lunes, 25 de octubre de 2010

Carta abierta a la juventud

Por Milena Plácido
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010

La Plata, 7 de septiembre de 2010


¿Por qué parece que cada vez tenemos menos tiempo?
Estamos llegando a mediados de septiembre y el comentario sobre la fugacidad de los días subyace en cada expresión, dibujando los rostros, apurando pasos agitados, con la apremiante sensación de estar desperdiciando el tiempo.
Las cosas cambiaron para nosotros, y las horas de juego están mal vistas. El cronograma que se impone absorbe todas las energías y tiende a normalizar el espectro de personalidad, para introducirnos lo más pronto posible en la vida productiva. La vida funcional, encasillada y tan bien pensada por instituciones que no nos conocen y que diseñan nuestro presente con un estilo único y restringido.
Las regularidades horarias, la costumbre prestada a la ética, la satisfacción de los padres, la competencia que se incentiva como valor primordial, la trillada visión de un futuro digno y un lenguaje que articula estas presiones con actividades que nos mantienen dentro del tiempo (o fuera de él) se encargan de quitarnos la elección, la recreación y, especialmente, la reflexión.
Hay instituciones que diseñan productos destinados a que no pensemos. Hay empresas que colapsarían si todos juntos detenemos de pronto esta marcha agobiante, que nos está convirtiendo en los zombies de las películas que se producen para entretenernos,
No podemos dejar que nuestro tiempo sea la materia prima de los negocios que dominan el mundo.
No quiero ver que las Playstations y las computadoras sepulten las plazas y el mate. No quiero entender la articulación entre los juegos virtuales de combate y la lógica de las guerras cuerpo a cuerpo que se libran en el mundo.
No puedo saber que la música tenga que relacionarse con discotecas y boliches apiñados de gente con sustancias que intentan evadirnos de lo real.
No quiero observar cómo las luces encandilantes de imágenes lejanas corroen la tinta de los libros, consumiéndolos hasta reducirlos a cenizas.
Quiero que nos tomemos un tiempo para pensar en quiénes somos y en quiénes quieren que seamos.
Sólo después de eso podemos plantear quiénes queremos ser y tal vez elegir.
No podemos llegar a una primavera con la angustiante sensación de haber perdido el tiempo. El proceso que atravesamos es un aprendizaje, y como todo proceso, requiere de un tiempo de maduración.

Milena Plácido

miércoles, 13 de octubre de 2010

Desde lejos

Por María Bernardita Sadi
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


Día soleado, mucho viento. Sentada en la terraza de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, el olor a café proveniente del buffet invade el cuadrado de cemento. Enfrente del mismo veo un gran descampado, solo allí hay un árbol seco, sin hojas. A los costados un gran paredón de cemento divide el baldío de la calle. A pesar de no estar habitado, el pasto está corto, como si alguien lo hubiese cortado hace tan sólo pocos días.
A la derecha del descampado hay un edificio, parece ser una fábrica. Un gran andamio cubre el costado de la misma. Allí, a una gran altura hay cuatro personas trabajando, arreglando algo. Me da miedo. ¿Y si se caen?
Sin embargo, veo que están agarrados de una soga. Uno de los obreros está al filo del andamio, al borde del precipicio. En su mano tiene un taladro y cuando pone en contacto este con el metal salen chispas. Sin miedo alguno camina por la estructura. Ya no puedo verla, el temor a un accidente hace que mire para el otro lado del paisaje.
Las casas parecen precarias, en una esquina veo otro gran terreno. En este si hay gente. Es una cancha de fútbol, lo más parecido a un potrero. En el medio del predio a un costado hay una pequeña casa, pintada de azul y blanco con un escudo, parece el de Vélez Sarsfield aunque nunca escuché que esa institución tuviera una canchita en La Plata.
El pasto no parece haber crecido mucho, el color de la tierra seca predominan en casi todo el predio. Los arcos no tienen redes, aunque supongo que las pondrán cuando hay partido. Hay una sola tribuna que si mi vista no me falla tiene unos diez escalones. Me hace acordar a la cancha de Estudiantes, sobre todo por los tablones, aunque los colores que predominan no son de mi agrado.
Un hombre vestido con un enterito marrón claro y gorra está recorriendo el campo de juego, ingresa a la pequeña casa y a los pocos segundos sale con una gran bolsa. Se ubica cerca de uno de los arcos y empieza a tirar algo. No logro ver qué es.
Por lo que intento entender, está tirando semillas al pasto. ¿Eso hará que crezca? No tarda más de cinco minutos en realizar su trabajo, deja la bolsa en la casita azul y blanca. Se dirige hacia la esquina del campo de juego, agarra un bolso blanco, se lo coloca en sus hombros y se va. Su tarea parece haber terminado.
Supongo que en poco tiempo, cuando vuelva a ver la canchita el pasto habrá florecido.

