jueves, 24 de noviembre de 2011

Lucía

Melina Graiver
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Un árbol. Una gota de rocío se deslizaba por la hoja anaranjada. Era otoño, un día que no hacía demasiado frío. Contemplaba la ventana, el árbol, la gota.
Tenía un papel en blanco frente a la mesa, pero no podía escribir, no había historias lindas que contar. El otoño es una de las estaciones más tristes. Sólo se escuchaba el ruido del viento que chocaba con las hojas de aquel árbol y como telón de fondo la radio. Una radio que últimamente no dice nada.
¿Qué escribir? ¿Para qué escribir? En este universo de nombres, no somos nadie, no se nos reconoce ni el derecho a la vida ya. Estoy pensando demasiado, no puedo pensar así. Vuelvo a la ventana, al árbol.
Dibujo mi nombre en ese papel, le pongo formas y colores. Definir su figura no me define a mí, pero me da ganas, esas ganas que ya no tengo, de ser escritora, de ser grande. Me da esperanza de llegar, de poder hablar. Pero no, no se puede, no tengo que pensar. Tengo que dibujar letras lindas en un papel, tengo que escribir en prosa. Hablar del otoño y de romances inventados.
Haber nacido mujer nos define de manera caótica. Ser parte de esta familia aún peor. Sus reglas, sus órdenes, sus secretos. Quiero huir a un lugar donde pueda ser eso que anhelo. Quiero gritar.
Me acomodo el pelo, me arreglo la falda y vuelvo a sentarme frente a esa ventana. Toda mi vida mirando una hoja en blanco que no dirá nada, que no verá nadie. La congoja que me aprieta el pecho y que me hace temblar los labios, dos lágrimas que se escapan y que seco rápidamente.
Se escuchan pasos, una conversación y silencio. Vuelve la radio a ser el único sonido monótono de la casa. Respiro profundo y calmo mis nervios. No debo pensar en eso, debo imaginarme reuniones felices, un novio generoso. No puedo ser escritora, debo dejar de leer esos libros extraños que robe de la biblioteca de la universidad. Debo dejar de hablar con Mario, papá no me lo perdonaría.
El reloj marca las tres. Debo definir qué voy a hacer, si voy a la reunión con Mario y sus amigos no podré volver a casa. Si me quedo, será una hoja en blanco.
-¿A dónde vas Lucía?
-A la biblioteca Mamá. Me olvide que tenía que devolver unos libros.
-No te tardes.
Solo un nombre, en el desierto de las palabras que se ahogaran en silencio… Sí, soy Lucía.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotones

Pedro Agustín Zudaire
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Su aspecto, mezcla de andrajosa refinada, evocaba un pasado diferente. Había cajas, atestadas de fotografías; simples mutilaciones de un cuerpo (encuadres). El baño era un laboratorio con paredes luminiscentes rojas. Tres bandejas, dos químicos, una ampliadora. El único ambiente que tenía, estaba hecho de “ventanas”. Podía programarle millones de paisajes diferentes.
Hablar de la muerte era penado por ley; el erotismo y el sexo también, junto con cualquier actitud que pueda inducir a ello. Era evidente, ya no cabían en el mundo. La tierra estaba plagada de personas; las políticas demográficas de estado eran verdaderos insecticidas, pero contra la raza humana; los glaciares formaban parte de los manuales de historias; los bosques eran como una aguja en un pajar.
Una computadora central registraba las conversaciones de todas las personas. Al nacer, les incrustaban microchips. Así, el estado, omnipresente, podía controlar a cualquier “desviado”.
Lo material era lo virgen, lo no dañado. Satín fotografiaba partes su cuerpo; preservaba los instintos prohibidos, congelaba pasiones. Revelaba en su laboratorio. Era obsesiva. Revelaba sólo para contemplar, luego, las imágenes. Le excitaba. No su cuerpo, sino las fotos, las fotos de su cuerpo; alguna que otra vez llegó a masturbarse, muy disimuladamente. Se avergonzó, pero estuvo en el podio de sus recuerdos.
Su infancia modelo no la diferenció de los demás. Añoraba a su familia, ya muerta, con el mismo rencor que le producía la vida, por aquello mismo. Hace años que no conversaba con nadie, le desagradaba. No salía. “Sin guerra, pero en la trinchera”, solía pensar. Un silencio ensordecedor golpeaba a cada instante su cabeza.
Un espejismo. Así eran sus días. Estaba sin empleo, por elección. No era habitual estarlo, el trabajo desbordaba. Comía la “ración de la dignidad” que le enviaba el gobierno. Nunca había silencio, siempre había melodías. Schubert. Esa era la única música que oía una y otra vez. Mezcla de nostalgia, desesperación, tristeza y serena demencia. “La trucha” era su favorita. Guardaba algún recuerdo prohibido de sus antiguas lecturas (Adorno, Kierkegaard, Nietzsche), pero ya no le importaba. En ella, la idea de esperanza no existía. La vida era el día. Y como un retrato inverso de su realidad; como una forma autista de rebeldía; como el último bastión de la absurda resistencia, se dedicó, incansablemente, a escribir, a escribir con luz.

