viernes, 17 de diciembre de 2010

El sueño del aullador

Marcos Isla Burcez

Taller de Comprennsión y Producción de Textos I

Extensión Chivilcoy


Te veo llegar por la escalera del Concejo Deliberante y la emoción recorre mi ser como una corriente eléctrica. Estoy en el primer piso, triste y pensando en ti como siempre. Te sonrío y digo “hola”. Tú me sonríes también. Extraño en ti. Me acerco a tu mejilla anhelada, disfruto el instante del beso, percibo tu aroma de mujer que me da vida y es cuando sucede.

Desde tu perspectiva vez el momento en que salen de mi espalda y se extienden las enormes alas membranosas de murciélago. Sientes mis brazos rodear tu cuerpo y te aferras a mi, mientras que tus pies dejan de tocar el suelo y en tu estómago, el vértigo de la elevación.

No sientes el golpe en tu cabeza del vidrio del techo porque es mi cabeza la que golpea con un estruendo pero no hay dolor ni nada. Percibes mis fuertes brazos en tu cuerpo y los tuyos rodeados en mi cuello, cierras los ojos y disfruto de tu hermoso cabello azabache al viento como si tuviera vida propia. No quieres ver a dónde vamos, sólo escuchar el sonido del mundo. El frío no te congela porque tienes mi calor sobre tu piel.

Llegamos a alguna parte. Una cueva en lo alto de un acantilado que es mi guarida y hay una pequeña fogata. Afuera una vertiginosa imagen apocalíptica: una noche oscura, rugiente, llena de nubes que marchan arrastradas por el viento infernal y que, por momentos, deja ver una luna enorme y sangrienta. Abajo, el mar embravecido, olas enormes que golpean la base de la muralla hasta hacerla remecer, las rocas y los árboles se desprenden y caen al abismo cuyo fragor es tan intenso como el huracán.

Estás inmóvil, donde te dejé y me contemplas con la misma sonrisa que me obsequiaste en la escalera. No hay miedo en ti, sólo el amor que yo tanto deseo. Estoy de pie frente a ti. Mi silueta negra como la noche del acantilado se dibuja contra la tormenta. Mis ojos de serpiente rojos y fosforescentes y mi sonrisa de alargados dientes caninos. Soy Yog Sototh, el Eterno Demonio de la Soledad y Amo de los Vientos.

Te desnudas. Tu boca busca mi pecho y tus manos se deslizan por mis cabellos, mi nuca, mis hombros. Mis garras recorren tu cuerpo sin lastimarte, paladeo cada centímetro de tu piel, te beso y te penetro suavemente. Jadeas, eres feliz, yo aúllo. No dejo de acariciar tu hermoso pelo, mientras el infierno se desata cada vez más fuerte allá afuera y en el momento del éxtasis se escuchan las campanas infernales. Mía. Mía al fin.

En un tiempo sin tiempo, sin horas, las cosas vuelven atrás, al inicio. Te beso en la mejilla al final de la escalera y nos seguimos sonriendo por un segundo, mientras dan las doce en las campanas de la catedral. Hoy estoy lleno de tristeza porque ya no encuentro tu sonrisa.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Compañera del destierro

