sábado, 17 de diciembre de 2011

La lucha de clases

Nicolás Quintaié
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Iniciaba el 2012 en Chile. Luis Orozco aparentaba ser un hombre normal: de unos cuarenta años, metro setenta, morocho, piel trigueña y flacucho. Sin embargo, estaba viviendo un calvario. Debía padecer la explotación en las minas durante doce horas al día para alimentar a sus famélicos, cuasi desnutridos hijos. Vivía en una villa miseria, a escasos metros de uno de los barrios más lujosos de Chile. La tendinitis, la artrosis, los niveles de toxicidad en el cuerpo y todo tipo de dolores, producto del trabajo sobreexigido, acomplejaban sus tareas. No obstante, el espíritu de lucha que poseía para continuar era inigualable.
Este sujeto era otra de las víctimas del sistema neoliberal impulsado por Piñera. Para palear la crisis internacional, el gobierno había caído en ajuste tras ajuste, a través de los consejos del FMI. Mientras tanto, parte de la clase media se proletarizaba. Los jóvenes debían trabajar ocho horas por día para poder afrontar la educación con fines de lucro que se dictaba. Y la clase trabajadora, encarnada en los mineros, debía soportar las concesiones del Estado que avalaban el usufructo de unos pocos. Había un capitalismo salvaje, a merced de los explotadores y los colosos financieros, que herían de muerte a la plebe.
Los intereses particulares y empresariales estaban enquistados en el poder, eran parte de la clase dirigente. El mercado anárquico era una de las de las premisas, orquestada a partir de la especulación empresarial. En efecto, las elites estaban en éxtasis y los sectores populares, desahuciados. Esta situación estaba sustentada socialmente por los Pinochetistas de clases medias y altas, que ejercían un pronunciado darwinismo social, manifestado en agresiones físicas y discursivas hacia los opositores.
Con el correr de los meses, Luis evidenció y tomó mayor conciencia de la marginalidad que planteaba el sistema. Lo que ganaba no le alcanzaba para comer. En ese contexto, vio cómo en la villa miseria en que vivía, su hijo de 10 años agonizaba producto de la exigua ingesta de alimentos. Orozco percibía que él era como un esclavo del siglo XVI en las minas, ante la opresión patronal, que coartaba su libertad. Pero no era un iluso. Este proletario tenía una prolífica formación para resistir, gracias a la influencia de su padre, otro obrero.
Ante la crisis, la tensión social fue en aumento. Las movilizaciones populares se repetían con asiduidad. Los opositores al régimen, principalmente la clase obrera y los jóvenes estudiantes, se habían aliado para derrocar a Piñera y a todos sus cómplices, para construir una sociedad que respondiera a los intereses de las clases oprimidas, y no de las elites económicas, empresariales y patriarcales de la derecha. Luis Orozco, luchador de alma, decidió unírseles.
En las manifestaciones, los rebeldes se distinguían por sus cuerpos famélicos, curtidos y rostros de tristeza, ocasionados por el hambre y el trabajo forzado. Multitudes se acercaban a la Casa de Gobierno, y allí encontraban la prepotencia de los carabineros, tutelados por Piñera.
Dado el activismo, el poder del resentimiento y su gran oratoria, el minero se erigió como el líder de los contestatarios. El hambre movilizaba y agrandaba a la muchedumbre. Orozco, por caso, organizaba saqueos para no morir de hambre y salvar a su familia, ya que estaba expuesto a ser detenido, o ejecutado furtivamente. Por otro lado, las disputas de clases continuaban su proceso de radicalización. La burguesía y los altos estamentos conservadores decidieron armarse y actuar como milicias para defender el modelo. Los subversivos exclamaban “igualdad y revolución”, los retrógrados preferían el “orden y la estabilidad”.
A principios de noviembre, Piñera evidenció que la represión oficial no había sido suficiente. Declaró el Estado de Sitio, lo que habilitaba a los carabineros a utilizar balas de plomo para disuadir. El enfrentamiento se tornó en una guerra civil, en una infernal barbarie. Una semana atrás, acaeció otra enorme movilización, ya que el gobierno continuaba con su tesitura.
Francotiradores, carabineros y milicias conformadas por las elites dominantes constituyeron la defensa al régimen. Luis Orozco estaba comandando las acciones de la ofensiva armada contra el Palacio de la Moneda. Repentinamente una bala anónima le perforó la sien y lo dejó sin vida, en medio del estupor general, que veía cómo se desangraba y agonizaba, con un enorme charco de sangre en rededor. Miles de rebeldes fueron encarcelados, malheridos y asesinados. Pero prometieron continuar con su lucha. . “No matamos a un hombre, sino a sus ideas”, piensan hoy los verdugos y los defensores del modelo.
¿Servirá la figura del mártir para que las clases populares logren vencer a Piñera y sus cómplices sociales, y así configurar una sociedad que responda a los intereses de la mayoría?
El tiempo lo dirimirá. La batalla no se diluyó, apenas comenzó.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Del Gueto a una vida HD

Lucía Menchini
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Mariana tomó el vaso de agua y lo bebió hasta el último sorbo. No sabía si era de alguien más, o sinceramente, no quería averiguarlo. Hacía más de un día que ese líquido no recorría su garganta, y la incapacidad de seguir produciendo saliva estaba matándola de sed.
-¡Soltá eso!-, surgió de la nada.
Mariana sin poder desprenderse del recipiente plástico, echó a correr, dividiéndose entre la insuficiencia respiratoria que le podrucía el humo de la calle y la desnutrición que comenzaba a solapar sus contornos.
Cuando creyó verse segura, metió la lengua y arrasó con las gotas próximas, quién sabe cuándo volvería a tener la suerte de encontrarse con agua.
-¡Te tengo!¡Sos una ladrona!, ¿por qué tomaste mi vaso? Ahí conservaba la fuente de la vida, y vos me sacaste todo lo que me quedaba. ¿Ahora cómo va a vivir mi planta?
-¡Me estaba secando por dentro!-, exclamó, esperando encontrar una mínima luz de amparo en los ojos del muchacho.
- Esto no puede seguir así, vos no sos de este lado de la ciudad. La gente como vos debe irse al otro lado de la calle Gueto, ahí pertenecen. Y si no tienen agua, es porque es realmente cara, y al margen de que no se la merecen, es propiedad de este lado de la urbe, el sector HD.
Mariana había huido de su zona, esperando encontrar algo de agua, ya que su escasez mundial había elevado de tal modo su valor que, las personas de escasos recursos no podían pagarla. Esto daba como resultado muchas muertes por sed, siendo esta, la enfermedad “de moda” en la tierra.
Así, las diferencias entre los adinerados y los pobres se determinaba por quienes tenían o no acceso al agua. Y de este modo, se delimitaban los estratos sociales y claro pues, los modos de vida, las costumbres, los intereses, los tipos de actividades al aire libre y un sinfín de características más, que se delimitaban como dos orillas alrededor del tan preciado elemento.
-¿Y bien?, ¿cómo pretendés devolverme lo que sacaste?, o acaso será que esperás irte como si nada, como si lo que te bebiste fuese un puñado de tierra o un pedazo de ladrillo. Tendrás que pagarme, porque aquí el agua vale, y vas a ver lo que vale…
Mariana impregnó sus ojos con un temor invalidante, hasta que notició a su cuerpo que a estas alturas de la vida, ella se encontraba más allá del bien y del mal, y a pesar, podía escuchar el correr del agua por su cuerpo, y por un día había estado tan cerca de la paz, como de una vida HD.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Lucía

Melina Graiver
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Un árbol. Una gota de rocío se deslizaba por la hoja anaranjada. Era otoño, un día que no hacía demasiado frío. Contemplaba la ventana, el árbol, la gota.
Tenía un papel en blanco frente a la mesa, pero no podía escribir, no había historias lindas que contar. El otoño es una de las estaciones más tristes. Sólo se escuchaba el ruido del viento que chocaba con las hojas de aquel árbol y como telón de fondo la radio. Una radio que últimamente no dice nada.
¿Qué escribir? ¿Para qué escribir? En este universo de nombres, no somos nadie, no se nos reconoce ni el derecho a la vida ya. Estoy pensando demasiado, no puedo pensar así. Vuelvo a la ventana, al árbol.
Dibujo mi nombre en ese papel, le pongo formas y colores. Definir su figura no me define a mí, pero me da ganas, esas ganas que ya no tengo, de ser escritora, de ser grande. Me da esperanza de llegar, de poder hablar. Pero no, no se puede, no tengo que pensar. Tengo que dibujar letras lindas en un papel, tengo que escribir en prosa. Hablar del otoño y de romances inventados.
Haber nacido mujer nos define de manera caótica. Ser parte de esta familia aún peor. Sus reglas, sus órdenes, sus secretos. Quiero huir a un lugar donde pueda ser eso que anhelo. Quiero gritar.
Me acomodo el pelo, me arreglo la falda y vuelvo a sentarme frente a esa ventana. Toda mi vida mirando una hoja en blanco que no dirá nada, que no verá nadie. La congoja que me aprieta el pecho y que me hace temblar los labios, dos lágrimas que se escapan y que seco rápidamente.
Se escuchan pasos, una conversación y silencio. Vuelve la radio a ser el único sonido monótono de la casa. Respiro profundo y calmo mis nervios. No debo pensar en eso, debo imaginarme reuniones felices, un novio generoso. No puedo ser escritora, debo dejar de leer esos libros extraños que robe de la biblioteca de la universidad. Debo dejar de hablar con Mario, papá no me lo perdonaría.
El reloj marca las tres. Debo definir qué voy a hacer, si voy a la reunión con Mario y sus amigos no podré volver a casa. Si me quedo, será una hoja en blanco.
-¿A dónde vas Lucía?
-A la biblioteca Mamá. Me olvide que tenía que devolver unos libros.
-No te tardes.
Solo un nombre, en el desierto de las palabras que se ahogaran en silencio… Sí, soy Lucía.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotones

Pedro Agustín Zudaire
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Su aspecto, mezcla de andrajosa refinada, evocaba un pasado diferente. Había cajas, atestadas de fotografías; simples mutilaciones de un cuerpo (encuadres). El baño era un laboratorio con paredes luminiscentes rojas. Tres bandejas, dos químicos, una ampliadora. El único ambiente que tenía, estaba hecho de “ventanas”. Podía programarle millones de paisajes diferentes.
Hablar de la muerte era penado por ley; el erotismo y el sexo también, junto con cualquier actitud que pueda inducir a ello. Era evidente, ya no cabían en el mundo. La tierra estaba plagada de personas; las políticas demográficas de estado eran verdaderos insecticidas, pero contra la raza humana; los glaciares formaban parte de los manuales de historias; los bosques eran como una aguja en un pajar.
Una computadora central registraba las conversaciones de todas las personas. Al nacer, les incrustaban microchips. Así, el estado, omnipresente, podía controlar a cualquier “desviado”.
Lo material era lo virgen, lo no dañado. Satín fotografiaba partes su cuerpo; preservaba los instintos prohibidos, congelaba pasiones. Revelaba en su laboratorio. Era obsesiva. Revelaba sólo para contemplar, luego, las imágenes. Le excitaba. No su cuerpo, sino las fotos, las fotos de su cuerpo; alguna que otra vez llegó a masturbarse, muy disimuladamente. Se avergonzó, pero estuvo en el podio de sus recuerdos.
Su infancia modelo no la diferenció de los demás. Añoraba a su familia, ya muerta, con el mismo rencor que le producía la vida, por aquello mismo. Hace años que no conversaba con nadie, le desagradaba. No salía. “Sin guerra, pero en la trinchera”, solía pensar. Un silencio ensordecedor golpeaba a cada instante su cabeza.
Un espejismo. Así eran sus días. Estaba sin empleo, por elección. No era habitual estarlo, el trabajo desbordaba. Comía la “ración de la dignidad” que le enviaba el gobierno. Nunca había silencio, siempre había melodías. Schubert. Esa era la única música que oía una y otra vez. Mezcla de nostalgia, desesperación, tristeza y serena demencia. “La trucha” era su favorita. Guardaba algún recuerdo prohibido de sus antiguas lecturas (Adorno, Kierkegaard, Nietzsche), pero ya no le importaba. En ella, la idea de esperanza no existía. La vida era el día. Y como un retrato inverso de su realidad; como una forma autista de rebeldía; como el último bastión de la absurda resistencia, se dedicó, incansablemente, a escribir, a escribir con luz.