Desgastarse

Ana Minini Venega
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Salgo caminando por la vereda principal con la galantería que mis trapos ameritan. Una señora gorda y fea, envuelta en una sábana de flores raras me mira con indignación, acelera el paso y sube a la vereda.
Llevo un bolso hecho con la más fina arpillera, donde traigo recortes del pasado: la Gran Tercer Guerra, lo que dejó y lo que se llevó.
Por momentos cojeo, pero con una postura recta lo disimulo. El color de mi uniforme todavía no se ha oxidado, por lo menos algo de este mundo corroído tenía que preservarse.
Llego a un cruce de avenidas y espero en la esquina a que el semáforo frene a los que salvé.
- ¿Una moneda tendrá el señor? –pregunto sin más y en general.
El sol nos está curtiendo la piel y los desagradecidos en sus camionetas brillantes dejan sus codos afuera de las ventanillas, pero ninguna moneda resplandece.
Me siento y pienso. La gente sigue y los veo ir; se van a encerrar en la realidad que desconocen.
Yo soy libre, me siento así.
Las bocinas y un par de gritos apurados me pierden. Los niños están saliendo de la escuela, puedo oír sus risas; y temo por cómo terminarán siendo.
Suspiro y me limpio la frente con la manga de la camisa. El calor está causando efecto, estoy cansado. Recuerdo a quienes se quedaron con nuestra existencia. ¿Dónde están ellos ahora? ¿Dónde estoy yo que sé la verdad?
Minutos y horas pasan. Sé que todo está podrido y me molesta no poder hacer nada. Más aún que no se den cuenta. No soporto verlos pasar e ignorarme a mí, mostrándoles lo que son, negando.
Un poco de aire entra por los agujeros de mis viejas botas negras y me siento mejor, hasta esperanza de que la noche llegue pronto y un día más se vaya sin que me percate.
Vuelvo por la avenida sin haber recibido nada, siquiera una mirada de comprensión o apoyo. Pateo las piedritas del asfalto hasta toparme con la última zona de la ciudad con calles de arena. Las botas ahora están dentro del bolso y la naturaleza humanizada corre por mis dedos libre.
Otra vez las risas del futuro: niños corriendo de un lado al otro de la plaza que hace de hogar. Sonrío con la ilusión de que no sigan el ejemplo.
El hambre se empieza a sentir, es hora de una siesta de anestesia. El mismo banco de siempre, por lo menos de los últimos cinco años. Blanco pero manchado, duro y áspero como la propia vida.
Boca arriba miro el cielo y las hojas de los árboles que lo cruzan. Respiro aire limpio, y extraño.
Evoco los años de lucha y lo anterior, la total alienación. Alienado pero feliz, durmiendo acompañado, sintiéndome seguro y parte de algo. ¿Dónde quedó todo? ¿Por qué me lo sacaron?
Mis ojos se cierran con fuerza, y me obligo a dormir para olvidar por un rato. Inhalo y exhalo largas bocanadas de oxígeno para relajarme y nada sucede.
Los pájaros primaverales hablan con el sol y los envidio. Tantos colores y yo tan gris, ni siquiera por elección; obligado por todos ustedes que me ven y siguen de largo, incluso asustados.
Sólo los espanta la realidad chocándolos, me dan pena. Pero por lo menos algo siento por ustedes, no los ignoro. Son parte de lo que soy, ustedes me hicieron así.
Respiro intensamente una vez más y me entrego al sueño esperando no despertar en este lugar.

