martes, 30 de marzo de 2010

Descascarada

Por Ana Mori
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009

La soledad te sorprende. Se despierta una mañana en tu almohada sin que la hayas invitado a dormir. Y es probable que para algunos, represente un alivio, ese ansiado descanso frente a convivencias infelices o llenas de rispideces que amargan el sabor del café de la mañana.
Pero para otros, suele ser un imprevisto. Y esa falta de preaviso hace que cada espacio parezca salido de su lugar habitual; que cada hora dure más de sesenta minutos y que cada botella de vino tarde una semana en terminarse…
Todo pasa a ser medible. Todo se compara con otra época.
Esa falta inmanejable de la presencia de otro se torna el tema central de cada día, y se apela a todo tipo de mecanismos alternativos que eviten demostrarte que: “estas sola”.
El entorno en algunos casos pretende ser más considerado de lo normal, y plantea programas chinos con la mejor voluntad de ocuparte algunas de las horas de esta nueva desgraciada vida, en donde te reconoces como una desafortunada dependiente afectiva de eso que “no está más”; sin embargo, tu conciencia, por más esfuerzos que hagas, no deja de recordarte al poner la llave en la cerradura de tu casa, que “no hay nadie esperándote”.
En cualquier circunstancia, sentirse solo le cambia el color al paisaje. La gran ciudad abarrotada de personas logra parecer una selva impenetrable y sórdida en donde nadie percibe tu presencia; el mar aunque esté bañado de estrellas se ve gris, opaco y su arrullo conmueve, moviliza internamente. Hace que te sientas más sola.
Entre ola y ola, vuelve a aparecer la sorpresa íntimamente, y analizás cuándo fue que dejaste de compartir tus cosas; cuánto hace que simulás escuchar las conversaciones de todos en la mesa; cuándo fue la última vez que te viste en los ojos de los demás sin poder comunicarte, lejos de la realidad, inmersa en tus pensamientos, llena de sueños rotos y con el alma descascarada de tanto esperar.