Desgastarse

Ana Minini Venega
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Salgo caminando por la vereda principal con la galantería que mis trapos ameritan. Una señora gorda y fea, envuelta en una sábana de flores raras me mira con indignación, acelera el paso y sube a la vereda.
Llevo un bolso hecho con la más fina arpillera, donde traigo recortes del pasado: la Gran Tercer Guerra, lo que dejó y lo que se llevó.
Por momentos cojeo, pero con una postura recta lo disimulo. El color de mi uniforme todavía no se ha oxidado, por lo menos algo de este mundo corroído tenía que preservarse.
Llego a un cruce de avenidas y espero en la esquina a que el semáforo frene a los que salvé.
- ¿Una moneda tendrá el señor? –pregunto sin más y en general.
El sol nos está curtiendo la piel y los desagradecidos en sus camionetas brillantes dejan sus codos afuera de las ventanillas, pero ninguna moneda resplandece.
Me siento y pienso. La gente sigue y los veo ir; se van a encerrar en la realidad que desconocen.
Yo soy libre, me siento así.
Las bocinas y un par de gritos apurados me pierden. Los niños están saliendo de la escuela, puedo oír sus risas; y temo por cómo terminarán siendo.
Suspiro y me limpio la frente con la manga de la camisa. El calor está causando efecto, estoy cansado. Recuerdo a quienes se quedaron con nuestra existencia. ¿Dónde están ellos ahora? ¿Dónde estoy yo que sé la verdad?
Minutos y horas pasan. Sé que todo está podrido y me molesta no poder hacer nada. Más aún que no se den cuenta. No soporto verlos pasar e ignorarme a mí, mostrándoles lo que son, negando.
Un poco de aire entra por los agujeros de mis viejas botas negras y me siento mejor, hasta esperanza de que la noche llegue pronto y un día más se vaya sin que me percate.
Vuelvo por la avenida sin haber recibido nada, siquiera una mirada de comprensión o apoyo. Pateo las piedritas del asfalto hasta toparme con la última zona de la ciudad con calles de arena. Las botas ahora están dentro del bolso y la naturaleza humanizada corre por mis dedos libre.
Otra vez las risas del futuro: niños corriendo de un lado al otro de la plaza que hace de hogar. Sonrío con la ilusión de que no sigan el ejemplo.
El hambre se empieza a sentir, es hora de una siesta de anestesia. El mismo banco de siempre, por lo menos de los últimos cinco años. Blanco pero manchado, duro y áspero como la propia vida.
Boca arriba miro el cielo y las hojas de los árboles que lo cruzan. Respiro aire limpio, y extraño.
Evoco los años de lucha y lo anterior, la total alienación. Alienado pero feliz, durmiendo acompañado, sintiéndome seguro y parte de algo. ¿Dónde quedó todo? ¿Por qué me lo sacaron?
Mis ojos se cierran con fuerza, y me obligo a dormir para olvidar por un rato. Inhalo y exhalo largas bocanadas de oxígeno para relajarme y nada sucede.
Los pájaros primaverales hablan con el sol y los envidio. Tantos colores y yo tan gris, ni siquiera por elección; obligado por todos ustedes que me ven y siguen de largo, incluso asustados.
Sólo los espanta la realidad chocándolos, me dan pena. Pero por lo menos algo siento por ustedes, no los ignoro. Son parte de lo que soy, ustedes me hicieron así.
Respiro intensamente una vez más y me entrego al sueño esperando no despertar en este lugar.

viernes, 4 de noviembre de 2011

No dejarse matar

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



La noche ofrecía una visibilidad excelente gracias a una luna llena que nos representaba un cuidado mayor. Nosotros cuatro; Ané, Irisarri, Demarchi y yo, Galaz. Los tres primeros eran reclutas y yo era el sargento de una unidad que conmigo sumaba algo, pero no mucho, de experiencia en combate.
Nos encontrábamos bajo fuego y trotábamos agachados resguardándonos tras unas maquinarias agrícolas que estaban abandonadas a la vera del camino. Buscábamos el flanco que nos permitiera ver con facilidad el origen de los disparos.
Estaba claro que el enemigo no sabía que nosotros estábamos en misión de flanquearlos, como tampoco sabíamos nosotros si ellos estaban haciendo lo mismo. El combate llevaba ya tres horas y el cansancio se hacía sentir en las piernas y la espalda. Cargábamos nuestras mochilas con equipo más los fusiles.
El vasco Irisarri, un recluta regordete pero más por contextura, ya que poseía un buen estado físico, era en su vida de civil abogado. Sentía una afinidad casi romántica por lo bélico. Alguna vez en el campamento habíamos hablado y al enumeraba casi de memoria los conflictos esputando consignas patrióticas. A mi particularmente, la cuestión patriótica me cansaba un poco. El ejército necesariamente genera una visión violenta y poco racional de las relaciones humanas.
Demarchi era médico, bajo y de semblante tranquilo había perdido un hermano durante la invasión y luego de eso, como es además natural, hablaba poco pero siempre acotando con racionalidad. No dudaba, pero pensaba muy bien antes de actuar. Siempre es bueno tener en momentos de irracionalidad a alguien que intelectualizara más las cosas. Sabia como llevar tranquilidad a los muchachos y yo le estaba muy agradecido por eso.
Ané era chacarero, un muchacho unos años más joven que nosotros tres. Estudiaba agronomía y los últimos años había pedido prorroga pero se le había denegado por la necesidad de hombres que tenía el ejército. Era el de menor experiencia aunque eso no determinara nada. Estábamos todos en la misma. No dejarse matar.
Los disparos pasaban un poco más lejos y podíamos ver los ases de luz de las balas trazantes, seguíamos agachados en fila india, yo adelante. Pudimos llegar hasta una lomada que nos dio respaldo y nos apoyamos. Sentimos las vibraciones que generaban los estallidos de los morteros contra la tierra. Ninguno de nosotros sentía miedo, o no lo demostraba. Los gritos de los desgraciados que eran alcanzados por los perdigones o por las balas nos hacía recordar lo cerca y lo fácil que la muerte se presentaba en esa situación.
-Voy a mirar – dije.
Me di vuelta apoyando el pecho sobre la loma y me arrastre hasta que pude ver con cierta claridad como desde dentro de un monte a unos cien metros partían los disparos.
Son dos ametralladoras calibre 50 – les dije y agregue – se necesitan mínimo dos por por cada arma.
-¿Qué hacemos? - pregunto Ané – ¿Les tiramos una granada?
-¿Te quedan granadas? - lo apuro el vasco.
-Sí, una – respondió el recluta.
-No – los interrumpí-, estamos demasiado lejos todavía, vamos a revelar nuestra posición.
Estábamos protegidos detrás de la loma. A unos cincuenta metros había una crotera pero para llegar debíamos quedar expuestos a los tiros, con nuestro equipo y la luz que daba la luna nos delataríamos, era una muerte segura o muy posible.
-Si pudiéramos llegar hasta la crotera, tendríamos buen fuego sobre el monte- Dijo Demarchi.
-Es verdad- reflexione- pero sería por solo unos minutos. Cuando descubran nuestra posición, nos fusilan. Las croteras están hechas de barro, las balas de la calibre 50 las traspasan como manteca.
-Tiene razón, Sargento. Las balas destruirían la crotera en dos ráfagas- me respondió el doctor y agrego- pero fíjese que el ángulo de la 50 llega a lo sumo hasta esta loma. Me acuerdo de que en el entrenamiento nos enseñaron la calibre 50 y notamos que el ángulo del pie le permite un giro reducido y estoy seguro que esta loma está en el límite de ese ángulo-. Siempre con verdadera calma, era asombroso el semblante de ese hombre, por un lado me alegraba tenerlo de nuestro lado pero no pude evitar sentir lastima por esa persona desprovista de sentimientos.
Era verdad lo que el doctor señalaba, la calibre 50 tenía un ángulo reducido de giro. Si nos arrastrábamos podíamos dejar la loma y llegar a estar fuera del alcance de las balas del enemigo.
- Vamos a tener que dejar el equipo y llevar solo lo imprescindible. Ensucien con barro las partes cromadas de los elementos que carguen, la luz de la luna puede hacerlas brillar y delataríamos nuestra posición- fueron las instrucciones que les di antes de partir.
Dejamos las mochilas, mire para atrás para cerciorarme de que estábamos listos y vi que el vasco se había embarrado toda la cara. Es increíble cómo se puede hacer para tener humor en ese momento, supongo que sirve también como distensor, pero su expresión de dientes apretados y la cara toda sucia, hizo que me riera y le solté – Dale Rambo, seguime. No levanten la cabeza por nada del mundo y hagan movimientos discretos.
Cuando habíamos avanzado algunos metros el chacarero dijo – No nos vieron -. Ya lo sabíamos pero había algo tranquilizador en decirlo.
Volvíamos a sentir en el pecho la vibración por los estallidos de los morteros.
Una vez en la crotera pudimos divisar al enemigo. Como lo había sugerido, eran cuatro soldados, dos por ametralladora.
No se han percatado de nuestro movimiento, pensé. Podíamos ver con cada ráfaga las posiciones del enemigo, estábamos más cerca de lo que creíamos
-Vamos a tener que tomar uno cada uno y disparar todos a la vez – propuse.
-¿No sería mejor tirarles la granada? - pregunto Ané.
-No es conveniente – afirmó el doctor y agregó-, aunque estamos a una buena distancia es improbable que matemos a los cuatro con una granada. Si alguno queda vivo es cuestión de que apunte con la calibre 50 en esta dirección y estaríamos perdidos.
El vasco los midió con su arma y dijo – Sargento, yo me cargo al que dispara del lado norte. Puede ud. apuntar al otro. Que Ané prepare la granada y Demarchi apunte al cargador de la primera. De manera que cuando caigan los dos artilleros y un armero el que quede vivo no va a tener oportunidad de acomodar la ametralladora, tenemos el elemento sorpresa de nuestro lado.
-Tiene razón el vasco – dije-, Ané, prepare la granada yo le voy a decir cuándo. Demarchi venga, póngase a nuestro lado, vamos a apuntar.
Nos dispusimos a apuntar los tres, los caños sucios de los fusiles no brillaban bajo la clara luz de la luna y eso me tranquilizaba.
-A la cuenta de tres disparamos, cuando yo empiece a contar ud.Ané le quita el seguro a la granada y cuando hayamos disparado la tira, ni un segundo mas ¿entendió?
-Sí, mi sargento- respondió el chacarero.
- Uno – Dije y escuche como saltaba el seguro de la granada -, dos – pude ver como los caños de los fusiles lograban posicionarse rectos junto al mío – tres – y los fogonazos fueron casi simultáneos. Pude ver como caían los dos artilleros y el armero. Nuestra puntería había sido muy efectiva. La granada estallo a los pocos segundos alcanzando al otro armero que ante el ataque no había tenido tiempo de nada. Un grito escalofriante se oyó, seguido de eso unos gemidos guturales nos indicaban que alguno había quedado vivo, pero mal herido. Luego de esperar lo suficiente para cerciorarnos de que estaban fuera de combate nos acercamos. Eran jóvenes también como nosotros. El que agonizaba ya había muerto y el vasco se lamentó – Me hubiera gustado rematarlo-.