viernes, 4 de noviembre de 2011

No dejarse matar

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



La noche ofrecía una visibilidad excelente gracias a una luna llena que nos representaba un cuidado mayor. Nosotros cuatro; Ané, Irisarri, Demarchi y yo, Galaz. Los tres primeros eran reclutas y yo era el sargento de una unidad que conmigo sumaba algo, pero no mucho, de experiencia en combate.
Nos encontrábamos bajo fuego y trotábamos agachados resguardándonos tras unas maquinarias agrícolas que estaban abandonadas a la vera del camino. Buscábamos el flanco que nos permitiera ver con facilidad el origen de los disparos.
Estaba claro que el enemigo no sabía que nosotros estábamos en misión de flanquearlos, como tampoco sabíamos nosotros si ellos estaban haciendo lo mismo. El combate llevaba ya tres horas y el cansancio se hacía sentir en las piernas y la espalda. Cargábamos nuestras mochilas con equipo más los fusiles.
El vasco Irisarri, un recluta regordete pero más por contextura, ya que poseía un buen estado físico, era en su vida de civil abogado. Sentía una afinidad casi romántica por lo bélico. Alguna vez en el campamento habíamos hablado y al enumeraba casi de memoria los conflictos esputando consignas patrióticas. A mi particularmente, la cuestión patriótica me cansaba un poco. El ejército necesariamente genera una visión violenta y poco racional de las relaciones humanas.
Demarchi era médico, bajo y de semblante tranquilo había perdido un hermano durante la invasión y luego de eso, como es además natural, hablaba poco pero siempre acotando con racionalidad. No dudaba, pero pensaba muy bien antes de actuar. Siempre es bueno tener en momentos de irracionalidad a alguien que intelectualizara más las cosas. Sabia como llevar tranquilidad a los muchachos y yo le estaba muy agradecido por eso.
Ané era chacarero, un muchacho unos años más joven que nosotros tres. Estudiaba agronomía y los últimos años había pedido prorroga pero se le había denegado por la necesidad de hombres que tenía el ejército. Era el de menor experiencia aunque eso no determinara nada. Estábamos todos en la misma. No dejarse matar.
Los disparos pasaban un poco más lejos y podíamos ver los ases de luz de las balas trazantes, seguíamos agachados en fila india, yo adelante. Pudimos llegar hasta una lomada que nos dio respaldo y nos apoyamos. Sentimos las vibraciones que generaban los estallidos de los morteros contra la tierra. Ninguno de nosotros sentía miedo, o no lo demostraba. Los gritos de los desgraciados que eran alcanzados por los perdigones o por las balas nos hacía recordar lo cerca y lo fácil que la muerte se presentaba en esa situación.
-Voy a mirar – dije.
Me di vuelta apoyando el pecho sobre la loma y me arrastre hasta que pude ver con cierta claridad como desde dentro de un monte a unos cien metros partían los disparos.
Son dos ametralladoras calibre 50 – les dije y agregue – se necesitan mínimo dos por por cada arma.
-¿Qué hacemos? - pregunto Ané – ¿Les tiramos una granada?
-¿Te quedan granadas? - lo apuro el vasco.
-Sí, una – respondió el recluta.
-No – los interrumpí-, estamos demasiado lejos todavía, vamos a revelar nuestra posición.
Estábamos protegidos detrás de la loma. A unos cincuenta metros había una crotera pero para llegar debíamos quedar expuestos a los tiros, con nuestro equipo y la luz que daba la luna nos delataríamos, era una muerte segura o muy posible.
-Si pudiéramos llegar hasta la crotera, tendríamos buen fuego sobre el monte- Dijo Demarchi.
-Es verdad- reflexione- pero sería por solo unos minutos. Cuando descubran nuestra posición, nos fusilan. Las croteras están hechas de barro, las balas de la calibre 50 las traspasan como manteca.
-Tiene razón, Sargento. Las balas destruirían la crotera en dos ráfagas- me respondió el doctor y agrego- pero fíjese que el ángulo de la 50 llega a lo sumo hasta esta loma. Me acuerdo de que en el entrenamiento nos enseñaron la calibre 50 y notamos que el ángulo del pie le permite un giro reducido y estoy seguro que esta loma está en el límite de ese ángulo-. Siempre con verdadera calma, era asombroso el semblante de ese hombre, por un lado me alegraba tenerlo de nuestro lado pero no pude evitar sentir lastima por esa persona desprovista de sentimientos.
Era verdad lo que el doctor señalaba, la calibre 50 tenía un ángulo reducido de giro. Si nos arrastrábamos podíamos dejar la loma y llegar a estar fuera del alcance de las balas del enemigo.
- Vamos a tener que dejar el equipo y llevar solo lo imprescindible. Ensucien con barro las partes cromadas de los elementos que carguen, la luz de la luna puede hacerlas brillar y delataríamos nuestra posición- fueron las instrucciones que les di antes de partir.
Dejamos las mochilas, mire para atrás para cerciorarme de que estábamos listos y vi que el vasco se había embarrado toda la cara. Es increíble cómo se puede hacer para tener humor en ese momento, supongo que sirve también como distensor, pero su expresión de dientes apretados y la cara toda sucia, hizo que me riera y le solté – Dale Rambo, seguime. No levanten la cabeza por nada del mundo y hagan movimientos discretos.
Cuando habíamos avanzado algunos metros el chacarero dijo – No nos vieron -. Ya lo sabíamos pero había algo tranquilizador en decirlo.
Volvíamos a sentir en el pecho la vibración por los estallidos de los morteros.
Una vez en la crotera pudimos divisar al enemigo. Como lo había sugerido, eran cuatro soldados, dos por ametralladora.
No se han percatado de nuestro movimiento, pensé. Podíamos ver con cada ráfaga las posiciones del enemigo, estábamos más cerca de lo que creíamos
-Vamos a tener que tomar uno cada uno y disparar todos a la vez – propuse.
-¿No sería mejor tirarles la granada? - pregunto Ané.
-No es conveniente – afirmó el doctor y agregó-, aunque estamos a una buena distancia es improbable que matemos a los cuatro con una granada. Si alguno queda vivo es cuestión de que apunte con la calibre 50 en esta dirección y estaríamos perdidos.
El vasco los midió con su arma y dijo – Sargento, yo me cargo al que dispara del lado norte. Puede ud. apuntar al otro. Que Ané prepare la granada y Demarchi apunte al cargador de la primera. De manera que cuando caigan los dos artilleros y un armero el que quede vivo no va a tener oportunidad de acomodar la ametralladora, tenemos el elemento sorpresa de nuestro lado.
-Tiene razón el vasco – dije-, Ané, prepare la granada yo le voy a decir cuándo. Demarchi venga, póngase a nuestro lado, vamos a apuntar.
Nos dispusimos a apuntar los tres, los caños sucios de los fusiles no brillaban bajo la clara luz de la luna y eso me tranquilizaba.
-A la cuenta de tres disparamos, cuando yo empiece a contar ud.Ané le quita el seguro a la granada y cuando hayamos disparado la tira, ni un segundo mas ¿entendió?
-Sí, mi sargento- respondió el chacarero.
- Uno – Dije y escuche como saltaba el seguro de la granada -, dos – pude ver como los caños de los fusiles lograban posicionarse rectos junto al mío – tres – y los fogonazos fueron casi simultáneos. Pude ver como caían los dos artilleros y el armero. Nuestra puntería había sido muy efectiva. La granada estallo a los pocos segundos alcanzando al otro armero que ante el ataque no había tenido tiempo de nada. Un grito escalofriante se oyó, seguido de eso unos gemidos guturales nos indicaban que alguno había quedado vivo, pero mal herido. Luego de esperar lo suficiente para cerciorarnos de que estaban fuera de combate nos acercamos. Eran jóvenes también como nosotros. El que agonizaba ya había muerto y el vasco se lamentó – Me hubiera gustado rematarlo-.