Por Álvaro Vildoza
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Hoy te vi diferente. Sentí por un instante que nos perdíamos. Desde un amanecer transatlántico me despediste como sonriendo.
Cuando gritaron el nombre del pasaporte al que tus dedos se aferraban bajaste corriendo. Era temprano y el sol no iluminaba todavía París. Pero él, mensajero de la Embajada, te entregó el telegrama. No se miraron a los ojos. Él no ocultó su sorpresa al comprobar que las identidades no se correspondían, y supuso entonces que sería otra salvación escrita en nombre falso. Merci respondiste con la timidez aparente del que esconde el nudo de la esperanza.
Cuando las leíste, las palabras sobre el papel te obligaron a dejarme. Esperé que lo hicieras de a poco. Tampoco a mí me miraste a la cara. Hoy, no como ayer ni antes de ayer, no vi cómo dejas caer tus párpados pesados al mirarte en el espejo.
Respiraste como para hacerlo, como siempre, pero no. No puteaste a la mano derecha, a esa trágica mano que empuñó la pala para cavar el pozo, ni a la carretilla que desplomó tu biblioteca en las llamas.
Tampoco te oí murmurar sus nombres, no necesitaron firmar para que los escuchases. No imaginaste las pesquisas, ni las voces temerosas de tus niños. Tampoco saboreaste las amargas lágrimas de ella, que juraba que no estabas.
No miraste el lápiz ni las hojas que decís prohibidas, que siguen esperando sobre la mesa. Hasta creo que no extrañaste a la Olivetti que dejaste guardada en el armario, tan lejos, sobre las cenizas de los manuscritos peligrosos.
La brisa que entraba por el vidrio roto empezó a enfriarse en octubre y ni siquiera te diste cuenta. No lo señalaste en el calendario porque pensás que jamás te olvidarás de este día.
Hoy no pude oler el café quemado que infecta el día entero al pequeño nuevo hogar que nos consiguieron. Ni te vi sentado sobre una de las dos sillas que se enfrentan, mesa, platos sucios, cartas y poemas sin escribir de por medio.
Esta tarde no repetiste sobre la agenda sus nombres, ni los dibujaste al carbón en el cuaderno Estrada que trajiste, ni releíste una y otra vez el rótulo apenas escrito en letra mayúscula con trazo aprendiz. Hoy no me dejaste acompañarte por la noche para contar las estrellas y escuchar las sirenas. No caminamos entre las tumbas de Montmartre, ni tu memoria vagó entre tus amigos muertos, asesinados por la desaparición, aniquiladas sus letras, sus verdades.
Hoy, un reservado empleado trajo un sobre dirigido a quien nunca fuiste, a quien con vergüenza llevas en la billetera, al que responde cuando los vecinos te saludan. Lo leyeron ambos, Jean Maustreau y vos, juntos dentro del mismo cuerpo, con los mismos ojos, con la misma garganta sin voz. Estamos todos. Bien. Y bastó por un momento, para que los sientas con vos; para que me dejes abandonada, conmigo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Sabía que vendría

Por Candela Villalibre
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Sabía que ese era el día, sabía que esa noche vendría. Las últimas semanas la sentía cerca, como si la brisa del verano naciente trajera su perfume, su sonrisa perversa, sus oscuros sentimientos. Aveces se peinaba y hasta podía jurar que detrás de su espalada ella soplaba su pelo. No se acordaba desde que momento su relación se había hecho tan intensa, cuando habían comenzado a conectarse.
Pero, de repente se encontró con que su carisma y sus ganas de vivir se habían consumido con el tiempo. Atrás quedaban los momentos de adrenalina, de juventud, de risas. Ahora tenía sueño, los huesos cansados, y las pupilas desgastadas. Estaba rodeada por un aura profunda y avasallante que la adormecía, y dulcemente la atraía a sus brazos, mientras debilitaba su alma poco a poco.
Ya no le importaba su alrededor, estaba cerrada en sí misma, esa extraña sensación la absorbía, penetraba sus pensamientos, dominaba su vida. Después de largas noches de sollozos, murmullos en el pasillo, vibraciones, recuerdos de su niñez que aparecían como ráfagas en su memoria y la confundían en tiempo y espacio, logró comprender de que se trataba.
Tanta cercanía transformó su alegría en lágrimas de nostalgia, luego su temor en curiosidad. Entonces la tristeza y la resignación se hicieron a un lado, para llenar su cuerpo de coraje y darle paso a otra etapa de la vida. Ahora entendía quien había venido a buscarla, por què estaba en todos lados seduciéndola, que quería conseguir. La intrusa se hacía presente sin asustarla, trataba de acercarse de manera suave, con paciencia. No quería llamar la atención, por eso la rodeadaba cuando estaba sola y estaba segura de poder penetrar en su mente.
Su alma se vistió de melancolía, su cuerpo agobiado se rindió ante la lucha. Pareciera que de a poco se fue desarraigando de todo lo que la ataba, y liberó su ser. Entonces un día llego ella… allí estaba sentada al lado de la cama, mirándola fijamente con sus ojos verde esmeralda, sus cejas oscuras, su pelo negro, y su aroma a jazmín. Era realmente hermosa, y con su rostro la invitaba a viajar, a explorar un universo distante. A través de su mirada, podía sumergirse en el más allá.
Sentía que caía por un abismo profundo, quería gritar pero en el fondo disfrutaba esa sensación de final. Cuando consideró que estaba preparada, su nueva amiga le acarició el rostro y la tomó de la mano con naturalidad, acostumbrada a llevar gente de viaje. Juntas se desviaron del camino, juntas se alejaron de lo conocido.