Pendejos

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Lo primero que pensé cuando me puse los borceguíes que te dan en el entrenamiento, fue que me iban a romper los pies y en este momento siento que son zapatos de piedra. Hace tres horas que esperamos vestidos y con todo el equipo para que nos trasladen al aeropuerto de Bahía Blanca, donde estamos haciendo la colimba. De allí iremos a Comodoro Rivadavia y luego de unos días, dicen, a Malvinas. Nos informan que está todo muy tranquilo y que ellos no se van a arriesgar a una guerra a 14.000 kilómetros de distancia, pero yo no estoy tan seguro.
El barrancón donde estamos y pasamos los últimos seis meses se me representa ahora como una casa que tengo que abandonar, aunque el olor a humedad hoy es más fuerte que de costumbre, los catres vacíos con los bolsos a los pies, los colimbas sentados jugando a las cartas o tocando la guitarra dan el aspecto de un lugar no tan desagradable, como una premonición de que a donde vamos, no estaremos tan bien como acá. Algunos compañeros cantan el himno, otros escriben cartas. Las expresiones en sus caras son variadas pero nadie parece sentir miedo. Nos han dicho que vamos a estar bien que todo el país nos apoya y que vamos a volver como héroes, que… ¡ya lo somos! Por lo que he leído la valoración de los héroes casi siempre viene cuando estos ya murieron y en un contexto de guerra que me digan que voy a ser un héroe no me deja muy tranquilo. El zurdo Aguirre, un colimba flaco y escurridizo, imita al Sargento Roncino y nos reímos, nos sirve para distendernos un poco y funciona.
Cada tanto se ven luces de camiones que se acercan y pienso que ahí vienen a buscarnos pero las luces siguen y me doy cuenta que estoy aguantando la respiración cuando suelto el aire y en forma de suspiro desinflo el pecho.
Yo no sé mucho de las Islas, ahora recuerdo las clases de geografía del secundario cuando el profesor Blancagrande, fue el único que alguna vez nos habló de ellas y de cómo los ingleses las habían usurpado en 1833. Recordando pienso en mi madre, en como lloraba cuando me subía al micro que nos llevaba a Bahía Blanca. Ni ella ni yo nos imaginábamos en ese momento que iba a ir a la guerra. Anoche hable con papá por teléfono. Nos dieron diez minutos a cada uno para que llamemos a nuestras casas. Él me dijo que mamá justo en ese momento no estaba, que se había ido a lo de Julia, la vecina, porque están preparando la Kermesse de la parroquia para el domingo, pero yo sé que no es verdad, porque pude escucharla por lo bajo entre sollozos decirle a papá: Jorge, decile por favor que se cuide. Y me di cuenta por como intentó disimular él también las ganas de llorar. Justo antes de cortar fue que me dijo con la voz casi quebrada: cuidate hijo, por favor, cuidate. El golpe en la puerta del barrancón me sacó del recuerdo y me llevó directo a la cara del Sargento Roncino que me miraba mientras gritaba: ¡Vamos pendejos, suban al camión que hoy se empiezan a hacer hombres!

martes, 1 de noviembre de 2011

Un robo salvavida

Matías Maniago
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



En las sombrías veredas de la ciudad de La Plata, bajo un árbol de ramas extensas y sobre pilas de cartones, se encontraba descansando Martín Solanas, de unos quince años.
Su madre había fallecido cuando él era un niño y su padre había sido un violento hombre de apariencia robusta cuyos antecedentes demostraban haber tenido serios problemas con el alcohol. En su antiguo hospicio, un refugio para niños huérfanos o con problemas familiares, Martín había expresado su odio hacia el padre y confesó también, haberse cansado de sus comportamientos, pese a que lo obligaba a recolectar cartones de la calle para llevarle, y así, comprar un mínimo de alimentos; usaba la mayor parte del dinero en tabaco y alcohol.
El hospicio tampoco era favorable para él. Sufría hambre y maltratos. Consecuentemente, decidió escaparse porque se sentía suficientemente capaz para afrontar al mundo sin las exigencias de su padre ni la esclavitud a la cual estaba sometido en el hospicio. Así lo hizo, se escapó, y por cierto, ninguno de ellos reclamó por él ni hizo nada al respecto.
El vecindario colaboraba con Martín; ya todos lo conocían y cada vez que lo cruzaban por la calle lo saludaban y él respondía amablemente, sobre todo, cuando se trataba de personas adultas. Vivía de las monedas que recaudaba limpiando parabrisas de autos en las esquinas y de la ayuda de los vecinos, cuyo cariño había ganado debido a su generosidad y bondad.
Se acercó la noche y como era costumbre, armaba su pétrea cama con cartones y una manta que le había obsequiado Don Juan, el panadero de la cuadra, por ir a comprarle el periódico. Cuando estaba a punto de dormirse, una mano lo sacudió suavemente y Martín se levantó sobresaltado:
- ¡Hey!, ¡hey, amigo!- dijo un muchacho de igual aspecto que él.
-¿Quién sos?- respondió Martín con tono de cansancio.
-No te asustes, el Horacito me dicen, ¿ y “vó”?-.
-Martín, mucho gusto- exclamó con su voz tierna pero ronca.
Estuvieron hablando durante toda la noche sobre sus vidas, Martín se sintió bien acompañado por unas horas y aunque tenía el presentimiento de que el intruso tenía mucho por revelar, quería permanecer mas tiempo con él.
Al cabo de dos días, Horacito seguía con Martín de acá para allá. Sus vidas se parecían en mucho y el muchacho nuevo, le brindó toda su confianza a Martín para enfrentar las dificultosas situaciones de la vida juntos.
Al tercer día, los muchachos se levantaron y Martín le dijo a Horacito que iba a ir a la esquina a trabajar un rato para poder comprar algún desayuno y almuerzo, pese a que hacían ambas cosas con la poca comida que tenían. Horacito prefirió quedarse acostado un rato más y expresó su profundo malestar por la cama hecha de cartones que lo había incomodado por la noche y lo despertaba cada tanto. Martín confió y se fue a limpiar parabrisas.
Después de media hora que Martín se había ido, Horacito esperó que saliera el último cliente de la panadería de Don Juan y, aprovechando su descuido, robó todas las facturas de la estantería que acababan de salir del horno. Apresurado, corrió hasta la “piezucha”, así la llamaba Martín al pilón de cartones donde dormía, y tiró unas cuantas facturas arriba del bolsito agujereado de Martín, donde guardaba sus pocas pertenencias para cuando se trasladaba de sitio.
Horacito escapó con las facturas restantes y nunca más Martín supo de él. El gentil panadero tardó en darse cuenta del robo y cuando finalmente un cliente entró a comprar y aplaudió para ser atendido, Don Juan vio el estante de facturas vacío y no dudó en sospechar de Martín. Salió de la panadería y lo vio sentado sobre sus cartones. Estaba fatigado, después de una hora de trabajar bajo el rayo del sol y comiendo con entusiasmo las facturas que había encontrado sobre su bolso.
-¡Hey!, muchacho malcriado, ¡devolveme esas facturas!- gritó el señor Juan enfurecido.
Martín, sorprendido, tragaba el último bocado que había llevado a su boca mientras Don Juan se acercaba a él rápidamente.
-Disculpe, señor- respondió el joven asustado. –Yo creí que me las había regalado mi compañero de la vida, Horacito.
-¡No!, no te creo.- aseguró Don Juan.
-¡Pero, por favor, señor, nunca le haría una cosa así a usted! De hecho, como me da mucha vergüenza pedirle comida, le ofrezco alguna “gauchada” o algún mandado que usted necesite-, dijo Martín en tono triste.
Al oír estas palabras, el señor se conmovió y terminó creyéndole y pidiéndole disculpas por el momento que le había hecho pasar al muchacho.
Don Juan volvió a su lugar de trabajo y atendió a tres clientes que estaban esperando para comprar. Al día siguiente, el viejo hombre pensó que tenía mucho por preguntarle a su vecino sin techo sobre el muchacho con quién se pasaba largas horas, y a su vez, reflexionó sobre el joven Martín.
Después de un rato, cerró por unos minutos el local y salió a buscarlo. Sus cosas no estaban en el lugar de siempre. Se dirigió a la esquina donde solía trabajar en los semáforos y lo vio justo ejerciendo su trabajo. Lo miró unos segundos y su cara le cambió al instante; miró a su alrededor y vio que el muchachito se había “mudado” a la cuadra siguiente. Miró su bolsito y la tristeza le ocupó toda su cara. Lo llamó y el niño dejó el secador con que limpiaba los vidrios en el cordón de la calle y se acercó a él. Don Juan se agachó a su altura y lo invitó a merendar con unas facturas y un té a su casa. El niño sonrió y le agradeció profundamente la propuesta.
Caminando hacia la casa de Don Juan, Martín recordó que tenía que ir a recoger su bolsito que estaba sobre su “cama”.
Don Juan lo agarró del brazo deteniéndolo y le dijo que no hacía falta que fuera a hacerlo, que se olvidara de sus pertenencias sucias y que a partir de ese momento iba a dejar de ser un niño de la calle.

Nuestra habitación, nuestras vidas

Vanesa Ortíz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


A pesar de que no tiene ventana, nuestra habitación es cálida e iluminada. Es nuestro lugar de charlas, de ideas, de discusiones. Es el momento del día deseado para usarla, el cansancio de la rutina termina allí. Por las mañanas cuesta despedirse de ella, ya que desde el primer momento en que se abren los ojos sabemos que no la veremos por muchas horas.
El olor es especial e indescriptible, sólo él y yo sabemos que es nuestro. Su color es salmón pero mi percepción la ve rosa, que significa el amor y la unión.
De tamaño pequeño, es el mejor lugar de la casa; su decoración y sus muebles fueron ubicadas con tanto amor que eso la hace especial para ambos.
En ella sólo entran la cama, el ropero, una mesita de luz y nuestras almas.
Al cerrar su puerta lo negativo se pierde y aparecen la paz, la reflección y el descanso. Sin lugar a dudas, es el paraíso, el lugar más deseado, creado e ideado por los dos.

Podía…

Eliana Poggi
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Podía hacer que los árboles danzaran.
Podía hacer que los pájaros callaran.
Podía susurrar al cielo un encantamiento,
pero siempre quedó en un cajón.

Decían que los árboles no danzaban.
Aceptaba que las aves cantaran,
obedecía al cielo así no la retaban,
pero siempre quedó en un cajón.

Quiso encontrar la libertad.
Quiso buscar la felicidad.
Quiso hacer una amistad.
Pero siempre quedó en un cajón.
_______________________________
Podía hacer pero no hizo.
Quiso encontrar pero no buscó.
Tenía la magia y no la usó.
Quedó dormida en un cajón.

Río de la Plata

Laura Figlioli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



No hay mar más muerto que el Río de La Plata,
repleto de cadáveres opacados de silencio.
No hay mar más negro que el Río de La Plata,
sucio de mentiras y de acallados ecos.
Ni hay tampoco mar más rojo que el Río de La Plata,
lleno de sangre y olas que revueltas mutilan cuerpos sin nombre.
No hay océanos, mares ni ríos que perpetren en sus aguas
el olor nauseabundo de la impunidad.
No hay mejor testigo que el cómplice inerte de la maldad:
la marea que calla.
Resulta imposible hacerla hablar.
Los gritos estallan,
rebotan en vidrios de frialdad.
Río de La Plata…
Hoy tus aguas ocultan manchas macabras y morbosidad,
se entremezclan con las dormidas convicciones y la perdida lealtad,
de hijos de una ciudad que ya no responde…

La revolución es sangrienta

Luciano Montefinale
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


No recuerdo muy bien si era por influencia de la tele, la radio, el diario, una cara de la realidad o una combinación de todas, que me gustaba reírme de la cara de nabo de un compañero de la secundaria. Después, también, me entretenía golpear tal rostro hasta desfigurarlo, me inquietaba saber si yo era capaz de cambiar sus componentes de orden, aunque nunca sucedió.
Según un compañero de trabajo de mi padre, sería un buen integrante en su patrulla. Aseguraba, mientras me tomaba por el cuello hasta dejarme rojo, que le serviría en su tarea de golpear vagos. Yo inflaba el pecho y asentía a cada palabra, demostrándole a mi papá que me interesaba la oferta.
El lunes siguiente ya estaba como policía, patrullando las noches en busca de comunistas, no sabía por qué lo de comunistas, pero sí sabía identificarlos a simple vista. Y de sólo verlos ya quería golpearlos, como al chico de la secundaria. El comisario argumentaba constantemente los motivos por los cuales era necesario atacar a estos sujetos. Sus palabras activaban mi euforia, mi locura, mi pérdida de razón, de la misma manera que lo hacía el tipo del noticiero de la tele, la foto de la tapa del diario, o lo cotidiano en cada esquina.
Algo estaba cambiando y era a nuestro favor, y cada vez éramos más los beneficiados por el cambio. Se crearon miles de comisaría que, de todas maneras, no alcanzaban para saciar la sed de sangre comunista. Entonces, los que no se sumaban, se eliminaban, hasta acabar con la resistencia, la cual parecía ser la misma para todos. Cada barbudo que moría bajo algún fusil nuestro era festejado por todos los medios. Y, un día me olvidé de afeitarme.