Pendejos

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Lo primero que pensé cuando me puse los borceguíes que te dan en el entrenamiento, fue que me iban a romper los pies y en este momento siento que son zapatos de piedra. Hace tres horas que esperamos vestidos y con todo el equipo para que nos trasladen al aeropuerto de Bahía Blanca, donde estamos haciendo la colimba. De allí iremos a Comodoro Rivadavia y luego de unos días, dicen, a Malvinas. Nos informan que está todo muy tranquilo y que ellos no se van a arriesgar a una guerra a 14.000 kilómetros de distancia, pero yo no estoy tan seguro.
El barrancón donde estamos y pasamos los últimos seis meses se me representa ahora como una casa que tengo que abandonar, aunque el olor a humedad hoy es más fuerte que de costumbre, los catres vacíos con los bolsos a los pies, los colimbas sentados jugando a las cartas o tocando la guitarra dan el aspecto de un lugar no tan desagradable, como una premonición de que a donde vamos, no estaremos tan bien como acá. Algunos compañeros cantan el himno, otros escriben cartas. Las expresiones en sus caras son variadas pero nadie parece sentir miedo. Nos han dicho que vamos a estar bien que todo el país nos apoya y que vamos a volver como héroes, que… ¡ya lo somos! Por lo que he leído la valoración de los héroes casi siempre viene cuando estos ya murieron y en un contexto de guerra que me digan que voy a ser un héroe no me deja muy tranquilo. El zurdo Aguirre, un colimba flaco y escurridizo, imita al Sargento Roncino y nos reímos, nos sirve para distendernos un poco y funciona.
Cada tanto se ven luces de camiones que se acercan y pienso que ahí vienen a buscarnos pero las luces siguen y me doy cuenta que estoy aguantando la respiración cuando suelto el aire y en forma de suspiro desinflo el pecho.
Yo no sé mucho de las Islas, ahora recuerdo las clases de geografía del secundario cuando el profesor Blancagrande, fue el único que alguna vez nos habló de ellas y de cómo los ingleses las habían usurpado en 1833. Recordando pienso en mi madre, en como lloraba cuando me subía al micro que nos llevaba a Bahía Blanca. Ni ella ni yo nos imaginábamos en ese momento que iba a ir a la guerra. Anoche hable con papá por teléfono. Nos dieron diez minutos a cada uno para que llamemos a nuestras casas. Él me dijo que mamá justo en ese momento no estaba, que se había ido a lo de Julia, la vecina, porque están preparando la Kermesse de la parroquia para el domingo, pero yo sé que no es verdad, porque pude escucharla por lo bajo entre sollozos decirle a papá: Jorge, decile por favor que se cuide. Y me di cuenta por como intentó disimular él también las ganas de llorar. Justo antes de cortar fue que me dijo con la voz casi quebrada: cuidate hijo, por favor, cuidate. El golpe en la puerta del barrancón me sacó del recuerdo y me llevó directo a la cara del Sargento Roncino que me miraba mientras gritaba: ¡Vamos pendejos, suban al camión que hoy se empiezan a hacer hombres!

