martes, 2 de febrero de 2010

Malvinas, otra historia

Por Marcos Sebastián Nuñez
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2009


I

Malvina. No sé porqué, pero desde lo sucedido en las Islas Malvinas siempre supe que mi primera hija se iba a llamar Malvina. Probablemente por todo lo que significa hablar de ello, de la guerra, una guerra a la que nunca fui pero que sin embargo siento y hablo de ella como si hubiese ido a combatir. Sucede que el trágico episodio de 1982 caló muy hondo en mí, y desde entonces no deja de renacer cada vez que pienso en cómo sobrevinieron los acontecimientos. La guerra me marcó de una manera singular. Quizá por mi susceptibilidad, quizá por mera asociación. Los redondos y profundamente hermosos ojos con los que me mira Malvina, pedazos del celeste firmamento -o porciones del azul mar, no sé-, me hacen acordar a las islas, solitarias en la inmensidad del océano. Pero sin más preámbulos voy a contar la historia que me envuelve, y que creo digna de plasmar en estas humildes líneas.
Todo comenzó más o menos cuando aún era un niño, un ser que ni siquiera había adquirido el uso de la razón. Apenas tenía unos meses más que los que ahora tiene Malvina. Claro que esto lo sé por los relatos de mi madre y mi hermano mayor, sino no habría forma de saberlo, aunque de alguna manera sí habría forma de deducirlo, y ya se enterarán porqué lo digo. Volviendo al tema, tendría algo así como un año y unos meses de vida cuando me encontraba en la cocina, muy ensimismado en los juegos de un niño de esa edad, en la que todo entretenimiento consiste en llevarse a la boca cualquier clase de objeto que quepa en la palma de la mano. Hacía ya algún tiempo que mamá había puesto la pava para el mate y, mientras se calentaba el agua, lavaba la ropa en el lavadero. Por ese entonces, el lavadero quedaba al otro lado del patio, es decir, a cuatro o cinco metros de la puerta de la cocina.
En tanto yo seguía jugando, mordisqueando mis juguetes, mamá terminaba de tender la rompa y, en un arrebato de la memoria, recordó que había puesto la pava. Entonces, para apagar el fuego antes de que hirviera, comenzó una corta pero rápida carrera hasta las hornallas, sin tiempo a reparar en mi presencia debajo de la puerta del horno. Y ahí sucedió un hecho que marcó mi vida en adelante: el frenarse para no caer encima mío no impidió que involuntariamente su mano golpeara la pava, tumbándola de costado y vertiendo sobre mí toda el agua que, claro, ya estaba en estado de ebullición.
Dicen que mi llanto era desgarrador y que ellos, mamá y Claudio -mi hermano-, lloraban junto conmigo. Algunos vecinos, alarmados por los sollozos que reverberaban en el aire, en las cercanías de la casa, se acercaron a ver qué era lo que sucedía. Y, al observar la situación, los recién llegados comprendieron lo que había pasado sin mucha explicación, pues desde el suelo todavía se elevaba el vapor del agua y yo, en brazos de mi madre que lloraba desconsolada y pedía a gritos que llamaran a los servicios médicos, que me había quemado con agua hirviendo. Y me asistieron ni bien llegaron, pues en definitiva, a pesar de tantas lágrimas, era el único que lloraba por una dolencia física; los llantos de mamá y Claudio, y de los vecinos que me conocían desde que estaba en la panza de mi madre, eran más bien producto de un dolor del alma.
Más allá del vestigio físico que aquel episodio me significó, la marca más profunda fue un certero designio, un guiño de la providencia que la vida me reservaría para algún tiempo futuro. Jamás nadie hubiese imaginado que aquella situación me salvaría la vida. Yo no creo en que haya un destino marcado, o sí; creo que existe un destino, pero lo determinamos nosotros, cada uno elije su destino cuando hace o dejar de hacer algo, las decisiones son importantes. A pesar de que aquello no fue una decisión, en ese momento escribí sin querer, o más bien mamá escribió sin querer, una página muy importante en el libro de mis días.