Carta para el futuro y una memoria pasada

Natalia Paola Ghe Centurion
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Buenos Aires, 20 de enero de 1919.
Compañeros:
Después de una trágica semana, nos reincorporamos a nuestros puestos de trabajo. Hemos obtenido un aumento entre el 20% y 40% según el puesto que tengamos, una jornada laboral de 9 horas, y se volvieron a contratar a los huelguistas despedidos. Yo, soy uno de ellos.
Con el apoyo de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), pudimos llegar casi por completo al cumplimiento de los reclamos que realizamos hacia el dueño de la empresa, Pablo Vasena. No obstante, el camino no fue fácil y el costo mucho más alto de lo que podíamos llegar a imaginar.
Un número indefinido de trabajadores han muerto injustamente; y si, digo “trabajadores” porque no fueron meramente obreros. La ciudad de Buenos Aires se convirtió en un campo de batalla donde todos éramos víctimas de la policía y de La Liga Patriótica (asesina), mientras nosotros sólo queríamos reclamar nuestros derechos. Fuimos portadores de un reclamo justo, para mejorar nuestras condiciones de vida.
Es más que anecdótico saber que una masacre de tal magnitud, se desató a raíz de una protesta cuyo fin era terminar con el trabajo “esclavo” y hoy, seguimos perteneciendo a la empresa que desató ese caos total. Pero, también es verdad, que la lucha aún continúa – en otro escenario- pero con los mismos actores.
Por eso, compañeros, no bajemos los brazos. Tenemos que trabajar para mantener a nuestra familia, pero seguimos peleando por un trabajo digno. Ganamos “el respeto de derecho de reunión”, utilicemos todos los recursos necesarios para construir el país que soñamos. Que las ilusiones de un futuro mejor que han traído nuestros antepasados no se borre, y que los crímenes de Estado no vuelvan a suceder.
Por nosotros, y en memoria de todos los “hermanos” fallecidos, esta lucha sigue. Hoy volvemos a nuestros puestos de trabajo, hoy es el primer día del proceso de cambio

Juan Pérez- Delegado General de los Talleres Metalúrgicos Vasena -

Un lugar lejos pero cerca

Matías Julián González
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Toda mi infancia transcurrió en un pequeño pueblo de la selva misionera. Nunca me alejé más de algunos kilómetros de mi hogar. Este lugar era muy calido, nos conocíamos todos con todos, esto contribuía a la buena convivencia.
Todo lo bueno tiene si lado malo. Una mañana mi madre amaneció con fiebre muy alta, al octavo día de acarrear con su enfermedad desconocida sufrió varias convulsiones, posterior a ello falleció. Al ser un pueblo tan alejado de las grandes ciudades nadie pudo hacer nada para detectar su enfermedad. Poseíamos muy pocos recursos hospitalarios.
Tras la muerte de mi madre fui obligado a irme a la casa de mi tío Jorge que vivía en la ciudad de La Plata. Viajé día y noche hasta llegar. Cuando arribé a la ciudad, que me había contado un chofer que era conocida por sus diagonales. No podía creer nada de lo que veía. Las calles asfaltadas tenían gran flujo de autos y motos, había un dispositivo que los hacía frenar, todo era nuevo para mí.
Una vez en la casa del hermano de mi difunto padre pude sentarme a pensar en los sucesos ocurridos. Las cosas que veía no dejaban de asombrarme. Cajas que lavaban la ropa, que reproducían música, que tenían gente adentro, todo esto no dejaba de fascinarme. Pensaba en como había vivido tantos años sin tener todos estos objetos que hacen más confortable mi vida. Pero como dije anteriormente, todo lo bueno tiene su lado negativo. No podía dejar de extrañar mi tierra natal, la selva que me vio crecer. Volver no podía, lo único que se me ocurrió es trasladar un pedazo de selva a mi nuevo hogar. Y así fue, comencé a plantar plantas y árboles autóctonos de Misiones en el parque de mi tío.
Pasaron los años, me acostumbré a mi nueva vida. Pero siempre quedaba un triste recuerdo de mi pasado. Cuando esto ocurría iba a mi pedacito de selva y eso me daba fuerzas para continuar.

Proyecciones

Giuliana Pates
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Caminaba con pasos pausados por la diagonal. Era de noche y las luces mortecinas de los faroles iluminaban, parpadeantes, la calle. El viento soplaba fuerte y decidí regalarle mis cabellos, que estaban sueltos, para que los trenzara. Tomé la bufanda que me abrazaba el cuello y la apreté hacia mí, cubriendo también mis labios. Bajé mis brazos y los crucé sobre mi cintura. No quería que el movimiento del viento me llevara con él.
Era una ciudad distinta, no parecía la misma que se pisa de día. No quedaba nada de la neuralgia del mediodía ni eran horas que desvelaran de elixires a las jóvenes gargantas. Tan sólo el contorno de mis curvas que se desdibujaban con los edificios y la acera que daba tragos hambrientos a mis pies. Si se miraba dos veces, no se podía creer que hubiera tanta soledad junta, amontonada en frente de mí.
No quería fijar mi mirada en ningún punto en particular por temor a que alguien me robara la perspectiva. Parecía estúpido pensar que me interceptaría con alguien en tan inhóspita circunstancia, pero tampoco me convencía en ser la única transeúnte despierta.
Giré apenas mi cabeza y percibí la figura oscura de un cuerpo que se proyectaba en el suelo. Sus pasos no se apresuraban, tenían el mismo ritmo que los míos. Aminoré mi marcha para que me sobrepasara y pudiera saber quién era su dueño. Pero esa persona decidió imitarme. A mis oídos llegaba el golpe seco de sus zapatos. Entonces me apuré y, disimuladamente, me quise alejar. Hasta crucé de vereda en una esquina. Nada de lo que hiciera me dejaba volver a la fusión de mi cuerpo con la ciudad: ahora había alguien más ahí que persistía en ir recogiendo la estela de mi perfume.
Comencé a escuchar un suspiro. Era como un jadeo que mezclaba cansancio y ansiedad. Me recordó a la queja de un bandoneón abandonado. Me estremecí. Por un momento, quise darme vuelta y descubrirle la cara, pero no me animé. Sería demasiado arriesgado y violento reconocer su mirada. Miré alrededor, pero ningún bar o quiosco estaba abierto. No tenía en dónde esconderme. Deseaba que ningún semáforo rojo detuviera mi caminar porque eso significaría estar en una misma línea con aquel de atrás.
En un acto tan arrebatado como suicida, me detuve y grité “basta”. No quería que me siguiera más. Al girar, me encontré tan sólo con mi sombra que dormía quieta en el suelo.

Rueda histórica

Florencia Zelaya
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


A lo largo de la construcción de la historia y de la identidad, nuestro país padeció, entre otras cosas, grandes enfrentamientos políticos, culturales y sociales en los cuales se repitieron los mismos patrones: violencia y represión.
Trazando una línea temporal cuyo origen se encuentra en 1880, se puede advertir como la represión por parte de la clase hegemónica hacia la clase popular o subordinada, dejó huellas que se repitieron una y otra y otra vez hasta la actualidad.
Durante el gobierno de la generación del ’80, desde Roca hasta Victorino de la Plaza, utilizaron la fuerza para “callar” la voz del pueblo y de todos los que pensaban diferente. Llevando como bandera el lema “civilización versus barbarie”, justificaron la matanza llevada a cabo en la “campaña del desierto”, como así también La ley de defensa civil-entre otras medidas arbitrarias- sirvió para oprimir y excluir a los que pensaban en otro modelo de sociedad.
Dando un salto hacia el periodo 1916-1930, es decir la era radical, por un lado se observa la inclusión de la democracia para todos, y no sólo para la elite. Sin embargo, a pesar de esta evolución en social, se lamentaron muertes, violencia y detenciones en la famosa “semana trágica de 1919 y La Patagonia rebelde. Éstas, son sólo dos de las situaciones en las cuales los obreros –los pobres- pedían lo que les correspondía y que –con aval del entonces presente-terminaron siendo luchas sangrientas.
Uno de los periodos violentos por excelencia de la historia Argentina si dudas fue la “Década infame”. En esos años era riesgoso hasta respirar. Todos los mandatarios que estuvieron al frente durante esos trece años llevaron la represión como bandera.
Por último, el peronismo no queda exento de esta categoría. Si bien el carisma de Perón y el gran avance que logró en las condiciones de vida de la clase obrera son indiscutibles, también hay que tener presente, que durante el periodo de gobierno peronista, muchos opositores fueron perseguidos y reprimidos. Un claro ejemplo de esto, fue el radical Ricardo Balbín.
En fin, desde su nacimiento hasta nuestros días, la Argentina tuvo avances, evoluciones e involuciones en cuanto a política y sociedad. Los diferentes gobiernos trataron de sacar adelante al país a través de sus modelos y estrategias. Pero en todo ese proceso hay un patrón cíclico que se repite constantemente: la violencia y represión hacia los “diferentes”.

Pasos inquietantes

Leonardo Casciero
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Era una noche como otra cualquiera. La luna podía verse grande y resplandeciente, acompañada por un cielo todo estrellado.
Ya era tarde, las calles estaban desoladas y solo podían escucharse algunos ladridos a lo lejos. Reinaba una calma y armonía, que por momentos resultaba inquietante, debido a que algo podría pasar en cualquier momento.
Volvía a casa caminando como todos los días, también por el mismo camino de todos los días. De repente empiezo a escuchar unos pasos detrás de mí, como si alguien me estuviera siguiendo. Pero inmediatamente, al doblar por una esquina, los pasos no se sintieron más por lo que me tranquilicé.
En un momento paso por un callejón oscuro y, sin querer, pateo una botella de vidrio que había tirada y se rompe. El ruido producto de este accidente, hizo que surgiera de la nada una cantidad impresionante de ratas y murciélagos. Afortunadamente salí corriendo y pude escapar.
Faltaba ya poco para llegar a mi hogar. La niebla hacía que no pudiera ver más allá de unos cuantos metros, y encima muchos postes de luz se encontraban cortados.
En un instante vuelvo a sentir el ruido de pasos como si me siguieran. En el acto, me di vuelta pero no había, por lo que seguí caminando esperando que las pisadas no continuaran. Pero no fue así.
Los pasos comenzaron a sentirse cada vez más rápido. Inquieto por esto, comencé a caminar mucho más rápido hasta casi trotar. Tal es así que cuando un gato negro se me cruzó, lo tuve que patear para no cortar la marcha.
Cuando estaba a media cuadra de mi casa, parecía que estaba corriendo una maratón. Podía sentir el sudor en todo el cuerpo, debido al miedo también, ya que los pasos no habían parado nunca.
De un salto llegué a la entrada de mi casa, de una patada abrí la puerta y entré casi sin oxígeno. Inmediatamente miré por la cerradura de la puerta, pero no había absolutamente nadie.
Me senté en el sofá a fumar y me dormí.

sábado, 29 de octubre de 2011

El mundo en treinta años

Gloria Piedad Castillo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Es mi cumpleaños cincuenta y siete y paradójicamente dos de la muerte de mi mujer. Fuimos un matrimonio convencional de lo que, en ese entonces, era el tercer mundo. Éramos dos latinoamericanos residiendo en África, lo que empezó como un viaje de una loca juventud, se instauró como nuestra forma de vida. Ahora estoy solo, sólo yo.
Hace treinta años, cuando la conocí, el mundo era muy diferente. Estados Unidos y los países europeos conformaban las superpotencias mundiales, hoy ni siguiera residuos de eso son. Ya en el 2024, la crisis mundial por el agua mermó la población global; las epidemias, la falta de alimentos convulsionaron el planeta. Los países ricos, lo eran, pero por la acumulación de capital, los pobres, ricos en biodiversidad, estaban casi hipotecados por las deudas externas. Pero para este año se dio lo impensado: la unión latinoamericana. Dos países de América conformaron un bloque sólido en el que primaban la suma de la diversidad en recursos naturales y sobre todo de las pocas fuentes hídricas del mundo. Éramos casis los dueños del mundo, algo que mis padres no alcanzaron, tal vez ni a sospechar como real.
¿Por qué terminamos en África? Porque en su juventud se exacerbaba el sentido de la solidaridad. África y parte de Asia meridional no sólo eran continentes pobres en capital, sino también en recursos naturales. Es cierto que había yacimientos de carbón y biocombustibles, pero la crisis del agua, estos recursos pasaron a ser casi…nada.
Llegamos a Loki en el 2027, en mismo año en que naciste, hijo, por primera vez me arriesgo a llamarte así después de tantos años, de tanta ausencia, pero retomo lo que estaba diciendo. Contesto tu carta contándote cómo era todo antes y, lo más extraño para mí, es esto, volver a escribir en un papel. En mi juventud toda la comunicación estaba mediada por la tecnología, un e-mail estaría en lugar de este papel y pero cuando el mundo se convulsionó por la crisis, la primera estrategia de los países desarrollados fue cortar la comunicación, cerrarnos los contactos, detonadores de la unión de la región que antes señalaba.
En el pasado, el agua se desperdiciaba y era un hábito bañarse, al menos una vez, al día; a veces en las mañanas las calles se limpiaban con agua, no como ahora y, como resultado, este es el mundo en el que te tocó vivir. Lo siento. Tu madre y yo sumamos esfuerzos, pero no estábamos solos en esta tierra. Sigo en Loki, hijo, y espero que vuelvas, pero que antes el gobierno te otorgue el permiso de tener el hijo que querés, cosa tan increíble para mí. Antes no existía control de natalidad por parte del Estado, pero ya ves, el planeta se agotó.
Hubiera querido que tuvieras un mundo mejor, pero se me escapó de las manos.
Espero verte pronto. Tu padre.

