miércoles, 30 de mayo de 2012

Otro caso más…

Nicolás Satulousky
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

 
Cuando sintió la mano sobre su hombro, no pudo evitar soltar un pequeño grito y sobresaltarse. Ya había caminado dos cuadras acompañado únicamente por la sensación de que alguien o algo caminaba detrás.
La resultada imposible no pensar en la cantidad de desapariciones que venían ocurriendo en la zona durante los últimos ocho meses; todas con las mismas características: los desaparecidos eran jóvenes estudiantes universitarios que salían de sus cursadas alrededor de las diez de la noche y para colmo, todos pertenecían a su facultad.
Nadie sabía bien quién o más bien qué los secuestraba, pero sí se sabía que nadie había sido encontrado, o casi nadie: un joven, un estudiante de un nivel había sido hallado desmayado en la otra punta de la ciudad. Cuando lo encontraron, no aparentaba haber sufrido ningún daño, pero al despertar, era evidente que su mente no estaba bien: quienes fueron testigos, sostienen que el joven, en cuanto volvió en si, lo único que repetía era que no quería que lo acerquen a la oscuridad.
Días más tarde, los medios sostuvieron que el joven había declarado, entre delirios y gritos, que unas sombras lo habían intentado secuestrar, pero que él resistiéndose había corrido desde su facultad hasta la otra punta de la ciudad sólo por donde había luz de los faroles, hasta que llegó el amanecer y se desplomó del cansancio.
Lógicamente, el muchacho fue “diagnosticado” de estrés postraumático por la prensa y por la mayoría de la gente, pero aún así, después de eso, la población entera intentaba tomar recaudos a la hora de moverse cuando el sol se escondía.
En su caso, intentaba no irse caminando nunca de la facultad, sin embargo en ese caso, procuraba no hacerlo solitariamente. Aunque ese día fue distinto: tuvo un examen y por cuestiones burocráticas su turno para rendir fue el último así que cuando terminó, no había nadie para irse caminando.
Dos cuadras habían transitado con la sensación de que algo estaba detrás de sus pasos, cuando alguien le puso una mano en el hombro. Con el corazón en la boca y el pánico brotando por sus ojos, decidió correr hasta el farol más próximo, pero eso que era una mano o que pensaba que era una mano, se transformó en una garra que aprisionaba su rostro.
Cuando atinó a gritar pidiendo ayuda, la oscuridad se apoderó de todo, de su visión y su capacidad de pensar. Lentamente lo comprendió: ya no era dueño de su vida.
Al día siguiente, la mayoría de los medios no se hicieron eco de la noticia, salvo uno, que tituló: “otro caso más de desaparecidos en democracia”.

La huérfana... por lo menos de cinco minutos

Mariano di Nápoli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
 
Las reuniones familiares son acontecimientos muy importantes en la infancia de las personas. Quizás por eso Antonella aún hoy recuerda ese episodio ocurrido una tarde de sábado en marzo del 2003. Aunque en este caso, no fue justamente la presencia de la familia lo trascendental del hecho.
Poco antes del inicio de sus clases de tercer grado, la familia Torres Pissinis recibía en su casa las visitas de sus parientes de San Cruz. La lejanía hacía de esta visita algo excepcional. Para esta ocasión viajaron todos: la tía Marta con su marido y sus seis hijos, la tía Laura con su marido y sus dos hijo y la familia de Antonella, que tiene cuatros hermanos más. ¡Imagínense lo que eran las cenas y paseos familiares ese fin de semana!
Ese sábado, la familia decidió ir de paseo. Su destino elegido es la gran Plaza Moreno de la ciudad de La Plata. Esta gigantesca plaza tiene cuatro cuadras de perímetro en forma cuadrada. Para una niña de siete años, una plaza de estas dimensiones es como una ciudad en sí misma.
Lo cierto es que Antonella, consciente de que pronto volvería a empezar las clases, había decidido (de esa manera en que los chicos decretas las cosas) que iba a estrenar zapatos nuevos y ese día era el elegido para salir a comprarlos. Su madre se negó porque no era momento de conseguirlos. Antonella no estaba de acuerdo y enojada, y decidió irse sola al centro de la plaza.
Cuando ella pudo hacer una pausa en su capricho del calzado, miró a su alrededor y se encontró sola en una plaza repleta de gente desconocida y muy lejos, no solo de sus zapatos añorados, sino de la seguridad de su familia.
Millones de trágicos destinos se le cruzaron por la cabeza durante cinco minutos que duro una huerfanidad. Las cuatro cuadras de Plaza Moreno fueron kilómetros para ella en la búsqueda de su familia.
Finalmente, resignada en una de las esquinas, Antonella (ya empapada en llanto) vio rodar una pelota que le pareció conocida. Detrás de ella, corría su primo Nahuel, que salía detrás de un arbusto en el que descubrió que estaba toda su familia.