II

Yo soy clase ‘62. Casi todos los chicos de mi clase están allá, lejos. Se quedaron en Malvinas. Porque cuando pasó lo que pasó, a mi clase le tocó hacer el Servicio Militar, la colimba. Recuerdo como si fuera hoy aquel día en que golpearon la puerta de casa dos milicos, uniformados, y me entregaron la citación para la revisión médica y posterior incorporación a las fuerzas. Todavía tengo grabadas en mi memoria las facciones del rostro de mamá cuando se enteró de la noticia, que justo cuando vinieron esos tipos a casa estaba haciendo los mandados para preparar el almuerzo. Fue un almuerzo triste. Nadie habló, nadie dijo nada. Parecía que el tiempo se había detenido y hacía todo más difícil. Ese papel, esa hoja en donde constaba mi nombre y mi número de documento, la misma que hacía unos momentos me entregaran los milicos, ese miserable papel dilataba angustiosamente todos los momentos.
A la mañana siguiente me levanté temprano para darme un baño. Mamá ya estaba levantada y desayunó conmigo, tomamos mate y comimos algunas tostadas con mermelada. A pesar del amor con que me miraba y con el que untó las rodajas de pan, parecía estar todo atravesado por un gusto amargo, difícil de esquivar a un paladar sensible, susceptible. Se estaba haciendo la hora y no tenía mucho tiempo más para quedarme desayunando, así que saludé con un cálido beso en la mejilla a mamá y salí por la puerta de la cocina, dando un golpe seco al cerrar. Un sordo trepidar quedó vibrando en mis oídos, o mi memoria acústica lo hizo dilatarse. Todavía hoy tengo la duda de si habrá sido el golpe de la puerta, o mi madre que, desde adentro de la cocina, empezaba a derramar las primeras lágrimas y a soltar los primeros gemidos de mi partida. No lo sé, y hoy, prefiero dejarlo así. De ese modo me alejé de casa, pensando en que pasaría mucho tiempo antes de volver a ver las paredes agrietadas del frente y las columnas descascaradas de la puerta de entrada, a las mismas que ahora les estaba dando la espalda.
Al ingresar al lugar al que nos habían citado no sólo a mí sino también a un número considerable de chicos, lo primero que se nos ordenó fue que pasáramos a través de un largo pasillo que nos condujo a una habitación enorme. Enorme y vacía. Sólo había en ella un puñado de personas, casi todas vestidas con guardapolvos blancos. Pronto entendería que se trataba de los médicos que nos realizarían la revisación para examinar nuestra condición física. Ahora bien, teníamos la mayoría entre dieciocho y veinte años, y digo esto para hablar de que es una edad en la que el pudor ya quedó un tanto atrás. Pero recibir la orden de desnudarnos todos –seríamos alrededor de 30 pibes- fue algo chocante, y creo que no sólo fue una impresión mía, sino que fue algo que compartimos todos al escuchar la austera y autoritaria palabra “desnúdense”. No hubo objeciones, todos procedimos según lo indicado, y con movimientos parsimoniosos comenzamos a desvestirnos. Al cabo de cinco minutos nos encontrábamos todos sin ropa, alineados en una larga hilera de cuerpos lampiños, velludos, oscuros algunos, más claros otros, más proporcionados estos, y no tanto aquellos...
Los médicos, cuatro en total, repartidos en dos grupos de dos cada uno empezaron por los extremos de la fila. Creo que en esta ocasión no podía estar más nervioso, ya que, para variar, me encontraba ubicado en una posición lo bastante central de la hilera como para pensar que sería uno de los últimos en ser examinado y, por ello, la espera se me hizo más larga que a los demás. De todos modos llegó el momento y el nerviosismo aumentó, mas no pudo ser peor lo que sucedió en sólo cuestión de un minuto: el médico dictaminó que me reuniera con un pequeño séquito de chicos que habían sido apartados y estaba vistiéndose junto a la puerta de entrada a la habitación. ¡La revisión duró apenas un minuto, cuando a la mayoría de los pibes no le dedicaron menos de cinco! Confieso que me asusté un poco por no ser tratado como lo fue la mayoría de los que habían sido examinados, que luego de las rigurosas pesquisas de los médicos, habían recibido la orden de vestirse y reunirse afuera con un tal Martínez, cosa que pude oír cuando uno los de blanco se lo decía a mi antecesor en la fila.
Los chicos que estaban en la puerta eran dos. Me sumé a ellos sin hacer ningún comentario, sin decir ni siquiera hola. Los rostros de esos pibes no eran muy distintos del mío. Claro que no lo podía ver mi propio semblante, pero sé que hasta un espejo no hubiese sido tan fiel como las caras de los que ahora eran mis compañeros de destino. En el segundo piso, a la derecha de la escalera, nos esperaba la puerta que debíamos cruzar para enfrentarnos a un oficial, general, no me acuerdo bien qué era, pero para mí había una sola forma de llamarlos a todos: milicos. Cautelosamente, apesadumbrados, y dilatando cada pasaje de escalón a escalón, nos dirigimos los tres al encuentro designado.
Cuando llegamos frente a la puerta, golpeamos y esperamos unos segundos hasta que la potente y firme voz que sonó desde adentro de la oficina nos invitó a pasar. Al principio dudamos en abrir, o no sé si dudamos, sino que nadie se lanzaba a la iniciativa de tomar el picaporte. Por fin, me decidí a tomarlo más por temor a una renovada y más hostil invitación a que pasásemos que por las ganas que tenía de enterarme por qué habíamos sido apartados y conducidos hasta allí. Ingresamos uno a uno, el último en entrar fue uno morocho que rengueaba. Nos encontramos con un hombre de pelo cano, ojos redondos, profundos, nobles; tenía el rostro perfectamente rasurado y permanecía quieto, con los dedos de las manos entrelazados, apoyando los codos sobre un portentoso escritorio. Se paró para recibirnos y acercó una silla más para que nos podamos sentar. Creo que la expresión de su mirada, a pesar de todo, me había inspirado cierta confianza y me senté un tanto más tranquilo, apenas, que lo que estaba al entrar. Luego, nos ofreció gentilmente algo para tomar, aunque desechamos al unísono la propuesta con un certero “no, gracias”.