La ignorancia es bendición

Federico Rodrigo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



El reloj daba las 18.00 y Agustín se disponía a comenzar con sus tareas del colegio, luego de haber merendado. El sitio predilecto de la casa para él era el living, un lugar amplio, brillante y acogedor. Los muebles de roble, la extensa mesa y la biblioteca a unos pocos pasos invitaban a permanecer allí durante horas. Aquel lugar idílico estaba corrompido sólo por una cosa: la nueva televisión que su madre había adquirido hacía poco menos de un año. Ella no se conformaba con tener uno de esos aparatos en su propia habitación, necesitaba también tener otro en el living para observarlo al llegar del trabajo, mientras comía, mientras se peinaba o pintaba sus uñas, mientras se vestía o simplemente para pasar el tiempo con Agustín haciendo algo en común.
Cierta tarde se encontraba Agustín estudiando para un examen en el living y su madre estaba viendo la televisión allí mismo, por lo que él le pidió que bajara el volumen del estruendoso aparato, porque no podía concentrarse en la lectura, a lo que la madre le respondió de manera automática:
-Callate, Agustín. Dejá que tu madre se despeje la cabeza.
-¿Despejar qué? -preguntó molesto el hijo- Si en verdad sentís cansancio, deberías irte a dormir o leer algún libro para despejar la mente; eso que hacés te obliga a pensar siempre en lo mismo.
-Vos siempre tenés la respuesta a todo…-contestó sin mirarlo- pero no hacés otra cosa que leer libros, no disfrutar la vida. Pero a no preocuparse, cuando seas grande tu hambre por los libros desaparecerá y darás lugar a la verdadera vida, no a un mundo imaginario.
Aquellas palabras carentes de sentido preocuparon al joven. Sentía y pensaba que algo estaba mal, y se preguntaba: ¿Qué le sucede a la gente? Un episodio similar había sucedido con su hermana, siempre con la cara pegada a su computadora, por lo que Agustín le había advertido que sus ojos se dañarían.
-No importa -contestó ella- luego me compro lentes.
-Idiota –alcanzó a esbozar Agustín antes de irse.
La angustia crecía. En el colegio todos tenían un comportamiento similar.
En las clases, sus compañeros hablaban y trataban exactamente los mismos temas, que no escapaban más allá de lo que decía la televisión. En los recreos, tanto alumnos como profesores, revisaban su celular: respondían mensajes y llamados, vaya uno a saber de quiénes. Nada hablaba con nadie, todos miraban a través de una pantalla.
En una de las clases, la profesora Judith, de unos cuarenta años, preguntó a Agustín por qué nunca hablaba con sus compañeros.
-No lo sé, profesora –contestó inclinando su cuerpo para reposar en la silla- tal vez porque no miro televisión.
Por hechos de esta índole, la directora del colegio llamó a los padres de Agustín para advertirles sobre la situación de su hijo.
-Señores, la situación es grave. Su hijo es subversivo, es diferente. Quisiera que me ayudaran a entender el porqué.
-Lo sabemos –respondió la madre-, mi esposo y yo hemos hecho todo lo posible, pero fue inútil.
-El niño no hace otra cosa más que leer –agregó el padre- se contenta con leer y leer. Y además visita a un compañero del secundario, pero creo que no asiste al colegio, de quien no sé ni su nombre. Me llegó el rumor de que su familia es muy particular y que en la casa se lee mucho, y usted, señora, sabe lo que eso implica.
Este hecho repercutió en la vida de Agustín. Esa misma tarde, al llegar a su casa sus padres lo esperaban con cara de preocupados. Lo primero que le preguntaron es si quería ver televisión con ellos.
-No, gracias. Leí que hace como cincuenta años, el cinismo que guía al progreso, llevó a televisar una guerra en vivo. Es preocupante, ¿no les parece?
-No tanto como tu forma de vestir –acotó la madre-. ¿Qué moda es esa?, no te vestís como todos.
-No soy ajeno a lo material. Además, Platón consideraba que la opinión de los sofistas no importa, y lo dijo hace ya muchos siglos. Sinceramente me cansé de ustedes. Adiós.

Una calada para la soledad

Gabriel Ruiz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Al arrojar la cerilla ennegrecida de carbón, no pude evitar preguntarme ¿qué tipo de cigarrillos nos darían en el frente? Tiré una calada profunda sobre el Marlboro que acababa de encender y traté de imaginar qué gusto tendría el tabaco vietnamita.
Llevaba al menos quince minutos en la esquina, yo había llegado temprano y prefería esperar a los chicos allí con la fría compañía de la noche en lugar de seguir viendo las angustiadas caras de mis padres, que como todos ellos no podían sino imaginarse el destino más trágico en las selvas orientales.
Mi madre había preparado una cena copiosa, y había puesto la mesa de manera de exhibir la vajilla que ellos utilizaban para ocasiones especiales. Era la vajilla que les habían regalado cuando habían contraído matrimonio. Solían sacarla para festejar, pero a pesar de sus más honestos esfuerzos, el silencio en la mesa había dado lugar a una solemnidad incómoda, casi fúnebre.
Quizás fui un cobarde al retirarme tan rápidamente después del postre. Quizás me arrepentiría luego de no haber tomado provecho de esa “última cena”. Quizás le rompí el corazón a mis padres. Pero, yo no elegí ir a luchar; era el milagro de la conscripción. Me disculpé torpemente y les expliqué que los chicos, mis amigos, me esperaban para despedirme ellos también. Y era mejor así. No darle importancia al temor; conjurar aquella atmósfera lúgubre que reinaba en casa, y reemplazarla con los miasmas de la cerveza rancia y la ceniza fría; perfume endémico de todo bar.
El cigarrillo en mi boca cobraba un sentido especial; era un compañero fiel en aquellos quince minutos de soledad que deseaba nunca acabasen. Que nunca acabase ese cigarrillo, porque al hacerlo, la soledad empezaría a hablar otra vez. ¡Oh, terrible soledad! Qué hermosa compañía sería la tuya, si tan sólo supieras callarte.
¿Habría cigarrillos en el frente?
Fumé ese Marlboro hasta quemar el algodón del filtro, y como si aquello fuese un ritual de invocación, escuché gritar mi nombre. Ellos estaban llegando. Era hora de festejar. Era hora de olvidar, de olvidar todo lo que aún no había sucedido.

La rigidez del encierro

Jimena Arrarás
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Era muy común en aquella época que los padres mandaran a sus hijos a un colegio pupilo, principalmente, porque tenían mucha carga horaria en sus trabajos y no disponían de suficiente tiempo como para dedicarles. Generalmente estos colegios eran católicos y estaban a cargo de monjas o sacerdotes que eran extremadamente rectos. Las formas de pensar y vivir eran muy distintas, incluso la sociedad misma era mucho menos liberal.
Josefina era una de las nenas que, en parte, lamentaba vivir en uno de esos lugares porque sentía que no la trataban bien, pero al ser tan pequeña era demasiado inocente como para creer que podía irse de allí y porque creía que la manipulación y exceso de control eran normales.
Jose era una nena muy robusta para la edad que tenía, y con una mirada muy profunda. Además, era amante de la lectura, sus favoritas eran las “novelas rosa”, como se llama a las historias románticas. Pero al ser consideradas por las monjas como material impuro para la edad de las nenas, en la biblioteca del colegio no había ningún libro de ese tipo que pudiera sacar y leer; todos los que había, respondían, de alguna manera, a la temática religiosa. Por esta razón, la nena, cada vez que iba a visitar a sus padres, volvía al colegio con alguna revista o librito de los que ella disfrutaba, pero que tenía que leer a escondidas para que no la castigaran, porque, a decir verdad, los castigos se habían convertido en algo bastante habitual. Las monjas eran exigentes, excesivamente serias y exageradas, estas mujeres creían que sin todas esas características y sin el rigor excesivo que aplicaban a cada momento y en cada cosa que las pupilas tenían que hacer, los esfuerzos eran en vano, por lo que siempre exigían cada vez más.
Por su parte, Josefina le había contado a sus padres sobre la vida en el colegio en más de una oportunidad; pero ellos, que eran personas muy religiosas, abalaban lo que las monjas decían, ya que estas eran, de alguna manera, la representación de los que Dios realmente quería.
Por querer mantener un orden extremo, las encargadas de la educación del colegio habían creado unas rutinas demasiado estrictas para niñas de sólo once años, quienes querían tener algo de tiempo para divertirse de verdad.
Josefina, a pesar de su corta edad, era muy inteligente y más allá de haber crecido rodeada de una ideología particular y sin muchas posibilidades de leer sobre otras cosas, había creado su propia opinión y, dejándose llevar por su inocencia, no tenía problema en darla a conocer. Por ello, es que más de una vez aparecían marcas en sus dedos…las religiosas no permitían, obviamente, ningún ataque a la realidad, como ellas lo llamaban.
Lo de Josefina ocurría con bastante frecuencia, por lo que las monjas le repetían en más de una oportunidad que se estaba convirtiendo en una rebelde, a pesar de no serlo.
Los años pasaron y siempre con la misma rutina, nada cambiaba, tampoco el hecho de que las monjas fueran rígidas. Parecía que realmente lo disfrutaran. Al cumplir dieciocho años, Josefina, no tan ilusa como en años anteriores, decidió que se iría de allí una noche, sin importar lo que sus padres dijeran y lo hizo. Una noche lluviosa era la oportunidad ideal porque las religiosas no se asomaban al exterior y fue la elegida para llevar a cabo el plan. Y todo salió muy bien, aunque siempre se lamentó del hecho de que hubieran castigado a sus compañeras porque ninguna había querido confesar a dónde se había ido Josefina.