Memoria de risa

Por Martín Fernández
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Memoria de no saber que pasó
Me moría por saber
Memoria de dudar y no reír
Me moría de ganas de morir
Memoria del pueblo que llora
Me moría porque pasen las horas
Memoria colectiva en construcción
Me moría sin entrar en razónMemoria de creer que aún hay pasión
Memoria de un disparo al corazón.

Mente en blanco

Por Bárbara Dibene
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Desesperada busca sombras, una prueba de que la luz aún existe. Se revuelve nerviosa, pero no consigue percibir las dimensiones de su cuerpo ni del lugar en dónde se encuentra. Intenta mover las pestañas, los brazos y los dedos de los pies. No tiene éxito y abandona la tarea llena de frustración.
Respira entrecortadamente, le cuesta mantener sus pulmones en movimiento. El aire es tan pesado y húmedo que se le atora en la garganta. Se le comprime el pecho ante la sensación de asfixia, pero sigue respirando.
¿Hace cuánto ya que está postrada, a oscuras, sin posibilidad de escapar? No puede contestar a esa pregunta. No tiene idea de cuál es la posición del sol (si es que sigue existiendo) en el cielo. Puede que sea de día o de noche. Para ella es indistinto, no cambia nada.
Pone la mente en blanco. Destruye las fotografías que la acosan, pero algunas tienen tendencia a regenerarse. El terror la consume, se la lleva a rastras hacia el foso más profundo. Mente en blanco. Fogonazos de rostros crispados y voces libidinosas.
El pulso se le dispara ante el recuerdo irrespetuoso de una mano de tacto impuro. Se marea por las nauseas. Esquirlas de hielo le pinchan el estómago. Se imagina verde, con los labios comprimidos para evitar vomitar los duros fragmentos derretidos.
Quiere gritar. Lo necesita con todas sus fuerzas, para lograr desprenderse del dolor y la impotencia. La voz no le sale, temerosa se oculta en un rincón del pecho. Algo parecido a un gemido se cuela entre sus labios pálidos.
Siente miedo. Un miedo devastador que arrasa con sus fuerzas. Está agotada. Llena de debilidad trata de volver en sí. Cree percibir cierto calor en su piel desnuda. Los párpados tibios se mueven un poco.
El tiempo sigue corriendo. Lento o rápido, pero se deshace en el reloj que aún lleva en la muñeca. Se duerme, en un sueño inquieto producido por el cansancio. La despiertan unos gritos. Alguien le saca la venda de los ojos (que no abre) y la toma en brazos. Se entrega a su victimario o rescatador, da igual. Mente en blanco.

* * * * * * * * * * * *

Pasaron días hasta que el miedo le permitió hablar. Siempre la seguía a todos lados. Le tapaba la boca con telas invisibles de acero oxidado. Se reía de sus palpitaciones y pesadillas. Sir ir más lejos, hacía su trabajo.
Al principio, podía mantenerla encerrada. La hacía llorar por horas. Luego, fue perdiendo influencia sobre ella. Ya no logró contenerla entre cuatro paredes, ni deshacerla en llanto. Pero aún podía maltratarle el sueño. Incluso hoy tiene sus pequeñas victorias en ese ámbito.
Uma puede dejar que las palabras broten. Puede recordar sin que se le contraiga el rostro. Puede reírse del miedo. Aprendió a hacerlo a un lado, y ser irreverente a su traje gris.