lunes, 29 de marzo de 2010

Un mensaje de aliento

Candela Villalibre
Taller de Comprensión y Expresión
Año 2010


Si ella hubiera elegido otra profesión, quizás se podría haber quedado en su pueblo natal, viviendo protegida con su familia, sin grandes responsabilidades que hacer en su hogar, comiendo la comida de mamá, que es inconfundible. Pero no, eso no ocurrió. Todavía sin conocer muy bien la razón, decidió estudiar Periodismo y Comunicación Social en la ciudad de La Plata. Con el esfuerzo de sus padres se mudó a una ruidosa ciudad a la que no conocía, pero en poco tiempo pudo darse cuenta de que nada tenía que ver con el lugar de donde ella provenía.
Tal vez, si hubiera estado en su casa su madre la hubiera despertado con un beso en la mejilla y posteriormente un sacudón. Quizás el despertador del vecino hubiera sonado por interminables minutos, como solía ocurrir. Si algo de esto hubiera pasado, su primera clase del Taller de Expresión y Comprensión de textos hubiera comenzado distinta, porque se quedó dormida y llegó media hora más tarde.
A paso acelerado, transpirada y despeinada llegó al aula de su comisión. Con una sonrisa pícara y nerviosa dijo: - Buen día, perdón. Y se rió avergonzada. Nadie le respondió y detrás de ella se cerró la puerta, con un ruido que interrumpió aún más la clase. Buscó un asiento libre, abriéndose paso tímidamente y disculpándose por golpear con su bolso a la mayoría de los que estaban sentados. Finalmente encontró un banco libre al fondo del salón, estaba todo tallado y rallado con distintos nombres de agrupaciones estudiantiles, que hacían comentarios políticos y económicos de los que ella no estaba al tanto.
Esforzándose un poco para entrar cómodamente en el banco, (sus anchas caderas le complicaban el asunto) pudo sentarse y mirar al frente. Cuando logró entender lo que la profesora estaba explicando, dejó de hablar y dio la orden de comenzar con el práctico.
Le entregaron un papel repleto de consignas extensas pero, a simple vista, sencillas. Sin embargo, opinar sobre “el personaje del verano” cuando no había leído diarios ni revistas en todas sus vacaciones, o corregir las faltas de ortografía de una noticia sobre la Hiena Barrios, cuando siempre había rendido en febrero Lengua y Literatura, se tornaba un poco difícil.
Luego de mirar y analizar la tarea, sintió un nudo en la garganta y se llenó de preguntas a sí misma: ¿qué estoy haciendo acá?, ¿es esto lo que en verdad quiero estudiar?, ¿quiero estudiar?, ¿vale la pena el esfuerzo y gastar plata?, ¿soy capaz de lograrlo? Un grito pidiendo silencio la desconcentró de sus preguntas reflexivas, cortó con el momento melancólico y se cargó de coraje.
Escuchó como la docente hablaba con pasión de su profesión. Se sentía orgullosa y eso se transmitía a la clase. Aclaró que era una nueva y difícil etapa que íbamos a atravesar, pero no imposible. Agregó que la clave para recibirse era la voluntad y la perseverancia. No debían desanimarse ni volverse su propio enemigo.
Afortunadamente la ingresante emitió una tímida sonrisa, esos consejos cargados de energía la inspiraron para hacer el trabajo del día. Pensó mucho, escribió y cuando lo entregó se sintió aliviada. No había sido tan complicado, después de todo eran solo textos, lo más grave que podía ocurrirle era tener un error, y eso no era dramático.
Se fue de la clase contenta, con muchas ganas de volver al otro día e intrigada por lo que vendría. Descubrió que escribir le daba satisfacción, pero sabía que debía limar las asperezas de su estilo de narración, para poder expresarse claramente y de forma segura.
Ese jueves, a pesar de haber empezado con el pie izquierdo, se sintió contenta durante todo el día. Se había dado cuenta que haber tomado la decisión de estudiar esa carrera, no era en vano. Ahora tenía esperanzas, estaba naciendo adentro suyo la ilusión de ejercer esa profesión en su fututo.
Acostada y ahora más relajada, notó que una palabra de aliento, en el momento justo puede resultar fundamental para una persona. Ahora estaba convencida de lo que quería y tenía confianza en alcanzar su meta. Es por eso que para ella no fue un jueves cualquiera.

viernes, 26 de marzo de 2010

Cambios húmedos

Por Julieta Morón
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Tras el huracán, el agua no tardó en entra a la casa. Ella estaba embarazada, por lo que sus movimientos eran limitados. Intentó cubrir con mantas las filtraciones de la puerta y de las ventanas, pero el agua era cada vez más.
Su marido se había ido a trabajar en la mañana y la destrucción de rutas y puentes le había impedido regresar. Su única compañía era su hijo de cinco años que desde arriba del sillón miraba asustado cómo subía el nivel del agua.
Los vientos huracanados habían azotado su casa prefabricada durante casi una hora pero, afortunadamente, no habían causado daños importantes. Habían sido cincuenta minutos eternos, en los que los postigos se golpeaban y las tejas silbaban en el techo.
Ahora estaba sola. Su hijo no podía hacer mucho y la panza le estorbaba, pero era un peso que le gustaba cargar. Estaba agotada. Desde el momento en que todo había comenzado había corrido de un lado para el otro, cerrando ventanas, desenchufando aparatos eléctricos, y trabando postigos.
Cuando los vientos amainaron, creyó que todo había terminado, pero era sólo el comienzo. El agua seguía entrando y ya le llegaba a las rodillas. Su hijo lloraba en el sillón, y las mantas colocadas para frenar las filtraciones flotaban entre ellos. El agua era marrón y sucia. Comprendió que el río se había desbordado.
En cuestión de segundos, se encontraba hundida hasta las caderas, con parte de su vientre sumergido en aquella suciedad. Debió alzar a su hijo cuyos ojos estaban inundados de llanto.
Si salían, podrían ser arrastrados por la corriente, podrían separarse o lastimarse. Adentro el agua continuaba subiendo y no tardaría en cubrirlos por completo. Debía hacer algo, y rápido.
El agua ya le llegaba a los pechos, reservas de alimento para su bebé, que se encontraba bajo el agua. El niño se sostenía con sus pequeños brazos alrededor del cuello de su madre.
Tenía que arriesgarse y salir. Los adornos y muebles flotaban a su alrededor. Como pudo, alcanzó la puerta. Hundió su mano en el agua marrón y giró el picaporte. Una gran fuerza empujó la puerta de madera y la abrió por completo. Sus pies ya no tocaban el suelo.
Con el niño colgando en su espalda, salió de la casa sosteniéndose de aberturas y paredes. Alzó su mano y logró tocas las tejas que habían silbado con el viento. La corriente era fuerte y continua. No era sólo agua lo que golpeaba su cuerpo: ramas y objetos de madera chocaban contra ella. Todo parecía una horrible pesadilla.
Le dijo a su hijo que trepara por su cuerpo y subiera al techo, hasta lo más alto. El pequeño puso sus pies en los hombros de su madre, que se sostenía con fuerza de las tejas, y subió.
Estaba agotada. Las ropas mojadas le pesaban, su panza sietemesina era un estorbo. Estaba nerviosa, los pechos le dolían y le ardían los músculos de los brazos.
Quiso soltarse y flotar con la corriente, descansar. Pero el grito de su hijo la hizo reaccionar. Él reclamaba la compañía de su madre. Las fuerzas le nacieron desde su colmado vientre y logró trepar el tejado.
El agua ya no subía, pero desde esa perspectiva el paisaje era aterrador. Sólo se veían techos que emergían de la poderosa corriente, que arrastraba todo aquello que no estuviera sujeto al suelo. Sin embargo, se alegró al ver que no eran los únicos sobrevivientes: sobre otras tejas, otras personas intentaban recuperar el aliento.
Los helicópteros de ayuda no tardaron en aparecer en el horizonte, creando pequeñas olas marrones. Fueron los primeros del barrio en ser rescatados. Una camilla colgada de una soga los elevó hasta la cabina donde, una vez seca, mojó la manta que la envolvía: había roto bolsa. Pero ahora no estaba sola y, en verdad, nunca lo había estado.