La carta que pudo llegar

Augusto Bozza
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Éramos pocos los que estábamos de pie, los que seguíamos combatiendo con una mínima esperanza de triunfar. O mejor dicho, de sobrevivir. Mientras disparábamos cuerpo a tierra, oíamos cómo los tanques avanzaban. Todo lo que estaba en su camino era arrasado. Yo estaba disparando, cubriendo a mi compañero. Pero, lamentablemente, una bala le perforó un pulmón. Murió. Sólo yo estaba en condiciones de continuar en combate.
Minutos antes de que el tironeo comenzase, había escrito una carta que iba destinada a mi madre. La guardé en mi casco. El correo llegaría por la noche y sería allí en donde tendría la posibilidad de enviarla.
Cuando se reinició la lucha, el enemigo cada vez estaba más cerca. Los soldados que se encontraban conmigo en el zanjón ya habían muerto.
Me asomé, no vi a nadie y me dispararon en la cabeza. Desperté a la semana en el hospital, no recordaba nada. Me contaron que, afortunadamente, los médicos lograron salvar mi vida y que, al cabo de unas semanas, estaría recuperado al ciento por ciento.
Pero, había algo que me generaba inquietud: saber si la carta le había llegado a mamá.
Las enfermeras estaban cambiándome el vendaje cuando tocaron a la puerta. –“Adelante” –dijo una de las enfermeras.
Era ella: mamá. La carta había llegado.

viernes, 21 de octubre de 2011

El quejón nacional

Francisco Angulo
Taller de Comprensión y Producción de Textos II



El quejón nacional constituye una entelequia en el espíritu argentino. No sé si será por incapacidad para ser felices, por la cultura, por nuestros antepasados, pero lo que si salta a la vista es que se reproduce por doquier en toda la sociedad. Ahí sí que no hay discriminación: pobres y ricos, medios y bajos, se disputan quien es el más rezongón, el más punzante para marcar las cosas negativas del país, de la vida, de todo lo que halle a su alrededor.
Y se contagian. Y se multiplican. Y gozan. El cerebro se les fue cerrando y el líquido propicio para su funcionamiento parece contaminado, afectado, o vaya a saber uno que diablos tienen allí dentro para poder repetir maratónicamente todas las desdichas cotidianas. Desdichas que, por cierto, justamente no acostumbran estos hombres. He ahí la clave de su génesis, comportamiento y dinámica: se quejan de algo que no sufren. Y no lo hacen por simple filantropía sino más bien como un estilo de vida. Adoptan para siempre el escepticismo y arrastran la doble moral hasta la tumba.
El quejón argentino podrá dar cátedra de la buena política, de los ideales a los que una nación debe aspirar, pero ni de casualidad se comprometerá brevemente en algo que afecte al interés público. Es más, odia al utópico por el simple hecho de que éste es demasiado optimista e irreal. Se rasgará las vestiduras por la pobreza y al mismo tiempo será el primero en subestimar al limpiavidrios o al trapito. Obviamente, no les dará ni un solo centavo.
Pero su recorrido no termina aquí. Los reproches, a los que hace circular como si fuera un agente difusor de prensa, son vertidos en su trabajo, en el micro o en su auto, en la casa, pensando en voz alta cuando lee el diario. Meneará la cabeza de un lado a otro al ver imágenes catastróficas en el noticiero televisivo aunque sepa interiormente que esa desgracia no le importa en nada y de hecho no movería un dedo por remediarla si pudiese.
Acostumbrará a gimotear por la galopante inflación, siendo él mismo quien ante dos productos de igual calidad, elige siempre en el supermercado la oferta más costosa. Algo parecido le ocurre con la corrupción: se erige adalid de la ética y la honestidad, y en realidad es el primero en callarse cuando ha recibido una ventaja económica de una procedencia turbia.
Así es en todo. Para él, nada funciona correctamente en Argentina y lo hace saber con total esmero y orgullo. En sus discursos morales no faltará que mencione la rectitud y el orden de Suiza. Sí, ya se advierte: cruza sin ruborizarse cualquier semáforo en rojo, nunca está dispuesto a pagar una multa y raramente respeta las señales para regular la velocidad de su coche. En los momentos de plena congestión y embotellamiento urbano, comienza su etapa de excitación. Con la bocina a fondo, se siente complacido, en su salsa, jugando al juego que más le agrada. De alguna manera, en aquellos instantes, logra alcanzar la máxima tranquilidad, el clímax al que nunca llegaría por ejemplo leyendo un matutino dado que ahí le faltaría ese efecto de contagio y contexto caliente, alborotador, que impone el bullicio de la calle.
Y así sigue el quejón nacional, predicando lo que hace tiempo no cumple. Se podrían enumerar miles de ejemplos más. Se me viene a la cabeza, por caso, su lamento hacia las nuevas generaciones que no tienen educación ni cultura. Naturalmente, el hombre en cuestión remolca más de 15 años sin agarrar un libro y apenas sabe coordinar un par de frases sin error sintáctico. Tómelo o déjelo. Pero no hay que olvidarse: nunca lo veremos en apuros, casi siempre manso y sentadito.

Mi interno aprendizaje

Romina Montenegro
Taller de Comprensión y Producción de Textos II



No puede ser que hoy esté acá y de esta manera. No es como lo imaginé, no tendría que ser así… Se me fue todo de las manos… Papi me avisó que iba a ser así, ¿por qué siempre me pasa lo mismo? No aprendo más, pero ahora sí que no se qué hacer. Estos pibes no reaccionaron como habíamos dicho. Es como dijo el viejo, te van a hacer una cama… y yo no lo escuché… ¿para qué habré confiado tanto en ellos? Están rompiendo todo y yo soy la cara representante de este movimiento, me están haciendo quedar mal… ¿Qué hago? Si me voy van a tildarme de cobarde y sería el fin de mi carrera política; y si me quedo me meten en la cárcel…
Tengo que visitar a mi vieja en la clínica… podría ser una buena salida, digna y creíble… no, no, no puedo usar a mami para escaparme de este quilombo que es mío, ¿y si hablo con Pablo? Por ahí puede ayudarme a calmarlos… ¡¡que me va a ayudar a calmarlos si él fue uno de los primeros que se desbandó cuando yo di otra orden!! “Tené cuidado con ese” me decía la vieja todo el tiempo… mírame ahora… sin saber qué hacer y dándole la razón a todos… justo en este momento donde lo único que hago es correr y resguardarme de los piedrazos y las balas.
Yo no quiero esto… ¡¡UHHH!! ¡¡NO LO VÍ!!
Ojalá los viejos estuvieran ahora… si me escucharan en este momento tendría tanto para decirles, hasta se reirían de mi, de ser la primera vez que les doy la razón en todo…
¡!AHH¡¡ Duele mucho… no veo… ¿será el golpe? Debo estar sangrando porque algo cae de mi cabeza… ni gritar puedo, nadie se acerca a ver como estoy, nadie me ve… soy invisible para ellos ¿Esto es lo que querían?, creo que lo lograron…
¿Me estaré muriendo? No siento nada, pero ya no me importa, estoy tranquilo porque no es lo que yo quise. Siempre anhelé una lucha justa, noble y en paz, pero me parece que me equivoqué con mi gente, no son lo que yo creía.
¡Que frío que hace!... ¿A ver si puedo levantarme?... ¡AHH!... No puedo mover ni las manos… no las siento… Al final tendría que haber ido a la clínica y mirá como terminé…

Bondi por 60

Gastón Escudero
Taller de Comprensión y Producción de Textos II



- ¿Cuánto pa’?
-Uno diez, hasta la rotonda de Berisso.
Colocó las monedas en la máquina, miró los asientos y eligió sentarse con alguien. Cabeceó luego de que el colectivero acelerara y se reacomodó nuevamente.
Observaba los adornos que prevalecían en el tablero, espejo retrovisor y ventanilla del conductor, estampitas de diversos santos y un banderín de Estudiantes que durante años había sido abusado por el sol.
En los primeros asientos, cerca de la máquina saca boletos, una señora iba con un niño en brazos. Más atrás un flaco vestido de traje, con un atado de cigarrillos en sus manos, posiblemente se estaba por bajar. Detrás de él dos mujeres adolescentes escuchaban reggaetón u algún estilo semejante de un celular. En los asientos traseros, dos hombres de nacionalidad vecina, descansaban en su posible vuelta a casa.
Dos cuadras después de que subiera él, en la parada siguiente, subió un joven de gorra con una larga visera.
- ¿Cuánto? – dijo el chofer y esperó unos segundos-. ¿Cuánto pibe?
-Aguantá chabón no la agites– mientras metía la mano en el bolsillo que sonaba a monedas.
Él, que seguía sentado al lado de una señora mayor, prestó atención a la escena.
Se cerró la puerta y el micro arrancó. El pibe de gorra portaba una mirada algo descentrada, vestido semejante a un integrante del cuerpo técnico de la selección nacional con un par de zapatillas blancas deportivas. El corte de pelo era muy particular, rapado sobre las orejas y teñida de amarillo la parte superior de la cabeza.
El joven pidió un par de monedas a los pasajeros, pero no encontró respuestas. Miraba constantemente al flaco de los cigarros que lo ignoraba torciendo su vista hacia la ventana hacia el paisaje oscuro de calle 60. Todos ignoraban el pedido, el colectivero comenzó a alterarse.
- Si no tenés guita te bajo pibe, dale mové.
- Eh, para loco, no te pongas la gorra, te dije que ya te pago.
- Dale pibe no te hagas el vivo, mové las pelotas.
- Aguanta gil.
- ¿Qué gil? Negro de mierda.
- Epa ¿estás alterada?
El colectivero empezó a bajar la velocidad a pesar de que no había ninguna parada próxima, la intención era obligar a descender del micro al obstinado pasajero.
El pibe recién subido comprendió la maniobra que intentaba hacer el conductor, de repente le quitó a la señora el niño de sus brazos, sacó un arma, apuntó a la criatura y se ubicó cerca de la puerta, desde donde podía ver a todos los pasajeros.
- ¿Qué haces bigote? Quédate quietito y maneja que para eso te pagan.
- Para pibe, para, no hagas locuras. Si querés pasa, viaja, no hay problema.
- Ah, ahora somos todos buenos ¿no?
La señora, posible madre del niño estaba muriendo de nervios, con ambas manos tapaba su boca y aterrador escenario.
- Tomá, querés plata, yo te doy – dijo el flaco de los cigarros.
- Sí, dame todo lo que tengas. Vayan largando todos porque lo fumigo
- ¡No, no, por favor!
- Vos gorda no bajes la marcha y seguí como venís que si estos apuran sale todo bien.
La situación se tornó demasiado tensa, la señora que iba con él no paraba de rezar el padre nuestro a una velocidad admirable. Las rochas que iban sentadas atrás apagaron la música.
- Limó ml l chabn.
- Callat blda, bja la cbza.
- ¿Qué les pasa putitas? ¿Ustedes quieren fiestas? Mirá que hay para todos.
El joven armado intentaba subordinar a todos, aunque por cierto estaba muy nervioso, eso era lo que más lo asustaba a él que aún continuaba inmóvil observando la situación.
- Nene, vo’ no tene’ idea de lo que estás haciendo. Le vas a hace’ una locura, deje ese bebé con la madre. Te vamos a dar plata si eso es lo que vo’ queres – dijo el hombre que se acercó desde el fondo.
- Callate vos paragua y quedate tranquilito ahí sentado– contestó tercamente- ¿Y vieja? ¿Qué pasa? ¿Ninguno tiene billetes?– preguntó mientras hacía presión con el arma en la cabeza del niño que lloraba desconsoladamente a gritos.
- Por favor, no. Máteme a mí, a mí. No le hagas nada a mi nene, por favor, por favor.
Él se acerco para tratar de calmarlo. Quizás inconsciente, el joven, no comprendía que estaba a punto de cometer un gran error. El colectivero observaba los movimientos por los espejos grandes que tiene para controlar a los pasajeros.
- Flaco en serio, deja el nene, con la madre. No va a pasar nada, te damos todo lo que tenemos y te vas. Ponete en el lugar de la madre, mira como esta.
- ¿Qué sos mi psicólogo?– respondió con su particular voz nasal.
- En serio, te quiero ayudar.
Por un momento el villero se distrajo, entonces el chofer pensó que era su momento de actuar. Bajo el asiento tenía un palo groso con el que controla el aire de las gomas del micro, el atacante estaba cerca, disimuladamente lo saco del lugar guardado e intentó golpear al pibe en la cabeza.
El intento fue fallido y logró apenas golpearlo en el hombro, él, que se había acercado para intentar calmar la situación se sintió frustrado. El joven como respuesta al golpe, entre el miedo y el efecto de los posibles estupefacientes sin pensarlo le disparo al niño volándole la cabeza.
El silencio invadió el colectivo, el pibe dejó caer de sus brazos al bebe muerto y detuvo su mirada en el suelo. El colectivo se detuvo. La madre del niño lloraba horrorizada apoyando sus manos en la ventanilla y se retorcía del dolor.
El joven entonces levantó la vista y vio la señora llorando, se miraron a los ojos y comenzó a llorar como un niño, se agacho tapando su cara. El colectivero detuvo el micro y en conjunto con el hombre de traje lo molieron a palos y a trompadas.
Él volvió a su lugar, al lado de la señora nerviosa que aún seguía suplicándole a Dios. Miró por la ventana; había llegado a la rotonda de Berisso.