- ¿Saben por qué están aquí? –nos preguntó el viejo sin mirar a ninguno en particular.
- No –se apuró a decir el flaco que estaba a mi derecha.
- No –le seguí yo, también cortante.
- No –dijo por último el de mi izquierda. Al sentarnos, yo había quedado en medio de los dos.
- Bien. Se los diré sin preámbulos: están aquí porque no pueden incorporarse a las fuerzas...
- ¿Qué? –Me apresuré a preguntar, sorprendido, sin reparar en que lo había interrumpido.
- ... porque no pasaron el examen médico.

Y allí fue cuando tomó del escritorio unas hojas que estaban apiladas una encima de la otra, a un costado.

- Emiliano Raul Pérez, sufre de una renguera, contraída probablemente por una fuerte contusión; Pablo Manuel López, visión disminuida considerablemente, usa lentes con un aumento de más de tres dioptrías. José Luís González, presenta defectos físicos de grandes proporciones en la epidermis, posiblemente producto de una quemadura.
El silencio que siguió a la lectura del diagnóstico fue un silencio particular, mezcla de sorpresa, alegría, imposibilidad de pronunciar palabra alguna, perplejidad. Lo que pasó después no tiene mucha importancia. Firmamos un documento y una constancia en la que se podía leer el diagnóstico más detallado; nos despidió sin dilatar mucho más la entrevista, y en poco tiempo me encontré tomando el colectivo a casa, con el mismo bolso que había armado esa mañana en mi habitación. Desde la ventanilla del colectivo se filtraban los rayos de un sol que se estaba abriendo camino entre las nubes que habían poblado el cielo aquella mañana plomiza de abril.

III

La alegría y la emoción que siguieron a mi llegada fueron en verdad muy reconfortantes. No obstante, los tristes episodios de la contienda mundial siguieron y seguirán en los corazones de quienes habitamos tierras argentinas. El dolor y el sufrimiento no terminaron cuando, dos meses después, en junio de ese mismo ‘82, las tropas nacionales se rindieron ante los británicos. Difícil es imaginar el porvenir de una sociedad, nuestra sociedad, alejado de los vestigios que dejó la guerra en las Islas Malvinas. Secuelas imborrables del tiempo, parte de la historia de una nación que coincidió con una de las etapas más oscuras de la Argentina.
Pero Malvina me sigue mirando. El contorno de sus ojos es perfectamente redondo, y el brillo que reflejan es en verdad singular. Sus pupilas celestes me siguen mirando, como si me faltara todavía una parte del relato. Y su mirada tiene razón.
Al año siguiente, algunos meses después de haberse cumplido el aniversario del fin de la guerra, me encontraba cursando el cuarto año del bachillerato. Un buen día, sucedió que se hizo presente en el aula la directora del establecimiento, y junto a ella un chico de nuestra edad apoyado sobre muletas. Todo indicaba que se trataba de un excombatiente de Malvinas y pronto lo hizo saber la máxima autoridad del colegio, seguida dicha presentación de un solemne pero prolongado aplauso general. Luego de la cálida acogida que recibió, la directora le preguntó si recordaba cuál era el lugar que ocupaba antes de tener que partir a combatir a las islas, y la sorpresa me embargó por entero cuando el joven, con un impasible movimiento de su mano, señaló la butaca en la cual estaba yo sentado.
Si hoy lo pienso, el agua hirviendo que me cayó desde el cuello y hasta la cintura fue una especie de bautismo. Al fin y al cabo, fue eso lo que me abrió las puertas a una nueva vida o, mejor dicho, a la vida.