Desde la altura.

Por Pilar Sadi
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo



Salí de cursar en la facultad. Me fui al balcón, ubicado en el tercer piso. Es una terraza grande, con algunas sillas distribuidas en forma desordenada. Me compré un café y me puse a observar los alrededores. Era un día caluroso de septiembre. El sol me daba en la espalda. De fondo el ruido de un taladro. Al lado hay una fábrica y todos los días hay obreros trabajando en las alturas. Enfrente mío un terreno baldío grande. La superficie en su mayoría verde, un pasto cuidado y corto. A los costados montañas de ramas, pastizales y basura que afean el paisaje. Sobre un costado pilas de cajas. No alcanzo a entender que son. Hay amarillas blancas, naranjas. Una arriba de otra. Alrededor de veinte columnas de cajitas. Al fondo un paredón. No muy alto, de color gris. Detrás se pueden ver dos arcos de futbol y una especie de tribuna chiquita con dos arcos de fútbol y una especie de tribuna chiquita con dos bancos a sus costados. Dentro de la canchita dos camiones y un tractor juntan tierra en una de las esquinas del campo de juego.
Sigo observando. Una leve brisa despeina mis pelos. Hace un poco más de calor. Sigue el ruido constante del taladro. Siento aromas. Por un lado el olor de lo que están soldando o quemando en la fábrica. Por otro lado el humo del cigarrillo del compañero que está a mi lado.
Me acerco un poco más a la baranda. Más pasto, esta vez un pasto quemado y más largo. Veo algunos desniveles. Además en el piso se divisan cinco caños de color naranja de distintos tamaños. En el costado derecho una casilla abandonada, sin puerta, atacada por el moho. Tiene el techo bordó, con un gran agujero. Parece haber sido una rama caída de algún árbol que la cubre.
En total la cubren tres árboles, dos adelante que están secos y sin vida. El restante tiene una gran copa verde.
Pero lo que más me llamó la atención fue un auto. Sobre uno de los paredones una camionetita Citroen vieja, de color azul. Parece abandonada. Sus ruedas están desinfladas y hundidas en los largos pastizales.
Se esta nublando pero los rayos del sol pegan sobre mi pantalón negro. Decido irme, pensando en volver, porque desde la altura pude ver cosas que nunca había observado. Los ruidos, olores, colores y texturas en un mismo paisaje.

La invasión

Por Luciana Lis Ayala
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010

Sábado por la noche en la biblioteca. Yo no soy de esos tipos que salen a bailar o conocer chicas, por dos razones: no le encuentro el sentido y lo opuesto a lo que se piensa como “apuesto”; en fin, que no estoy cómodo conmigo.
Intento agarrar un libro en el estante más alto, pero Oesterheld se me cae junto a uno que no da su nombre, por lo que me llama la atención y lo alzo. Abro la tapa polvorienta; sólo tiene una página.
“Pruébame y verás”, leí y, debajo, unos trazos. Tuve que adivinar; parecía un lenguaje que no conocía. Miré a mi alrededor y como no había nadie vigilándome, me dispuse a degustar el libro. Entonces pensé qué estoy haciendo, me reí de mí y me agaché para juntar a Oesterheld que seguía en el piso.
En ese momento me sentí mareado, y comenzó a picarme todo el cuerpo. Comencé a rascarme desesperado. Sentí como si algo vivo comenzara a crecer dentro de mí. El dolor me enloquecía y me tiré al piso. Grité pero no había nadie, recordé. La picazón era tan fuerte que me lastimé, hubiera querido arrancarme la piel.
De repente vomité, si a eso se le puede llamar vomitar; es decir, me vomité a mí mismo. Salí de mí, con los ojos cerrados, como un bebé.
El dolor desapareció en un instante; sentía calma, paz. Cuando me animé a abrir los ojos encontré un cuerpo a mi lado: era el mío. Aunque se parecía, más bien, a un traje de hule, a un muñeco desinflado.
Entonces comprendí: ese resto de lo que yo era me invadía cada día y no me daba cuenta. Eso era lo que me molestaba: ese invasor.