Las sombras del pasado

Julieta Rabitti
Taller de Comprensión y Producción de Textos II



Me encuentro solo en mi oscura habitación. Últimamente no determino bien en qué momento estoy dormido, o si sueño despierto. Desde hace ya una semana que me empezaron a perseguir pesadillas que se mezclan con mi pasado. No sé si son producto de mi imaginación, premoniciones o solo mal entendidos de mi mente. La cuestión es que me encuentro aquí, encerrado, en este cuarto, recostado en mi fría cama, esperando que algo suceda.
Todo empezó el lunes por la noche, cuando entre bostezos y vueltas tuve el primer sueño. Me aparecí vestido de general junto a mi difunto tío. Levantaba las banderas de la sublevación y todo parecía marchar bien, cuando una nube gris nos empezó a tapar. Yo hacía fuerza para aclarar la vista, para lograr verme, pero todo se volvía oscuro. El pecho se me empezó a cerrar. De repente, la claridad volvió, y apareció un hombre que me dijo en un tono familiar:
- Relájese General que ya está todo preparado para que asuma la jefatura.
Así comenzó la sucesión de imágenes entrecortadas del pasado que me están hostigando.
El martes volvieron aparecer, pero con una intensidad mayor. Mucha gente, tanta que todo mi horizonte eran personas, parecían recién llegadas, todos cargaban equipajes y sus caras eran de agotamiento. Pedían a gritos comida y vivienda. Yo me tapaba los oídos, pero sus chillidos eran tan fuertes que creí enloquecer. Mi corazón comenzó a palpitar cada vez más rápido, hasta que todo quedó en blanco y mis oídos empezaron a escuchar un leve zumbido. Apareció un hombre vestido de negro que se me hacía conocido, y que con cierto aire de superioridad, me señalaba a un grupo de personas mal vestidas y despeinadas. Pedían, también a gritos, por un salario digno. Parecían locos, embriagados en alcohol, levantando sus pancartas de justicia social. Parecían de otra tierra, algo similar a los indios.
Lo que más me aterraba de todo era el hombre vestido de negro, que me miraba como culpándome de la situación de esos pobres hombres. Yo le intentaba hablar, pero mi vos no se escuchaba. Ese individuo tenía algo contra mí y yo no lo podía averiguar.
Al otro día, amanecí empapado de sudor. Me quedé un rato pensando en la cama, hasta que decidí darme un baño e ir a contarle lo que me pasaba a mi viejo amigo Ricardo, quien tal vez podría aconsejarme. Era el dueño de un lujoso bar de la calle Corrientes y Esmeralda, y si bien disentíamos ampliamente en la gran mayoría de los temas políticos, nos había unido una gran amistad. Me recibió con un fuerte apretón de mano y una botella de whisky. Me sugirió que relajara mi cabeza y dejara de pensar…
- ¡Pues claro amigo! En un par de años de directiva no se pueden enmendar todos los problemas de un país. Vos bastantes cosas hiciste ya. Mira a tu alrededor y podés ver la cantidad de cosas hermosas que hay, mujeres, amigos, diversión. Bueno, ya es hora de que lo empieces a disfrutar. ¡Y ahora brindemos por esta noche!
Las palabras de Ricardo no me conformaron del todo, pero por un buen rato me olvidé de las pesadillas que me acosaban. Tomamos alcohol hasta embriagarnos, charlamos y nos reímos de cómo habíamos envejecido. Su ser aún despedía esa ola de contento, propia de su raza.
Esa noche regrese a casa muy tarde, y topándome con las paredes llegue a mi cuarto. Estaba más relajado y dispuesto a pasar una buena noche. Me desnudé y desplomé en la cama. Por unos minutos, me quedé contemplando el silencio y la oscuridad absoluta de la habitación. Intentaba dejar mi mente en blanco. Cuando estoy por quedarme dormido (si aún no lo estaba) escuché un grito que me sobresaltó, y me encontré nuevamente en una vorágine de imágenes…el hombre de negro me señalaba ahora otra huelga, esta parecía de unos obreros. Se escuchaban tiros y corridas. El ruido del ambiente era fatal. Yo estaba sentado en un sillón y miraba desde ahí, como si estuviera en otro plano. Al lado mío se peleaba un hombre con un policía.
-Yo no hice nada– decía, con un aspecto de desesperación-. Soy inocente.
- Usted queda detenido por alterar y sublevar el orden establecido.
- Le digo señor que acá hay una confusión. Yo nada tengo que ver con esos miserables maximalistas…
La conversación del hombre con el policía se empezó a superponer con los gritos de la manifestación. Yo parecía pegado a ese sillón, no me podía mover. El hombre vestido de negro me miraba desde arriba y se reía de mí. Los sonidos comenzaron a aumentar hasta el punto que todo parecía estallar y luego descendieron, sólo quedó la constante de la risa.
Al otro día, amanecí con la sensación de que algo me iba a ocurrir. Me temblaban las piernas y no podía pensar con claridad. No quería que nadie me viera porque iban a pensar que realmente me estaba volviendo loco. Me encerré en mi cuarto y le pedí a la mucama que me dejara la comida al lado de la puerta. ¿Quién le iba a creer a una persona que sabía que algo le iba a pasar por los sueños que había tenido? Mi única hija me toco la puerta de la habitación varias veces, pero no le respondí. Pasaron las horas, y yo estaba decidido a no volver a dormirme. Estaba aterrado. Sabía que me iba a encontrar de vuelta con esas personas que tanto daño me estaba haciendo. La cara de ese individuo me parecía conocida pero no lograba descifrar de donde. Pensé y pensé, hasta que sin darme cuenta solté las riendas. Volvió la nube gris y con ella apareció un periodista mal vestido que me decía entre murmullos
- TENGA CUIDADO SEÑOR, VIENEN POR USTED.
El informador aparecía y desaparecía. Su voz se fue haciendo cada vez más tenue hasta esfumarse. Yo estaba nuevamente sentado en el sillón. Sentí deseos de llorar y gritar, de pedir auxilio
Es domingo 3 de Julio. Hace siete noches que la mirada siniestra y vacía de ese hombre vestido de negro me persigue. Las imágenes del pasado se me mezclan. Estoy cansado. Creo que me estoy volviendo loco. El periodista me aconsejo me quede en el cuarto, y así lo voy hacer. Es en el único en quien confió.
Estoy recostado en mi cama, esperando. ..
- ¡Señor! ¡Señor!.
- Ya les dije que me dejen la comida detrás de la puerta que no pienso salir. ¡Váyanse!
- Es que lo busca un hombre vestido de negro, que asegura que usted lo está esperando.

La idiotez quiere protagonismo

Carlos Castellano
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Un hombre adulto, no viejo, adulto. Unos cuarenta años en su haber, y ganas de darle trascendencia a su mediocre vida. A pesar de pensar y pensar, no logra encontrar una solución a su problema.
Una tarde, aburrido en su casa, mira televisión y se da cuenta de los personajes sin sentido que hay en ella. Esos denominados “mediáticos”. Es su oportunidad ideal, él no tiene miedo al ridículo. Se presenta en un programa. Por fin, el idiota consigue protagonismo.
Amigacho está en la T.V.

Estrellas estrelladas

Jonatan Gargano
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Se les habían terminado sus cinco minutos de fama. Se miraban entre ellos, preguntándose qué era lo que habían hecho mal, cómo de un día para el otro volvían a ser cinco pibes que se entretenían filmado sus bailes.
La respuesta a esa pregunta estaba a la vista. Ellos no habían hecho nada, no tenían talento alguno para perdurar en el tiempo.
Fueron el pasatiempo de algunos empresarios que explotaron sus “cualidades” y de ciertos adolescentes que se divirtieron bailando sus pasos.
Se fueron como llegaron, los llamados Wachiturros, bailando.

lunes, 10 de octubre de 2011

Éramos jóvenes

Lautaro Manzi
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


La guerra es muy dura y larga. Noches enteras de estar desvelado, atento a la mínima cosa que pueda suceder. Un cielo gris oscuro que parece, nunca va a despejarse, el frío que abarca todo mi cuerpo, ni siquiera siente el “calor” de la amistad ya que mis amigos los he perdido en la lucha. Como ellos, miles más han pasado a otra vida. Mi país natal, Francia, está devastado, ciudades enteras en el olvido, como si nunca hubiesen existido. Sin embargo, el poderío militar portugués es tan grande e incontrolable que continúa avanzado sin importar.
Nuestro ejército trató e hiso todo lo posible por afrontarlo pero nos vimos claramente superados a nivel industrial. Nuestro armamento no era abundante y además muy básico. Con el transcurso de los días fui perdiendo compañeros y a la vez sobreviviendo, ya que la pérdida de éstos, significaba más comida para el resto.
Soy uno de los más grandes de los que quedamos y aún estamos en el campo escuchando los bombardeos cercanos, oyendo los tiroteos incesantes e interminables, granadas que se encuentran en el suelo y que se deben esquivar, no tenemos ni un minuto de paz; el silencio es algo que me gustaría volver a conocer.
Con mis veinticuatro años maduré repentinamente y he sido obligado a madurar tras los hechos que estoy sobrellevando. La tregua es el milagro que todos ansiamos, los nervios que carcomen nuestra mente, una incertidumbre absoluta del futuro, sólo nos queda la fe. Somos soldados, luchamos pero la última esperanza es la fe.
La gran diferencia entre ellos y nosotros es la edad y la madurez de los portugueses. Noté en sus caras aguerridas un deseo de victoria, de no tener interés por el que tiene en frente. En el campo de batalla, no tenían piedad por mis pares, los mutilaban, en fin, los exterminaban.
Pedimos socorro a nuestros jefes cuando nos dimos cuenta que la situación era imposible de revertir, sin embargo,nunca recibí noticias. Lo mismo ocurrió con los alimentos, hace ya cuatro días que lo que queda del batallón no ha recibido nada y por tal motivo se denota la falta de energías en ellos.
Espero que la experiencia que estoy viviendo se dé a conocer por medio de esta carta.La falta de recursos, el temor, la disolución y desesperación que hemos sentido todos. Somos jóvenes que merecíamos vivir como tales.

El ataque Kamikaze

Lisandro Portelli
Taller de Comprensión y Producción Textos I



El rumor dice que hay alrededor de veinte muertos, lo que sí puedo asegurar es que dos aviones kamikazes hundieron un acorazado y un portaviones generando pánico y terror en los soldados y habitantes de la isla.
La Base Naval se encuentra en el sur del pacífico en el archipiélago hawaiano. En la enfermería de la ciudad están esperando ansiosos la llegada de algún herido, pero según lo que se puede escuchar de la gente que viene del puerto, afirman que no hay ningún sobreviviente.
Los primeros testimonios cuentan que los radares militares detectaron a los aviones pero las fuerzas aéreas del lugar no lograron detener a todos los kamikazes. Eran cuatro, dos explotaron en el aire, sin embargo, los otros dos cumplieron con lo que seguramente era su misión, la destrucción de los barcos.
El almirante de la Base, entristecido por la pérdida de sus subordinados, comentó que sabían de la enemistad del gobierno oriental, no obstante, no esperaban el ataque. A su vez, afirmó que era muy probable que en Washington decidieran declararle la guerra a Japón.
Al finalizar el día, llegó la noticia más triste: hubo veintiséis muertos y ningún sobreviviente. El pueblo no es el mismo de ayer, el miedo se apoderó de todas las personas, inclusive del que les escribe.

Año nuevo y revolución

Bruno Gatti
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Arribé a Cuba durante la última semana de diciembre de 1958. Al salir de aeropuerto y asomarme a la calle, pude sentir y comprobar que era una mañana muy calurosa, a pesar de que el invierno ya había caído. El radiante sol y el alto porcentaje de humedad me obligaron a caminar por la sombra.
En La Habana había muchos clubes sociales, a los que asistían la clase alta cubana y los norteamericanos que viajaban frecuentemente a la isla para divertirse. También había casinos y hoteles lujosos. Pero en contraste con esto último, la mayoría de los cubanos vivían en pésimas condiciones.
La gente moría de hambre y de enfermedades. Vivían en casas insalubres, de tipo conventillo, y gran parte de la población era analfabeta. Además el régimen, presidido por Fulgencio Batista, había desencadenado una persecución a sus opositores, lo que desató, en lo inmediato, la formación del movimiento 26 de julio, con el claro objetivo de derrocar al dictador.
La noche del 31 de diciembre se organizó una gran fiesta, en uno de los clubes sociales más importantes de la isla, para celebrar el año nuevo. Participaron de la misma, funcionarios del gobierno cubano y la burguesía estatal y estadounidense. Apenas comenzado el año 1959, el presidente Batista se vio obligado a renunciar ante la resistencia de los rebeldes, quienes por ese entonces contaban con un amplio apoyo popular.
En las calles de La Habana, y en todo el país, la gente se concentró en las calles para festejar la revolución y el fin de la dictadura. Un grito de júbilo estalló cuando un auto entró en la capital, transportando al comandante Camilo Cienfuegos, cuyo nivel de popularidad estaba a la altura de Fidel Castro, acompañado por sus tropas.