La hormiguita

Candela Villalibre
Taller de Comprensión y Expresión
Ingreso 2010

El minúsculo ser vivo se siente aprisionado de repente por una gota que cayó del cielo, espesa, transparente y gomosa, que lo cubre por completo, le pesa y no le permite moverse. Sacude sus diminutas e indefensas patitas intentando salir de esa cápsula traicionera, que cuanto más se esfuerza por abandonar, más lo debilita.
Siente ira, bronca y desesperación. Esa superficie en la que se encuentra inmersa no le permite observar a su alrededor y nadie puede ayudarla. Se pregunta: ¿por qué soy tan indefensa?, ¿por qué me pasa esto justo a mí?, y lamenta haber salido de su guarida a buscar comida, quizás podría haber esperado un poco más.
El líquido la desorienta completamente, la tiene prisionera, como si ella fuera su presa con la que se entretiene y agota hasta conseguir su fin.
El insecto pierde de a poco las esperanzas, pero todavía le queda una: que cuanto antes salga el sol, seque su alrededor y la libere de ese infierno frío en el que esta sometido.

viernes, 19 de marzo de 2010

Grito desesperado

Por Gisela Robles
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
No me lo digas. Quisiera no escuchar. No quiero que me digas esa palabra que tanto lastima. No me lo digas. Quisiera no escuchar.
Nunca me creí una persona adulta. Siempre me consideré un adolescente que, al igual que un niño, lleva sus ideales dentro. No me lo digas. Quisiera no escuchar. Me van a arrebatar a esa joya que llevo dentro… ¡Mamá, me la quieren sacar!
Necesito ayuda. Necesito una vida. Un día no alcanza para poder asimilar lo que siento. Un día es tan corto, pero tan largo por la pena. Quisiera quedarme dormido y no despertar más.
El tic-tac del reloj resuena en mi mente, como balas que ya empiezo a escuchar. El miedo y el paso del tiempo son inexorables, pero quisiera acabar. ¡Mamá, ayudame, me quiero quedar!
La guerra no es como en las películas. En la realidad la gente muere y sufre de verdad. El dolor crispa los sentidos, corroe el significado de la vida, y hunde tu mirada como el Titanic en el mar. ¡Mamá, yo apuesto a la vida, me quiero quedar!
Mamá. Mamita. Ayudame mamá. Porque a la guerra voy solo y necesito una mamá. Que me mime, que me ame y me pueda socorrer. Que me pueda tapar los oídos cuando ya no pueda ver.
Mamá. Mamita. Quisiera no escuchar. No me digas que mañana, quizás, ya no vuelva más.