martes, 1 de noviembre de 2011

Un robo salvavida

Matías Maniago
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



En las sombrías veredas de la ciudad de La Plata, bajo un árbol de ramas extensas y sobre pilas de cartones, se encontraba descansando Martín Solanas, de unos quince años.
Su madre había fallecido cuando él era un niño y su padre había sido un violento hombre de apariencia robusta cuyos antecedentes demostraban haber tenido serios problemas con el alcohol. En su antiguo hospicio, un refugio para niños huérfanos o con problemas familiares, Martín había expresado su odio hacia el padre y confesó también, haberse cansado de sus comportamientos, pese a que lo obligaba a recolectar cartones de la calle para llevarle, y así, comprar un mínimo de alimentos; usaba la mayor parte del dinero en tabaco y alcohol.
El hospicio tampoco era favorable para él. Sufría hambre y maltratos. Consecuentemente, decidió escaparse porque se sentía suficientemente capaz para afrontar al mundo sin las exigencias de su padre ni la esclavitud a la cual estaba sometido en el hospicio. Así lo hizo, se escapó, y por cierto, ninguno de ellos reclamó por él ni hizo nada al respecto.
El vecindario colaboraba con Martín; ya todos lo conocían y cada vez que lo cruzaban por la calle lo saludaban y él respondía amablemente, sobre todo, cuando se trataba de personas adultas. Vivía de las monedas que recaudaba limpiando parabrisas de autos en las esquinas y de la ayuda de los vecinos, cuyo cariño había ganado debido a su generosidad y bondad.
Se acercó la noche y como era costumbre, armaba su pétrea cama con cartones y una manta que le había obsequiado Don Juan, el panadero de la cuadra, por ir a comprarle el periódico. Cuando estaba a punto de dormirse, una mano lo sacudió suavemente y Martín se levantó sobresaltado:
- ¡Hey!, ¡hey, amigo!- dijo un muchacho de igual aspecto que él.
-¿Quién sos?- respondió Martín con tono de cansancio.
-No te asustes, el Horacito me dicen, ¿ y “vó”?-.
-Martín, mucho gusto- exclamó con su voz tierna pero ronca.
Estuvieron hablando durante toda la noche sobre sus vidas, Martín se sintió bien acompañado por unas horas y aunque tenía el presentimiento de que el intruso tenía mucho por revelar, quería permanecer mas tiempo con él.
Al cabo de dos días, Horacito seguía con Martín de acá para allá. Sus vidas se parecían en mucho y el muchacho nuevo, le brindó toda su confianza a Martín para enfrentar las dificultosas situaciones de la vida juntos.
Al tercer día, los muchachos se levantaron y Martín le dijo a Horacito que iba a ir a la esquina a trabajar un rato para poder comprar algún desayuno y almuerzo, pese a que hacían ambas cosas con la poca comida que tenían. Horacito prefirió quedarse acostado un rato más y expresó su profundo malestar por la cama hecha de cartones que lo había incomodado por la noche y lo despertaba cada tanto. Martín confió y se fue a limpiar parabrisas.
Después de media hora que Martín se había ido, Horacito esperó que saliera el último cliente de la panadería de Don Juan y, aprovechando su descuido, robó todas las facturas de la estantería que acababan de salir del horno. Apresurado, corrió hasta la “piezucha”, así la llamaba Martín al pilón de cartones donde dormía, y tiró unas cuantas facturas arriba del bolsito agujereado de Martín, donde guardaba sus pocas pertenencias para cuando se trasladaba de sitio.
Horacito escapó con las facturas restantes y nunca más Martín supo de él. El gentil panadero tardó en darse cuenta del robo y cuando finalmente un cliente entró a comprar y aplaudió para ser atendido, Don Juan vio el estante de facturas vacío y no dudó en sospechar de Martín. Salió de la panadería y lo vio sentado sobre sus cartones. Estaba fatigado, después de una hora de trabajar bajo el rayo del sol y comiendo con entusiasmo las facturas que había encontrado sobre su bolso.
-¡Hey!, muchacho malcriado, ¡devolveme esas facturas!- gritó el señor Juan enfurecido.
Martín, sorprendido, tragaba el último bocado que había llevado a su boca mientras Don Juan se acercaba a él rápidamente.
-Disculpe, señor- respondió el joven asustado. –Yo creí que me las había regalado mi compañero de la vida, Horacito.
-¡No!, no te creo.- aseguró Don Juan.
-¡Pero, por favor, señor, nunca le haría una cosa así a usted! De hecho, como me da mucha vergüenza pedirle comida, le ofrezco alguna “gauchada” o algún mandado que usted necesite-, dijo Martín en tono triste.
Al oír estas palabras, el señor se conmovió y terminó creyéndole y pidiéndole disculpas por el momento que le había hecho pasar al muchacho.
Don Juan volvió a su lugar de trabajo y atendió a tres clientes que estaban esperando para comprar. Al día siguiente, el viejo hombre pensó que tenía mucho por preguntarle a su vecino sin techo sobre el muchacho con quién se pasaba largas horas, y a su vez, reflexionó sobre el joven Martín.
Después de un rato, cerró por unos minutos el local y salió a buscarlo. Sus cosas no estaban en el lugar de siempre. Se dirigió a la esquina donde solía trabajar en los semáforos y lo vio justo ejerciendo su trabajo. Lo miró unos segundos y su cara le cambió al instante; miró a su alrededor y vio que el muchachito se había “mudado” a la cuadra siguiente. Miró su bolsito y la tristeza le ocupó toda su cara. Lo llamó y el niño dejó el secador con que limpiaba los vidrios en el cordón de la calle y se acercó a él. Don Juan se agachó a su altura y lo invitó a merendar con unas facturas y un té a su casa. El niño sonrió y le agradeció profundamente la propuesta.
Caminando hacia la casa de Don Juan, Martín recordó que tenía que ir a recoger su bolsito que estaba sobre su “cama”.
Don Juan lo agarró del brazo deteniéndolo y le dijo que no hacía falta que fuera a hacerlo, que se olvidara de sus pertenencias sucias y que a partir de ese momento iba a dejar de ser un niño de la calle.

