borde de una colina. Mi posición era desprotegida, pero sabía que no había alemanes cerca. Estaban todos a unos kilómetros de allí. Sentía el sonido de mi respiración. Tenía un nudo en mi estómago y en mi cabeza. La charla con el doctor Taylor me había provocado cierta angustia. Había recordado todos los episodios frustrantes de mi pasado. Enlistarme, olvidar mi hogar, mi familia. Lo que más dolía recordar era a mi familia. Algunas lágrimas visibles recorrían mis mejillas.

De pronto, Taylor interrumpió mis pensamientos. Traté de ocultar mis marcas de tristeza pero de todas formas notó que algo sucedía.

- El clima ha cambiado – dijo sentándose a mi lado.

- Sí. Es madrugada. Siempre se enfría el aire por al madrugada.

El silencio era inevitable. Fuera donde fuera, en ese pueblo francés, en Berlín, en Georgia o en cualquier lugar del mundo, ese hombre y yo no podíamos hablar. No podíamos mantener un diálogo fluido. Me resultada imposible. Y él parecía estar en mi misma situación. Miraba, siempre serio, el horizonte. Suspiraba, su respiración era fuerte y aclaraba su garganta. Eran movimientos pensados. Por causa del nerviosismo que provocaba la otra persona.

- Ryde, hay una persona que pregunta por ti en la enfermería. Dice conocerte.

Mi corazón volvió a detenerse. Me paré apresuradamente, y me dirigí hacia la enfermería. Luego, sabría que el doctor no había dejado de mirarme extrañado mientras me alejaba.

- Thomas Ryde, es casi imposible pensar que eres tú – dijo una voz familiar que aún no reconocía. – Thomas, thomas, thomas. No me mires así, abrázame. – al abrazar a ese muchacho, mi mundo se derrumbó. Era Matt Swelt, un vecino de mi casa en Georgia. El maldito estaba armando toda una escena que debía acabar pronto, si quería continuar ahí.

- Matt. No puedo creerlo.

- Pues créelo porque soy yo. – rió. Pero al mirarme a los ojos, su cara se transformó. Notó que yo no era Thomas Ryde. Y en silencio, me señaló y se alejó varios pasos.

- Matt, escúchame. – le dije en voz baja. Y sus ojos brillaron por las lágrimas-

- ¿Abriel? – dijo susurrando.- Abriel… - lo tomé por el hombro y lo alejé hasta un punto donde nadie nos escuchara.

- Matt, si, soy yo. Escúchame, debes callarte. Te contaré todo cuando tenga más tiempo. Necesito que confíes en mí. Necesito confiar en ti. Por favor, dime que no dirás nada. – dije con algo de desesperación. Mi antiguo vecino no respondía.

- ¿Y Thom?

- Thom… - mi garganta se cerró. – Thom… Thomas nos abandonó luego de una discusión con mi padre. Lo obligó a enlistarse para pelear en la guerra. Y… tú conoces a Thomas. No podía hacerlo.

- Sí, lo conozco más que tú.

- Lo sé, Matt.

- ¿Por qué diablos estás aquí?

- Para defender a mi hermano. Su nombre.

- ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Estás loca?

- Cállate, por Dios. Aquí soy un hombre. Thomas huyó la noche anterior a irse al campo de entrenamiento. Lo seguí por el bosque. Y cerca del lago, junto a un árbol, se disparó en la boca con la pistola de papá. No sé como lo hice, pero regresé a casa, en completa tranquilidad. Volví al lago, y cavé un pozo. Una tumba. Arrastré a mi hermano hacía allí y lo tapé con tierra. Busqué hojas, arranqué ramas y traté de ocultar la tierra movida. Tomé el arma, y regresé. En el cuarto de Thom, estaban los bolsos que se llevaría. Escribí una nota para mis padres, firmada con la letra de Thom. Y me fui hacia el campo de entrenamiento.

- ¿Por qué has hecho todo eso? – dijo mi amigo con lágrimas en los ojos.

- Porque amo a mi hermano. Y no quiero que su nombre se manche por su intimidad. En Georgia, lo hubieran masacrado. Sino lo masacraba mi padre. Quiero que muera como un héroe…

Duck me interrumpió. Debía vigilar el frente mientras el resto se reunía para organizar la pronta movilización. Matt también tuvo que ir.

- Mantente viva. Cuídate. Por favor.

- Lo intentaré. Adiós.

Regresé al árbol. Me quité el casco y lloré tan desesperadamente como mis pulmones me permitieron, pero en silencio. Me quedaba sin aire. Quería gritar, desahogarme de todos esos secretos, de las mil estrategias que ingenié para pasar desapercibida, para que no me descubran. Cada vez era más la fuerza que empleaba para llorar pero también para reprimirme.

- Ryde, hay una reunión allí – dijo Taylor, acercándose. – ¿Ryde? – me observó llorar, no levanté mi cabeza al escucharlo. - ¿Por qué llora, soldado?

Abrí mi boca, y las palabras se atoraban con mi lengua. En un respiro, solté:

- Porque soy una mujer.

- ¿Cómo dijo? – susurró sorprendido.

- Soy una mujer – lo miré con mis ojos rojos por la ira del llanto.

Eugene Taylor me miraba completamente aturdido. Supongo que pensó que había enloquecido, que deliraba por alguna razón que él desconocía.

- Tranquilícese.

- No, usted no entiende. No soy Thomas Ryde. Él era mi hermano. Se suicidó antes de llegar al campo de Toccoa. Lo reemplacé porque sé los motivos porque lo hizo. Y quiero defender su nombre, su vida.

- ¿Y tu vida?

- Mi vida no sirve. Pasé de hospital en hospital, en manos de especialistas, científicos. Todos tratando de asegurarme una vida feliz como mujer. Llenando mi cuerpo de medicamentos, y toda clase de brebajes. Mírame… ¿acaso parezco una mujer? ¿Parezco feliz? Hace mucho tiempo que no tomo mis píldoras y sin ellas no puedo parecer una. Tengo todo para ser una mujer, pero mis hormonas enloquecieron y me transformaron en un ser que nada se asemeja a una dama. Sólo quiero cuidar de mi hermano. El único que me ha podido entender… - lo miré unos segundos a los ojos, y la fuerza me ganó. Lloraba.

La confesión, la extraña historia había mareado al doctor Taylor. No sabía qué hacer. Se sentó a mi lado. Tomó mi cara entre sus manos, me miro bien profundo a los ojos y dijo:

- Sí eres una mujer. Es fácil notarlo viendo tus ojos. Cuidaré de ti – se incorporó un poco más serio. – Ahora, ve a lavarte e intenta calmarte. Ya estás aquí, tu hermano te lo agradece. Estoy seguro.

Comenzó a caminar hacia el cuartel improvisado en una vieja casa. No volteó nunca. Pero sí logró que un alma perdida volviera a sentirse viva. Mi corazón nuevamente corría. Mis oídos oían los ruidos lejanos. Y mis ojos sólo veían los suyos. Por dentro, reinaba una calma casi extrema. El hombre que apenas unas horas atrás erizaba mis nervios, ahora, me brindaba paz.