lunes, 4 de octubre de 2010

Polenta quemada y fría

Por Santiago Goycoechea
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


En los primeros años de la oscura década del `80, fuimos capturados para cumplir con el servicio militar obligatorio. Una solicitada en la casa, caras largas en las familias. Por mi parte, estuve presente y firme el día de la presentación en el régimen militar. Obviamente todos ahí llenos de incógnitos, dudas, sobre el futuro dentro de un posible campo de batalla; y no sólo eso, si no llenos de preguntas sobre el destino de nuestra vida entera.
Y aparece él, con su vocecita tan tierna, sus bigotes candentes e inmutables, lleno de poder, basto de superioridad. Jugaba con nuestra inocencia, fue por eso que cada día nos revelábamos más, por ese verde tan apagado como sucio. Con el tiempo pude ver qué sucias estaban las mentes de los cabos y jerarcas.
Como así sin más, y por esas cosas numéricas que aún no logro entender, por siete numeritos me tocó ir a Malvinas. Soy villa, y los Villafañe, ya no fueron. Hacía algunos días que Galtieri se había emborrachado en Plaza de Mayo con aquel discurso incoherente, pero, asumiendo mi responsabilidad como ciudadano, acepté ir.
Salimos desde Chascomús, donde no me iré nunca, tres días antes de embarcar para las islas. De los 40 que salimos, conocía a un poco más de la mitad de la delegación. Llegamos a Comodoro a las pocas horas, y al general se le ocurre abrir en pleno vuelo. De boca cruzada, nos dijo “Vayan acostumbrándose pibes, en tierras bélicas hasta el viento se transforma en nuestro enemigo”. A varios de nosotros se nos llenó la boca de viento y no podíamos respirar, con todos los pelos revueltos, el General tenía razón.
Cuando llegamos al pabellón le dije “chau” a mi larga cabellera. El pelo me quedó como si yo, que no me corté el pelo nunca, me machacara agarrando la tijera con los pies. El frío se hacía sentir, aunque por entonces teníamos camperas buenas. Esperamos dos días en Comodoro, luego partimos en barco hacia las Islas.
Al llegar, nos esperaron en camionetas y nos comenzaron a separar. Ahora, solamente conocía a un solo compañero del pelotón. Pero, el detalle fue que desde la costa hasta las unidades, había un intenso barro movedizo donde hubo que pasar empapando nuestras camperas, sacrificándolas sin chistar. El Comandante había prometido camperas nuevas, pero en los refugio, que eran galpones con mesas cual comedor, pero de chapa y 20 metros de alto, escaseaba las migajas de pan.
El discurso, antes de patrullar la zona, era el más recalcitrante y patriótico. Nunca me cerró desde el punto en donde se paran los militares para hablar de próceres, de familia, de la idea de triunfar no sólo en el campo de disputa armada, sino en la vida. En fin, en mi cabeza, la motivación era una película totalmente diferente. Por dentro pensaba, es demasiado iluso, cuestión de vida o muerte, no desgarres de amor estos corazones, que estamos para eso, ese discurso es para la vuelta. Tal vez, era más saludable amoldarme a mis sensaciones mientras veía a ese sujeto alienándose, en forma de cámara lenta.
Todo se resumía en un “de repente”, porque nos encontrábamos dos días haciendo chistes y riéndonos para pasar el momento y olvidar las palabras “apunten” y “fuego”. Pero todo se hundía cual acorazado derribado, y otra vez al frío, a la guerra. Instante que fulminan e iluminan las explosiones, ese verde frívolo se desgarra y se mancha de sangre y de gritos de agonía como nuestros corazones, nuestras mentes, nuestras historias. El frío no me dejaba coordinar, el plato de polenta fría no me sacaba el hambre, hay cuerpos que gritan asistencia. Vidas y muertes, entumecedores pensamientos que se quedaron y que ya no volverán. “Viva la Patria carajo”, gritaban los que tomaban café…