Nuestra habitación, nuestras vidas

Vanesa Ortíz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


A pesar de que no tiene ventana, nuestra habitación es cálida e iluminada. Es nuestro lugar de charlas, de ideas, de discusiones. Es el momento del día deseado para usarla, el cansancio de la rutina termina allí. Por las mañanas cuesta despedirse de ella, ya que desde el primer momento en que se abren los ojos sabemos que no la veremos por muchas horas.
El olor es especial e indescriptible, sólo él y yo sabemos que es nuestro. Su color es salmón pero mi percepción la ve rosa, que significa el amor y la unión.
De tamaño pequeño, es el mejor lugar de la casa; su decoración y sus muebles fueron ubicadas con tanto amor que eso la hace especial para ambos.
En ella sólo entran la cama, el ropero, una mesita de luz y nuestras almas.
Al cerrar su puerta lo negativo se pierde y aparecen la paz, la reflección y el descanso. Sin lugar a dudas, es el paraíso, el lugar más deseado, creado e ideado por los dos.

Podía…

Eliana Poggi
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Podía hacer que los árboles danzaran.
Podía hacer que los pájaros callaran.
Podía susurrar al cielo un encantamiento,
pero siempre quedó en un cajón.

Decían que los árboles no danzaban.
Aceptaba que las aves cantaran,
obedecía al cielo así no la retaban,
pero siempre quedó en un cajón.

Quiso encontrar la libertad.
Quiso buscar la felicidad.
Quiso hacer una amistad.
Pero siempre quedó en un cajón.
_______________________________
Podía hacer pero no hizo.
Quiso encontrar pero no buscó.
Tenía la magia y no la usó.
Quedó dormida en un cajón.

Río de la Plata

Laura Figlioli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



No hay mar más muerto que el Río de La Plata,
repleto de cadáveres opacados de silencio.
No hay mar más negro que el Río de La Plata,
sucio de mentiras y de acallados ecos.
Ni hay tampoco mar más rojo que el Río de La Plata,
lleno de sangre y olas que revueltas mutilan cuerpos sin nombre.
No hay océanos, mares ni ríos que perpetren en sus aguas
el olor nauseabundo de la impunidad.
No hay mejor testigo que el cómplice inerte de la maldad:
la marea que calla.
Resulta imposible hacerla hablar.
Los gritos estallan,
rebotan en vidrios de frialdad.
Río de La Plata…
Hoy tus aguas ocultan manchas macabras y morbosidad,
se entremezclan con las dormidas convicciones y la perdida lealtad,
de hijos de una ciudad que ya no responde…

La revolución es sangrienta

Luciano Montefinale
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


No recuerdo muy bien si era por influencia de la tele, la radio, el diario, una cara de la realidad o una combinación de todas, que me gustaba reírme de la cara de nabo de un compañero de la secundaria. Después, también, me entretenía golpear tal rostro hasta desfigurarlo, me inquietaba saber si yo era capaz de cambiar sus componentes de orden, aunque nunca sucedió.
Según un compañero de trabajo de mi padre, sería un buen integrante en su patrulla. Aseguraba, mientras me tomaba por el cuello hasta dejarme rojo, que le serviría en su tarea de golpear vagos. Yo inflaba el pecho y asentía a cada palabra, demostrándole a mi papá que me interesaba la oferta.
El lunes siguiente ya estaba como policía, patrullando las noches en busca de comunistas, no sabía por qué lo de comunistas, pero sí sabía identificarlos a simple vista. Y de sólo verlos ya quería golpearlos, como al chico de la secundaria. El comisario argumentaba constantemente los motivos por los cuales era necesario atacar a estos sujetos. Sus palabras activaban mi euforia, mi locura, mi pérdida de razón, de la misma manera que lo hacía el tipo del noticiero de la tele, la foto de la tapa del diario, o lo cotidiano en cada esquina.
Algo estaba cambiando y era a nuestro favor, y cada vez éramos más los beneficiados por el cambio. Se crearon miles de comisaría que, de todas maneras, no alcanzaban para saciar la sed de sangre comunista. Entonces, los que no se sumaban, se eliminaban, hasta acabar con la resistencia, la cual parecía ser la misma para todos. Cada barbudo que moría bajo algún fusil nuestro era festejado por todos los medios. Y, un día me olvidé de afeitarme.