El último pelotón masacrado

Roberto Jesús Ortiz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Mientras el sol se iba escondiendo, me senté en un cajón de madera con mi fusil herrumbrado y las pocas municiones que me quedaban. El último ataque fue devastador. De doscientos hombres, sólo quedamos cincuenta. Era de noche y estábamos incomunicados con el cuartel general; necesitábamos ayuda, sin lugar a dudas, pero no había señales de que ésta fuera a llegar.
A esa altura, me parecía inútil pensar en el país, la patria y los ideales por lo que dije haber luchado, en algún momento. ¿De qué servía todo ello? Inmolar la vida injustamente por causas que no eran de mi incumbencia y ser sólo un ínfimo eslabón en la cadena de la humanidad. Fue muy triste. La única energía que me quedaba, comenzaba a agotarse.
Es éste un lugar inhóspito, donde se siembra la sombra, ya que las hierbas no crecen; lugar donde se come mal y se duerme peor, y donde pesan más los recuerdos en tu cabeza por sobre el cansancio y la resignación del cuerpo. Rendirse o salir a atacar en esas condiciones, para mí, era básicamente lo mismo.
De manera increíble, nos encontrábamos en un valle. Pura inoperancia organizativa de los generales, que con voz ronca y ensanchando el pecho, guitaban: ¡Viva la patria!
El ambiente era tenso y deprimente. Trataban de alentarnos pero no hubo caso. Intuía que sería una noche decisiva, y en ese instante una balacera atravesó el cuerpo de un compañero. Su grito se perdió en la oscuridad. El alboroto se adueñó de las tiendas de campaña y todos salimos corriendo con el único objetivo de disparar hacia donde sea. Pero…
Tuve la suerte de sobrevivir, aunque como prisionero. Sin embargo, nada me cuesta reconocer que el enemigo me ha tratado con cortesía. Y hoy, mientras repaso esto, pienso que Dios no se acordó de mis amigos, pero me asignó la tarea de reivindicar su orgullo y su coraje.
Puedo decir, cargado de lágrimas, que formé parte del último pelotón masacrado.

lunes, 3 de octubre de 2011

Oscuridad

María Belén Zarranz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Ese profundo miedo me consumió al despertar. No escuchaba nada más que el sonido de los latidos de mi corazón, que parecía que iba a salirse de mi pecho.
“Fue sólo una pesadilla”, me decía a mi misma y hacía resonar esa frase, una y otra vez en mi cabeza para convencerme y así lograr que el temor, que se apoderaba de mí, se disolviera en el aire.
Pero no, por más que lo intentaba, recordaba esas espantosas imágenes que hacían estremecerme. Sólo quería olvidarlas, borrarlas de mi memoria. Me sentía paralizadas por ellas, no me dejaban pensar coherentemente nada.
Intenté muchas veces, durante la noche, calmarme, respirar hondo e imaginar cosas más agradables que esas que habían aparecido en mis sueños. Pero era una cuestión imposible de lograr. ¿Cómo podía hacerme la tonta, después de haber visto esos ojos que me observaban y analizaban y de los cuales no podía huir?; ¿Cómo podía fingir que ese ser oscuro no había tocado algo dentro de mi alma, modificándola para siempre…?
Si dirigía mis pensamientos hacia la pesadilla, podía volver a vivirla en cámara lenta. Recordaba todos y cada uno de los detalles, los olores nauseabundos de ese campo en las penumbras de la madrugada, los horribles ruidos de gritos desesperados pidiendo ayuda sin cesar, y esa figura… con sus manos secas y lastimadas, su andar despatarrado por los yuyos, su cuerpo deformado por quién sabe qué y el susurro de su respiración entrecortada que me ponía nerviosa.
Sentí morir al despertar de esa horrible secuencia de imágenes que se confundían, ahora, con mi propia realidad. La desesperación me atrapó, mi ser se colmó de pánico y me convertí, por unos instantes, en la persona más irracional de la tierra.
Poco a poco, el sueño me fue ganando. Pero sin embargo, las noches siguientes por la medianoche, seguí despertándome sobresaltada, anhelando como jamás lo había hecho antes que por favor algo me hiciera borrar la figura de mi mente, por temor a perder la cordura para siempre.

Adiós

María Belén Zarranz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Tendida en mi cama, después de haber pedido que me saquen de ese horrible hospital, pienso en los años vividos.
Mi cuerpo sufre los dolores de los golpes causado por ese espantoso accidente automovilístico. Son tan fuertes las puntadas en mi columna que suelo quedarme sin aire por unos segundos cuando siento una.
Mi familia se dedica a observarme. Se pasan largas horas mirándome y llorándome, cuando preferiría que me leyeran un cuento o me cantaran una canción.
Siento mi corazón paralizarse de repente, doy mi última mirada a mis hijos que no logran contener sus lágrimas. “No lloren”, intento decirles, pero sólo siento que mis ojos se cierran poco a poco.
Muero. Me desprendo de mi cuerpo y divago por la casa durante el día, mientras veo cómo lo preparativos para el funeral se organizan.
Amigos y parientes que llegan a mi casa, donde mis huesos y mi piel descansan sobre un frío ataúd. Mi cara es blanca y ojerosa. Mis labios, entre abiertos, están tensos. Mis manos reposan sobre mi estómago.
Yo simplemente quiero partir de una vez hacia la luz, de la que tantas veces me hablaron. Porque tengo frío, pero por suerte el sufrimiento ha desaparecido.
Quisiera gritar que no deben preocuparse por mí… quisiera que escucharan las carcajadas que ahora sí puedo largar… quisiera que se secaran las lágrimas y que me recuerden con una sonrisa.

Lo inmortal

Nicolás Hornos Barreiro
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Arriba de un Cadillac modelo 83 nos dirigíamos en busca de un desahogado descanso de la locura urbana existente en Michigan. Buscábamos en un mapa un destino lejano y tomamos un atajo por las rutas rurales. Fueron dos horas de viaje las que bastaron para que la fatiga y el aburrimiento se apodere de nosotros y empezáramos a basilar historias macabras relacionadas a lo inmortal que dominaba a las criaturas endemoniadas. La gente de aquella época no creía en la existencia de lo inmortal, estas historias eran desaprobadas por la sociedad, aunque las mismas deambulaban libres como las brisas que tocan los oídos y generan dudas en lo profundo de la esencia humana.
La noche llegó pronto, repentinamente. Y el misterio empezaba a mostrarse en cada segundo de la ruta. Una niebla extensa y sofocante nos sorprendió. La visibilidad empezó a disminuir al igual que la velocidad del Cadillac. Mientras Jack Brown ojeaba el mapa, y Rod Williams hacia templar el volante, empecé a hacer comentarios sobre lo inmortal.
-¿Que harían ustedes ante lo inmortal? - Les pregunté. Pero el silencio en ellos era más que una respuesta. Entonces recordé una antigua leyenda que tenía varios siglos de vida y parloteé durante una hora hasta creerla.
La historia tienen lugar en la mitad del siglo XIX y trata el mito de Pachallsmank, un pueblo escondido entre el límite de Michigan e Indiana, en donde las criaturas divagaban frecuentemente como el viento y lo imposible era real. La vegetación no existía, todo estaba cubierto de cenizas y lo más curioso es que los indios y las criaturas veneraban a lo inmortal. Solo se sabía que el individuo que pise el suelo sería eternamente despojado de su alma.
– ¡Daria nuestras vidas a lo inmortal por un minuto allí, parlanchín!- objetó Rod con una sonrisa en su rostro, quise continuar con mi relato pero las burlas carcomían mis oídos. Unos minutos después el silencio calló los labios de ellos. La niebla desapareció por completo, un letrero antiguo era devorado por nuestro mirar: “Bienvenidos a Pachallsmank”…
El lugar mostraba lo anteriormente dicho, lo único que no se había detallado antes era la sorpresa que mostraron nuestros rostros. Una tranquera oxidada de cuatro metros de alto y una extensa reja de la misma altura interrumpía la ruta y era infinita en si. Bajamos del Cadillac sorprendidos y abrumados por lo que nos mostraba el horizonte. Nuestros pasos hacían ecos abrigadores en ese suelo. Rod y jack contemplaban ese monumento indescriptible, me dispuse a volver al auto a buscar un abrigo y vi, a mis espaldas, decenas de de ciervos, venados, gaviotas, lobos y antílopes. Estaban apartados, ajenos al pueblo. Pero lo más sorprendente era que miles de cuervos cruzaban rápidamente el cielo en dirección hacia el pueblo.
-Increíble pero cierto – mencionó Jack y dirigieron sus miradas hacia mí, buscando respuestas que no encontrarían. Decidimos entrar, abrimos la tranquera, entramos y se cerró sola. Vimos como la niebla papaba la tranquera y dejamos de presenciar el horizonte del otro lado.
Caminamos por un turbante, era un suelo de polvo, a lo lejos se veían varias aldeas, de escasa pintura. Viejas raíces negras en el suelo y cuervos deambulaban formando un círculo en un cielo de color fuego intenso.
El camino desbordaba al pueblo formando una calle principal, no había ningún movimiento humano, el silencio se apoderaba del ambiente. Mientras visualizábamos los aspectos extraños del lugar, escuchamos a lo lejos el sonido rocoso de un piano turbulento acompañado de miles de aplausos provenientes de una cantina. Avanzamos a paso lento, mientras que las pulsaciones se aceleraban, palpaban las paredes y vibraban los latidos de mi corazón. Miré mi reloj y marcaba las siete de la tarde en punto, puse en una balanza de valor la idea de entrar a ese lugar, por más siniestro de lo que era teníamos que pasar la noche en algún lugar. Abrimos las puertas y nos encontramos con un tumulto de personas, si así se las puede llamar. Cantaban, bailaban junto al piano, sus rostros pálidos, sus pieles eran blancas como las de un muerto, una fuerte y oscura ondulación negruzca, a la que llamaremos ojera, rodeaba el contorno de los ojos de esta gente extraña. No se habían percatado de nuestra presencia, ya que estaban de espalda, y asimismo nuestro espanto crecía en cada minuto que pasaba, hasta que Rod sin prestar atención por accidente rompió un vaso.
En la siguiente escena se detiene el tiempo por un minuto, no hay ninguna acción de los personajes, pero el piano no interrumpe su sonido.
Las personas apuntaban sus miradas hacia nosotros, no nos podíamos mover, era impactante ver sus rostros, estaban carentes de calor, y nos dimos cuenta en pocos segundos de que eran ciegos, tal vez el sentido de su olfato había percibido nuestra llegada. Empecé a pensar teorías inciertas y a tratar de recordar algún episodio que me esclarezca las cosas, entonces recordé las palabras de Jack: “daría nuestras vidas a lo inmortal”. Miré a mi alrededor y toqué mi pecho, no encontré latidos. Miré a Rod y a Jack, estaban pálidos, sin signos vitales, miré hacia una pared y en un espejo me di cuenta de mi apariencia, era igual a la de ellos y de los demás. Estábamos muertos.
Un fuerte viento punteó la aguja del reloj y recobramos los movimientos corporales, Rod y Jack cayeron rendidos al suelo, mientras se desangraban, fue cuando esas personas se abrieron y pude ver lo que había detrás de ellos, se empezó a formar una grieta en el piso de la cantina y voló el techo al fin. Las paredes se derrumbaron, mis ojos fueron testigos de algo impactante, en un rincón estaba el piano intacto, a salvo de toda tragedia, en el otro rincón estaban las personas muertas, en pie, esperando cualquier tipo de error, esperando un fuerte desenlace. Y en el medio estaba eso que observaba todo aunque no tenia ojos, pero su singular y siniestra aparición no daba buenos pronósticos. Quieto en su sitio, esperaba, mientras se iluminaba el fuego en su interior, luego empezaron a salir criaturas de su silueta, se rompían los contornos de sus paredes, fueron cuatro criaturas, feroces, endemoniadas, que lloraban mientras sangraban sus cuerpos que más bien eran esqueletos de escasa anatomía. Se arrastraron y luego comenzaron a volar a mí alrededor, mis ojos empezaron a sangrar y resucité para morir nuevamente. Se desabrían mis venas, caí al suelo retorcido, arañando las cenizas, pero seguía viendo eso tan perturbador, tan siniestro, y pensé: ¡Eso es lo INMORTAL!