Mi vida en el peor sueño

Por Manuel Iglesias
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


Malos pensamientos atormentan mi mente, no puedo despertarme y quedo perplejo ante los estallidos de explosivos que vienen sonando detrás de mí a medida que corro agotado por ese camino sinuoso lleno de autos y de muertos vivos hambrientos.
Es sólo el comienzo, pero tropiezo, me caigo y cada vez el fin está más cerca. Si despierto me puedo salvar, si no, estoy en peligro, con un pie dentro de los cielos eternos o tal vez del cruel infierno, aún no lo se.
Miedos hay muchos, el de morir es el principal, esos rostros putrefactos que me persiguen, siguen a un cuerpo vivo como lo hace un perro con su dueño, me insertan cada vez más en una paranoia eterna y voraz que puede ser trágica.
El sueño es longevo, logro seguir en pie luego de levantarme, el piso me confunde al estar mojado, mis botas se hacen cada vez más pesadas, mi pantalón sucio se cae a cada paso que realizo, la camisa ya casi no existe si no que retazos de ella me brindan un poco de calor en este momento. De todos modos, no es necesario pensar en eso, es preferible cuidar mi espalda de todo lo maligno y oscuro que me rodea, estoy solo en medio de una nebulosa enferma.
Una plaga de entes insanos que buscan mi cuerpo como un aporte de energía o mejor llamado como una comida más. Mientras identifico las características de ellos siento impotencia por no poder hacer nada para terminar con esto, solo me queda correr, matar a los que pueda y seguir avanzando en la ciudad emergente que antiguamente se hacía llamar Londres.
Creo haber visto antes alguna criatura de estas, como de las películas de zombies realizadas desde los ’90. Tenían todo el rostro blanco y deformado, lleno de cicatrices pero con una forma humanoide; solían ser flacos, gordos, medianos, altos y bajos, de gran variedad; caracterizados por gritar con una potencia similar al rugido de un león africano en medio de la jungla; y con sus vísceras hacia fuera; muertos pero…vivos.
Me voy acercando al centro de la urbe, donde supuestamente haya más humanos que ayuden a calmar mis nervios y obviamente, dispuestos a terminar con los zombies de a poco, por más de que sean miles. Esprintar se volvió lo que más hago desde hace más de 1 hora y media, como también lo es, esquivar físicos abominables, malignos y asquerosos, enviados para matar.
Necesito detenerme, observo el panorama y por primera vez en la tarde londinense todo parece calmarse. No hay zombies y ni ningún ruido se hace presente en el momento que el sol comienza a bajar, hasta que desde dentro de un automóvil ubicado aproximadamente a cinco metros de mi posición, un olor nauseabundo comienza a salir, creando un escenario parecido al de un matadero en el que toda su carne está podrida.
Me mantengo despierto, mirada fija sobre el auto, parece ser un BMW viejo pero en buen estado, color rojo, tiene su baúl abierto y está obstruyendo el paso definitivamente, sin dejarme avanzar. El deseo de saber qué hay ahí es mayor a medida que no le quito la vista. Sin embargo ese aroma despectivo, feo e insoportable me obliga a alejarme un poco de hacerlo. Entre tantas idas y venidas, tomo un palo que había tirado cerca de una casa, y despacio voy al encuentro de ese algo, que no se lo que es.
La noche ya cayó, la visibilidad es casi nula, confió en mi sentido auditivo casi por completo, pero no es suficiente. Varias pisadas, como si una estampida de rinocerontes estuviera llegando hacia mi, logran alejarme del auto, percibir qué pasa y hacerme tomar una decisión en fracción de segundos que pareció una eternidad.
Un vórtice extremo de sensaciones y miedo tomó mi cuerpo prestado por un rato incierto. No tuve tiempo de pensar, me libré a los pesares del destino y a jugar una carta fuerte por mi vida. Me quedó esperar para saber de los causantes materiales de esos sonidos fuertes y contundentes que hacían vibrar el piso constantemente.
Presentía el final, la concreción de alguna acción salvadora era demasiado para mi cuerpo pálido, lleno de expresiones de horror en el rostro, lágrimas que rozaban mi piel lentamente en camino hacia mi boca escribían lo peor de una etapa confusa en mi existir como humano en el mundo.
Estar atrapado en una ciudad infectada de gente muerta que vive para asesinar sin razón, carnívora y con intenciones perversas no es una recomendación típica de una agencia vendedora de viajes de placer.
Por último, el paisaje bizarro, negro, apocalíptico, devastador, sangriento, y a veces, parte de una pesadilla… resultó ser simplemente eso, después de que abrí mis ojos rápidamente y el ambiente era otro en un santiamén, lleno de una sensación de gran alivio y placer que no puedo describir más.