Carta para el futuro y una memoria pasada

Natalia Paola Ghe Centurion
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Buenos Aires, 20 de enero de 1919.
Compañeros:
Después de una trágica semana, nos reincorporamos a nuestros puestos de trabajo. Hemos obtenido un aumento entre el 20% y 40% según el puesto que tengamos, una jornada laboral de 9 horas, y se volvieron a contratar a los huelguistas despedidos. Yo, soy uno de ellos.
Con el apoyo de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), pudimos llegar casi por completo al cumplimiento de los reclamos que realizamos hacia el dueño de la empresa, Pablo Vasena. No obstante, el camino no fue fácil y el costo mucho más alto de lo que podíamos llegar a imaginar.
Un número indefinido de trabajadores han muerto injustamente; y si, digo “trabajadores” porque no fueron meramente obreros. La ciudad de Buenos Aires se convirtió en un campo de batalla donde todos éramos víctimas de la policía y de La Liga Patriótica (asesina), mientras nosotros sólo queríamos reclamar nuestros derechos. Fuimos portadores de un reclamo justo, para mejorar nuestras condiciones de vida.
Es más que anecdótico saber que una masacre de tal magnitud, se desató a raíz de una protesta cuyo fin era terminar con el trabajo “esclavo” y hoy, seguimos perteneciendo a la empresa que desató ese caos total. Pero, también es verdad, que la lucha aún continúa – en otro escenario- pero con los mismos actores.
Por eso, compañeros, no bajemos los brazos. Tenemos que trabajar para mantener a nuestra familia, pero seguimos peleando por un trabajo digno. Ganamos “el respeto de derecho de reunión”, utilicemos todos los recursos necesarios para construir el país que soñamos. Que las ilusiones de un futuro mejor que han traído nuestros antepasados no se borre, y que los crímenes de Estado no vuelvan a suceder.
Por nosotros, y en memoria de todos los “hermanos” fallecidos, esta lucha sigue. Hoy volvemos a nuestros puestos de trabajo, hoy es el primer día del proceso de cambio

Juan Pérez- Delegado General de los Talleres Metalúrgicos Vasena -

Un lugar lejos pero cerca

Matías Julián González
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Toda mi infancia transcurrió en un pequeño pueblo de la selva misionera. Nunca me alejé más de algunos kilómetros de mi hogar. Este lugar era muy calido, nos conocíamos todos con todos, esto contribuía a la buena convivencia.
Todo lo bueno tiene si lado malo. Una mañana mi madre amaneció con fiebre muy alta, al octavo día de acarrear con su enfermedad desconocida sufrió varias convulsiones, posterior a ello falleció. Al ser un pueblo tan alejado de las grandes ciudades nadie pudo hacer nada para detectar su enfermedad. Poseíamos muy pocos recursos hospitalarios.
Tras la muerte de mi madre fui obligado a irme a la casa de mi tío Jorge que vivía en la ciudad de La Plata. Viajé día y noche hasta llegar. Cuando arribé a la ciudad, que me había contado un chofer que era conocida por sus diagonales. No podía creer nada de lo que veía. Las calles asfaltadas tenían gran flujo de autos y motos, había un dispositivo que los hacía frenar, todo era nuevo para mí.
Una vez en la casa del hermano de mi difunto padre pude sentarme a pensar en los sucesos ocurridos. Las cosas que veía no dejaban de asombrarme. Cajas que lavaban la ropa, que reproducían música, que tenían gente adentro, todo esto no dejaba de fascinarme. Pensaba en como había vivido tantos años sin tener todos estos objetos que hacen más confortable mi vida. Pero como dije anteriormente, todo lo bueno tiene su lado negativo. No podía dejar de extrañar mi tierra natal, la selva que me vio crecer. Volver no podía, lo único que se me ocurrió es trasladar un pedazo de selva a mi nuevo hogar. Y así fue, comencé a plantar plantas y árboles autóctonos de Misiones en el parque de mi tío.
Pasaron los años, me acostumbré a mi nueva vida. Pero siempre quedaba un triste recuerdo de mi pasado. Cuando esto ocurría iba a mi pedacito de selva y eso me daba fuerzas para continuar.

Proyecciones

Giuliana Pates
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Caminaba con pasos pausados por la diagonal. Era de noche y las luces mortecinas de los faroles iluminaban, parpadeantes, la calle. El viento soplaba fuerte y decidí regalarle mis cabellos, que estaban sueltos, para que los trenzara. Tomé la bufanda que me abrazaba el cuello y la apreté hacia mí, cubriendo también mis labios. Bajé mis brazos y los crucé sobre mi cintura. No quería que el movimiento del viento me llevara con él.
Era una ciudad distinta, no parecía la misma que se pisa de día. No quedaba nada de la neuralgia del mediodía ni eran horas que desvelaran de elixires a las jóvenes gargantas. Tan sólo el contorno de mis curvas que se desdibujaban con los edificios y la acera que daba tragos hambrientos a mis pies. Si se miraba dos veces, no se podía creer que hubiera tanta soledad junta, amontonada en frente de mí.
No quería fijar mi mirada en ningún punto en particular por temor a que alguien me robara la perspectiva. Parecía estúpido pensar que me interceptaría con alguien en tan inhóspita circunstancia, pero tampoco me convencía en ser la única transeúnte despierta.
Giré apenas mi cabeza y percibí la figura oscura de un cuerpo que se proyectaba en el suelo. Sus pasos no se apresuraban, tenían el mismo ritmo que los míos. Aminoré mi marcha para que me sobrepasara y pudiera saber quién era su dueño. Pero esa persona decidió imitarme. A mis oídos llegaba el golpe seco de sus zapatos. Entonces me apuré y, disimuladamente, me quise alejar. Hasta crucé de vereda en una esquina. Nada de lo que hiciera me dejaba volver a la fusión de mi cuerpo con la ciudad: ahora había alguien más ahí que persistía en ir recogiendo la estela de mi perfume.
Comencé a escuchar un suspiro. Era como un jadeo que mezclaba cansancio y ansiedad. Me recordó a la queja de un bandoneón abandonado. Me estremecí. Por un momento, quise darme vuelta y descubrirle la cara, pero no me animé. Sería demasiado arriesgado y violento reconocer su mirada. Miré alrededor, pero ningún bar o quiosco estaba abierto. No tenía en dónde esconderme. Deseaba que ningún semáforo rojo detuviera mi caminar porque eso significaría estar en una misma línea con aquel de atrás.
En un acto tan arrebatado como suicida, me detuve y grité “basta”. No quería que me siguiera más. Al girar, me encontré tan sólo con mi sombra que dormía quieta en el suelo.