Con todo respeto

Por Guadalupe Reboredo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009


Las imágenes que volaban detrás de la ventana comenzaron a estancarse. El campo, antes visualizado como apenas unos manchones de diferentes verdes, aparecía ahora nítido y poblado de vacas. Era un paisaje hermoso, repleto de hojas de variados colores, producto del otoño que se cernía sobre aquellos pagos sin haber alterado aún, en demasía, las temperaturas de la estación anterior. Sin embardo, del otro lado de la ventana, los espectadores no se veían ni contentos ni interesados en la belleza que tenían enfrente. Muy por el contrario, los cientos de pasajeros, en su mayoría estudiantes y empleados, se notaban alterados, enojados y, sobre todo, apurados.
-No puedo creer que otra vez lleguemos tarde, ¡estoy harto de estos trenes de mierda! ¿A qué hora se supone que tengo que salir para llegar a las ocho? No puede ser- expresó, furioso, un hombre de traje a un compañero.
-Claro, después sus trámites se atrasan, y la culpa siempre la tiene uno, o la tiene la justicia, ¡pero qué equivocados que están! La culpa la tienen los trenes de mierda estos y las pocas vías que hay en el país, por supuesto. Y después el jefe se queja de la falta de compromiso, ¡¿Cómo voy a llegar a horario si esta máquina frena una hora?!
-Lo que pasa es que esto no lo controla el Estado, este tipo de situaciones no se pueden prever, viste. La única que nos salva es que en el laburo nos crean, porque saben que vivimos lejos, y sino que nos pase a buscar el jefe, ya que tanto le gusta mostrar el BM- contestó su colega.
-Ustedes tienen suerte- opinó un muchacho- Si yo fuera a laburar no me importaría estar acá varado. Yo hoy tengo un parcial, y encima el profesor es un viejo de mierda que no te perdona una. La semana pasada me pasó lo mismo y falté a la cursada; no me daba la cara para entrar cuarenta minutos tarde.
- Es como digo yo- continuó el primero en expresar sus opiniones- Estos hijos de puta no paran de romper las bolas. Es lo único que les importa: joder al resto, cuanto más los jodan mejor. Si al final son siempre los mismos, me juego entero que este anduvo en algún piquete, y sino seguro que anduvo afanando por ahí, porque los de este tipo son los que se aburren de ser un cero a la izquierda, los que no encuentran otra manera de joderte y te cagan el viaje a capital, cuanta más gente en el tren mejor.
- Tenés razón- añadió un pasajero que no había hablado hasta ese entonces- Es otro intento de llamar la atención, aunque a mí ya ni siquiera me sorprende, a mí solamente me caga el trayecto. Pero ¿qué se le va a hacer? Parece que es obligación levantar los restos.
- Yo sinceramente no los levantaría, no se lo merecen. Esa gente que se tira a las vías no tiene respeto por el prójimo, no tiene respeto por ninguno de nosotros- levantó la voz- No tienen derecho a acostarse en los rieles, así que ojalá empiecen a usar otros métodos, porque yo estoy harto de que molesten.
A la media hora el tren volvió a arrancar. Los pasajeros vitorearon, contentos.