Pinzas y cuchillos

Por Facundo Galland
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo



Todo estaba oscuro. El lugar parecía desconocido para mí. Sobre una mesada pude ver elementos de cirugía, pinzas, cuchillos. Al parecer era una sala de operaciones. Todo era muy antiguo y descuidado. Las paredes estaban cubiertas de humedad. Al parecer en el pasado había sido una antigua clínica.
Yo estaba acostado en una especie de camilla. Tenía las manos y pies completamente atados. Era imposible escaparme de allí. Sobre mi pecho tenía un trapo cubierto de sangre. AL parecer no era mío pues no sentía dolor. Trate de gritar con todas mis fuerzas. Nadie pudo oírme.
Era intenso el dolor que sentía en mi cabeza. Quizás me habían golpeado o suministrado algún tipo de droga para dormirme. No sabía que tipo de locura harían conmigo. Intente soltarme por mi mismo. Estaba muy bien amarrado y no tenía demasiadas fuerzas para realizarlo.
De repente oí un ruido. No tenía ni idea de quién podría aparecerse. Trate de hacerme el dormido para escuchar lo que decían. Entraron dos hombres. Eran altos y muy corpulentos. Uno era más rubio y tenía una cicatriz en la cara. Comenzaron a hablar entre ellos pero yo no podía oír lo que decían. Sudaba terriblemente.
Agarraron las pinzas y cuchillos. Estaba atemorizado. Se pusieron al lado mío. Me tocaron el pulso para ver si había signos vitales. Sentí el filo del cuchillo sobre mi estómago. Estaba a punto de desmayarme cuando de repente salieron de la habitación. Era mi momento para escapar.
Traté de acercar a una de mis manos el cuchillo que dejaron sobre mí. Debía ser lo más silencioso posible o sino alguien se daría cuenta de mi huida. Finalmente lo logré. Tomé el cuchillo con mi mano izquierda y comencé a cortar la soga. Empecé por la de mi mano derecha y luego la de mis pies. No sabía qué hacer. Quizás en ese lugar se encontraban otras personas. Tomé el cuchillo y me asomé al pasillo.
Al parecer no había nadie. Me animé a seguir caminando. El lugar era muy viejo y con muchos pasillos. Al observar dentro de una habitación quedé aterrorizado. Había tres personas más atadas como yo. Traté de no acercarme para no llamar la atención. Debía liberarlas o algo horrible iba a sucederles.
Traté de buscar a los captores. Al parecer, nadie más se encontraba en el lugar. Seguí caminando. Entré a una especie de cocina y noté que mucha sangre cubría todas las paredes. Había cuchillos en el piso y rastros de ropa desgarrada. Al parecer alguna especie de lucha había sucedido allí dentro. Seguí caminando.
A mi derecha pude observar una especie de sala de cirugías. Allí se encontraban dos camillas y una mesa con muchos cuchillos y pinzas. Venían ruidos de esa habitación. Trate de acercarme lo más que pude. Ahí estaban. Eran los dos que estaban a mi lado en la otra habitación. Al parecer, estaban preparando todo para una operación. Ese podría ser yo, así que debía actuar de inmediato o mi vida correría peligro.
Traté de ocultarme para planear lo que iba a hacer. No tenía demasiado tiempo. Pronto volverían a buscarme. De repente uno de ellos comenzó a acercarse hacia donde yo estaba. No sabía qué hacer. Tomé fuertemente mi cuchillo. Él no podía observarme. Lo debía tomar por sorpresa. Cuando lo tuve cerca de mí le clavé el cuchillo en su pecho y comencé a correr.
No encontraba la salida. Seguí corriendo. Al ver que nadie me seguía me oculté en un lugar seguro. No podía escaparme y dejar a las otras personas allí atrapadas. Tomé coraje y volví sobre mis pasos. Siempre aferrando fuertemente el cuchillo sobre mi manos. Debía encontrar la habitación para liberar a las demás personas.
Finalmente la encontré. Allí estaban los tres amarrados. Me acerqué a uno de ellos y traté de liberarlo. Trataba de decirme algo. Le aflojé la venda que tenía sobre su boca para comprender lo que trataba de explicarme. En el instante en que me decía cuidado detrás de ti, sentí un enorme dolor en mi cabeza.
Cuando me desperté estaba nuevamente atado sobre la camilla. La cabeza me dolía demasiado. A mí alrededor estaban los dos hombres. Les pregunté qué iban a hacer conmigo. Al oír su respuesta el terror invadió mi cuerpo. Me iban a quitar todos los órganos de mi cuerpo.
Comencé a gritar con toda mi fuerza. Pataleaba y movía mi cuerpo para poder liberarme. Todo parecía inútil. Nada tenía resultado. Había llegado mi momento. De mis ojos comenzaron a caer lágrimas de bronca. Ya no podía hacer nada. Al sentir el cuchillo atravesar mi cuerpo me desmayé.
Luego me desperté tendido en mi cama. Estaba todo mojado. Comencé a examinar mi cuerpo en busca de alguna marca. Todo estaba bien.