Rueda histórica

Florencia Zelaya
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


A lo largo de la construcción de la historia y de la identidad, nuestro país padeció, entre otras cosas, grandes enfrentamientos políticos, culturales y sociales en los cuales se repitieron los mismos patrones: violencia y represión.
Trazando una línea temporal cuyo origen se encuentra en 1880, se puede advertir como la represión por parte de la clase hegemónica hacia la clase popular o subordinada, dejó huellas que se repitieron una y otra y otra vez hasta la actualidad.
Durante el gobierno de la generación del ’80, desde Roca hasta Victorino de la Plaza, utilizaron la fuerza para “callar” la voz del pueblo y de todos los que pensaban diferente. Llevando como bandera el lema “civilización versus barbarie”, justificaron la matanza llevada a cabo en la “campaña del desierto”, como así también La ley de defensa civil-entre otras medidas arbitrarias- sirvió para oprimir y excluir a los que pensaban en otro modelo de sociedad.
Dando un salto hacia el periodo 1916-1930, es decir la era radical, por un lado se observa la inclusión de la democracia para todos, y no sólo para la elite. Sin embargo, a pesar de esta evolución en social, se lamentaron muertes, violencia y detenciones en la famosa “semana trágica de 1919 y La Patagonia rebelde. Éstas, son sólo dos de las situaciones en las cuales los obreros –los pobres- pedían lo que les correspondía y que –con aval del entonces presente-terminaron siendo luchas sangrientas.
Uno de los periodos violentos por excelencia de la historia Argentina si dudas fue la “Década infame”. En esos años era riesgoso hasta respirar. Todos los mandatarios que estuvieron al frente durante esos trece años llevaron la represión como bandera.
Por último, el peronismo no queda exento de esta categoría. Si bien el carisma de Perón y el gran avance que logró en las condiciones de vida de la clase obrera son indiscutibles, también hay que tener presente, que durante el periodo de gobierno peronista, muchos opositores fueron perseguidos y reprimidos. Un claro ejemplo de esto, fue el radical Ricardo Balbín.
En fin, desde su nacimiento hasta nuestros días, la Argentina tuvo avances, evoluciones e involuciones en cuanto a política y sociedad. Los diferentes gobiernos trataron de sacar adelante al país a través de sus modelos y estrategias. Pero en todo ese proceso hay un patrón cíclico que se repite constantemente: la violencia y represión hacia los “diferentes”.

Pasos inquietantes

Leonardo Casciero
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Era una noche como otra cualquiera. La luna podía verse grande y resplandeciente, acompañada por un cielo todo estrellado.
Ya era tarde, las calles estaban desoladas y solo podían escucharse algunos ladridos a lo lejos. Reinaba una calma y armonía, que por momentos resultaba inquietante, debido a que algo podría pasar en cualquier momento.
Volvía a casa caminando como todos los días, también por el mismo camino de todos los días. De repente empiezo a escuchar unos pasos detrás de mí, como si alguien me estuviera siguiendo. Pero inmediatamente, al doblar por una esquina, los pasos no se sintieron más por lo que me tranquilicé.
En un momento paso por un callejón oscuro y, sin querer, pateo una botella de vidrio que había tirada y se rompe. El ruido producto de este accidente, hizo que surgiera de la nada una cantidad impresionante de ratas y murciélagos. Afortunadamente salí corriendo y pude escapar.
Faltaba ya poco para llegar a mi hogar. La niebla hacía que no pudiera ver más allá de unos cuantos metros, y encima muchos postes de luz se encontraban cortados.
En un instante vuelvo a sentir el ruido de pasos como si me siguieran. En el acto, me di vuelta pero no había, por lo que seguí caminando esperando que las pisadas no continuaran. Pero no fue así.
Los pasos comenzaron a sentirse cada vez más rápido. Inquieto por esto, comencé a caminar mucho más rápido hasta casi trotar. Tal es así que cuando un gato negro se me cruzó, lo tuve que patear para no cortar la marcha.
Cuando estaba a media cuadra de mi casa, parecía que estaba corriendo una maratón. Podía sentir el sudor en todo el cuerpo, debido al miedo también, ya que los pasos no habían parado nunca.
De un salto llegué a la entrada de mi casa, de una patada abrí la puerta y entré casi sin oxígeno. Inmediatamente miré por la cerradura de la puerta, pero no había absolutamente nadie.
Me senté en el sofá a fumar y me dormí.