Octubre es del pueblo

"Volveré y seré millones."
Eva Perón


Un hombre sale al balcón, desde abajo vitorean. Alza una foto, pronuncia unas palabras, no se escucha claro, pero todos lo aplauden. Algunos pasan y miran aquel sector, levantan la vista, lo ven, sonríen. Alguien levanta el brazo y hace una V con los dedos. Hay quienes lo siguen y también forman la V, hay quienes prefieren flamear sus banderas.
Un hombre muy viejo lleva una radio al hombro. Acaba de entrar en la fila, un "colado", pero nadie se está por enemistar. El hombre baja la radio, grita una consigna, llora. Algunos también se emocionan, algunos charlan para opacar la emoción. El que no tiene dientes siempre inicia las canciones; como el hombre del balcón, ya ha aceptado su puesto, y lo disfruta.
Allí son todos amigos, o en todo caso compañeros. El enemigo está afuera, festeja, se burla, se relame los colmillos. El enemigo lo es porque existen dos veredas, aunque algunos insistan en la neutralidad.
Otra vez el hombre del balcón, otra vez flamean las banderas. Evita sonríe en la imagen que el un señor alza, y también protesta desde las remeras. Cada tanto vuelven los cantitos, a veces con bronca, a veces con euforia, y la tristeza parece evolucionar en lucha y las generaciones se mezclan en un aplauso general.
"No saben si volvió el camión del agua?" pregunta un anciano a un grupo de jóvenes. Ellos desconocen la respuesta pero ofrecen un mate y el frío no se hace presente aunque se muevan las copas de los árboles. Hay bares abiertos en las transversales; los de la calle principal no prestan sus baños, pero todos muestran en sus pantallas lo que ocurre en la Casa.
Hace siete horas que empezaron a caminar. El hombre del balcón los observa y se debate entre si bajar o seguir disfrutando de su efímera fama. Para los que empezaron al rayo del sol, se hace difícil refugiarse del clima de la noche, pero el calor de una multitud enardecida puede más que quince estufas.
Poco a poco comienzan a avanzar. El hombre del balcón ya bajó. Faltan horas pero ya se divisan las vallas, y alguien dice que vale la pena esperar. Corre el rumor de que en la recta final ofrecen sandwiches, a lo que algunos bromean: "Ven que al final vinimos por el chori?".
A las 3 de la mañana, aún falta para entrar. Agotados, sucios, siguen creyendo que es ahí donde tienen que estar. "Ahí en la luz se arma la fila", "Dónde?", "Ahí donde están los policías, después hay que ponerse de a dos".
Cerca, muy cerca, ya se ven las coronas. Las consignas se aplacan; ahora todo es respeto. "Dejen los carteles y por acá las flores "exige un policía casi en la entrada. Uno de los transeúntes se aparta, apoya un ramo de flores, saca un papel del bolsillo, lo pega entre los barrotes, y escribe con orgullo: Gracias Néstor.



Por Guadalupe Reboredo
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010

La soledad

Por Ignacio Catullo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010



El hombre estaba solo. Por más que intentara librarse de las ataduras, no lo conseguía. Nadie podía ayudarlo y eso sería motivo de desesperación en pocas horas. Se esforzaba al máximo para mover siquiera un dedo, pero era imposible. Las venas le estallaban por el esmero con el que luchaba contra el nudo tan cruel y eficazmente sujetado.
La oscuridad era absoluta; el silencio total. Sólo podía él sentir su propio cuerpo. La respiración constante, el latido cada vez menos sereno de su corazón, la soga raspar contra la piel de los antebrazos, cuando después de un tiempo indeterminado era capaz de vencer el dolor y mover, de forma casi imperceptible, ambas muñecas.
No recordaba por qué estaba maniatado en esa habitación húmeda, de paredes olorosas y suelo frío. Aunque no veía, podía imaginar fácilmente el verde musgo en los muros. ¿Dónde estaría? Un dolor de cabeza sin precedente no le permitía pensar con claridad. Nada de lo que había hecho en su miserable vida era motivo para semejante martirio. ¿Quién le habría hecho eso?
Sin noción del tiempo y casi habiendo perdido las esperanzas de que lo encontrases en ese agujero negro, intercalaba momentos de descanso y de esfuerzo, tratando de escapar. Nunca había sido un hombre fuerte ni dotado de destreza física. Tampoco su determinación era una característica que fuesen a resaltar de él. Ni siquiera contaba con el sentido de culpa como para, en la desesperación, pensar que se merecía algo así.
En ese contexto, era tan difícil salir de allí como darse cuenta de qué sucedía realmente. No se le ocurría un plan, no calculaba el tiempo, ni cambiaba de estrategia. El hombre se limitaba a hacer fuerza para romper los nudos. Mordía fuerte, apretaba los puños, cerraba los ojos y gritaba. El agotamiento era cada vez mayor y los períodos de lucha se desfasaban cada vez más respecto a los de descanso.
Sentía cómo las muñecas estaban lastimadas, aunque no podía verlas. Las sogas no parecían ceder. Finalmente, después de lo que él imaginó como dos o tres días, se durmió. Soñó con la muerte, con el vacío, con la nada. Cuando despertó, unas ocho horas después de haber sido atado, notó que era libre.
Se incorporó despacio, ayudándose con las manos doloridas a su alrededor, y caminó cuidadosamente por el lugar. Tanteaba con asco las paredes buscando una salida sin siquiera detenerse a pensar en cómo se había quitado las ataduras. Una vez afuera, sorprendido y encandilado por la claridad y sin saber a dónde dirigirse, pensó durante unos instantes. Mientras una lágrima caía por su mejilla derecha, volvió a ingresar a la oscura habitación y nunca más salió.