El dolor de no pertenecer

Por Ariel Spini
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


En dos pueblos vecinos, donde abunda la pasión por el fútbol, apareció de la nada una nueva promesa. Capaz de eludir a cualquier rival y en sólo un segundo dibujar la gambeta más linda que se pueda ver dentro de un campo de juego.
Este chico, llamado Juan, que hasta el momento de su descubrimiento se encontraba tirando paredes con los árboles que luego debía talar, era distinto al resto. Como él, no había otro. Parecía ser la mismísima creación de Dios, cansado de ver tanta mediocridad en los partidos entre Arroyo y Campo Santo.
A pesar de tener siempre una sonrisa en la cara, curtida por el trabajo forzado que debía realizar, todo no estaba a favor de este muchacho. Su padre nacido en Arroyo, quería ver a su hijo derrotando redes con la camiseta celeste de su club. Por otra parte, su madre, de Campo Santo, tenía el mismo sueño que su esposo, pero con su hijo luciendo la tradicional casaca verde del equipo de su pueblo.
Desde los dos pueblos, buscaban al chico para brindarle distintos beneficios. Las lindas praderas del territorio santo lo atraían, pero no podía ser esquivo a la belleza de la laguna que vio nacer a su padre. El destino de Juan parecía no ser otro, sí o sí, estaba destinado a jugar al fútbol. En uno u otro de los equipos debía demostrar sus cualidades. Sin embargo a “Pepirreta”, apodado así por su abuela aludiendo a su buen estado de ánimo constante, no le interesaba jugar al fútbol. Lo único que le preocupaba era poder alcanzar un sueño: poder formar una familia estable.
Hasta el momento, con 20 años, no había podido encontrar una chica que no tenga como preocupación primaria llevar a Juan a jugar en algún equipo. Esto destrozaba los sentimientos del chico que veía como otros intereses se sobreponían a razones del corazón. La tristeza que sentía no la reflejaba en la cancha, en los picaditos con los amigos seguía siendo el encargado de alegrar los encuentros con sus firuletes.
Toda la decepción emocional, finalmente, en su cumpleaños 21, le ganó la pulseada a sus habilidades futbolísticas. En uno de los tantos partidos que jugaba con sus compinches se vio el cambio de pensamiento y la baja de nivel. Los murmullos de la gente ya se sentían, los dichos negativos sobre quien era su promesa, lo único que hacían era hundir cada vez más en una depresión al pobre joven.
Sin apoyo familiar, sin un hombro donde animarse, viéndose sólo entre dos pueblos con el único interés de una pelota, fue tomando decisiones que le perjudicaron la vida. En primera instancia buscó ayuda en el alcohol para perderse de a poco de vicio en vicio. Volviéndose una especia de zombi en las calles de los pueblos. Siendo señalado por quienes lo dejaron convertirse en eso. La vergüenza de sentirse humillado en todo momento llevo a este crack que nunca pudo demostrar sus cualidades al máximo a tomar una decisión definitiva. Una mañana fría del invierno, se despertó temprano, camino hasta el estadio Municipal, donde jugaban los dos equipos, y de un disparo se quitó la vida.
La muerte de Juan, a diferencia de lo que pensaba, fue en vano. Lo recordaron como el borracho que se mató en la cancha, sin entender el mensaje que trató de dar. Así como pasó la vida de él, aparecerá otro niño con habilidades parecidas y se vera en un mismo problema. La cruda realidad terminó con quién podía alegrar los domingos.