jueves, 18 de marzo de 2010

La Marea

Por Julieta Morón
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009
Las olas avanzaban, agonizando, hasta desaparecer entre los granos de arena. El mar las reabsorbía, las reciclaba y las paría. Recién nacidas, las olas crujían, se levantaban y volvían a caer para ser sólo espuma.
La arena estaba caliente, ondulada, virgen. Nada vivía en ella. El hombre avanzaba, tambaleante, quemando sus desnudos pies. Pero sus huellas no eran pisadas, arrastraba algo. Una estela se dibujaba en la playa.
Su cuerpo, inclinado hacia delante, tironeando, errando, luchaba con el peso de un cadáver. Pero la culpa ocupada el lugar del dolor en su mente.
El cuerpo era mediano, blanco, frágil. Las ondas de la arena lo hacían bailar. Sus cabellos se enredaban y se llenaban de arena.
Cuando lo hubo arrastrado hasta un médano, donde unos juntos y matorrales se erigían inmutables, se detuvo. Miró a su alrededor, no había nadie. De fondo, sólo el bramar agonizante de las olas. Volvió a tomar los finos tobillos del cadáver, avanzó hasta un lugar donde la vegetación obsequiaba sombra, y lo dejó. No quería que el sol lo dañara.
Dio media vuelta y se secó la frente. Suspiró. Dando pequeños saltos fue bordeando las plantas, refugiando sus pies en la arena fría.
De pronto, un sonido se distinguió del extenuado rugir del oleaje. Era el sonido de la vida. Lo hacía recordar al amanecer.
Se internó en un seco matorral. Con sus manos se fue abriendo paso, guiado por el llanto vigorizante. Avanzó hasta que vio, envuelto en una sábana rota, a un bebé con un tinte rosáceo en el rostro. Ya no sentía culpa, ni las quemaduras de sus pies, ahora sentía alivio.
Se había logrado el equilibrio, la cuenta era perfecta. Lo tomó en sus brazos y lo besó. Lo cubrió con la sábana y retomó su huella para el regreso.
Esta vez no era una estela, eran dos pisadas. El mar, imponente y sabio, reproducía la escena. Absorbía una ola moribunda, espumosa, y le daba fuerza para volver a nacer.

El otro velorio

Por Martina Dominella
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009


Sinceramente, porque si algo podía rescatarse de toda la situación era su sinceridad, había dejado de entender a qué se remitía ese ritual alrededor suyo en el preciso instante en que salió del hospital y un coche fúnebre lo llevó hasta la sala mortuoria. Al principio todo se disponía como una escena de cine, como en tantas de las películas que había visto en su vida. El clima era atemporal, etéreo, impersonal. Un pequeño recinto amoblado con algunos sillones acomodados alrededor del ventanal, una docena de velas todavía apagadas y coronas de flores como única decoración del lugar.
Con el transcurso de la tarde se acercaron pequeños grupos de personas –familiares, amigos, conocidos-. Nadie entraba solo. Se preguntó cómo se habría enterado cada uno de la ceremonia. Reconoció que el protocolo del velorio implicaba, como primeros requisitos, un riguroso atuendo negro y miradas ojerosas. Tristeza y hablar sin nombrar al muerto. Tazas de café y olor a claveles. Escuchó reiteradas veces la palabra pésame, casi como una reacción automática de quienes se iban acercando, sin llegar a comprender del todo su significado.
Pensó en sus muertos. Se vio a sí mismo, con los ojos llorosos y de riguroso negro, ante el cuerpo de su padre, del hijo menor de la familia Oller y de un amigo de la infancia. Pero, ante todo, se vio pasando numerosas veces por el frente de la sala velatoria camino al trabajo, ignorando o mirando de reojo a la gente que se agolpaba en la entrada o salía a fumar un cigarrillo. En cada paso hacia la esquina intentaba pensar en otra cosa, como si una simple mirada intensa fuera un presagio de muerte.
Al final de la cuadra, agradecía no ser él uno de los que se agrupaba en la puerta del lugar intentando distraerse, hablando del clima con desconocidos u opinando acerca de cómo seguiría la vida de los familiares después del deceso. Pensaba en el trastorno que implicaba un muerto: la interrupción de la rutina, la asistencia obligatoria a un ritual vacío, la evasión a las preguntas, las cuestiones religiosas, el llanto penetrante de las mujeres y, posteriormente, la boleta bimestral de la parcela del cementerio municipal recordando, con insistencia, la muerte.
Entre esas evocaciones, no percibió que la sala se había vaciado paulatinamente. Un hombre recorrió el lugar retirando las últimas velas encendidas y juntando las tacitas de café. ¿Cuántas veces habría pensado en la muerte ese hombre, conviviendo con ella a diario?
Desde su postura inmóvil percibió que las luces se apagaban y escuchó, o creyó escuchar, al hombre decir este es el fin de la muerte, la muerte ya no existe.