El almacenero


 Joaquín Guerrero

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Créanme, esto es un tema de creer o reventar, como se dice normalmente. Luego de meses de investigación y momentos arriesgados, pude descubrir algo que sospechaba desde un primer momento debido a hechos que vi y observé con gran precisión. Hablo del señor Wesley, el almacenero del barrio, tan querido por mi madre y todos los vecinos.
Como todos los días, mi grupo de amigos y yo estábamos en el parque divirtiéndonos jugando al fútbol y aprovechando nuestros tiempos libres para disfrutar de nuestra adolescencia. Luego de todo esto, camino a casa, vi algo que nunca se me iría de la mente y a partir de ahí comenzaron mis investigaciones.
Era él, el señor Wesley asesinando a cuchillazos a su señora y a su hija. Un ser cruel y desquiciado se escondía detrás de un almacenero de barrio, amigable para cualquier vecino. Después de ver eso, corrí desesperadamente a mi casa, le conté a mi madre lo sucedido y fue inútil, ya que jamás me iba a creer.
Wesley había dicho que tanto su mujer como su hija se habían ido de viaje a visitar a un pariente. Mentira. Tan solo yo había presenciado ese asesinato y yo era el que debía ir a fondo con la causa.
En la ciudad se vivieron momentos intensos por la política y todo lo demás era un tema menor. Tal es así que mi amigo Bolt, desapareció y solamente sus padres fueron los que buscaron y buscaron hasta que por la madrugada de un día de invierno dejaron el cuerpo en la puerta de su casa. Muerto, de la formas más cruel, a cuchillazos.
Empecé a sospechar de Wesley ¿quién sino? El vivía a cuatro kilómetros del barrio, en un pueblo con poca gente. Mi idea loca de ir allá se cumplió: le robé la moto a mi tío y emprendí el viaje totalmente arriesgando mi vida. Sabía que él estaba en el almacén y podría investigar sin problemas.
La casa era muy tenebrosa, en muy mal estado y con basura por todos lados. Salté la reja, forcé la puerta e ingresé por la parte de atrás. Ni bien entré, me choqué con algo que había ido a buscar. De no creer. Había fotos de cada uno de los vecinos del barrio y con un papel que decía: “MATAR”. Mis pulsaciones iban a mil y el miedo iba en aumento. Revolví todos los cuartos en busca de más información, hasta que llegué al peor de todos.
Un mar de sangre y cuerpos acuchillados tirados por toda la habitación. Me caí en el cuerpo de mi amigo, saqué una foto con las pocas fuerzas que tenía, pero de repente llegó Wesley, corrí a la moto, arranqué y me fui muy lejos. Jamás volví al barrio y nunca más llamé a mi familia. Sé que algún día volveré y con ayuda desenmascaré al almacenero, para que pague por todos los crímenes que cometió.

La del chango Gómez

 Juan Russo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

 
Era de los típicos partidos peleados, donde a primera gota de transpiración llega antes d e los primeros diez minutos. De un lado de la cancha, ele equipo del Chango Gómez y del otro, estaba el rejunte de jugadores que había conseguido el tano Ramírez.
Todos los que estábamos afuera de la cancha, sabíamos la historia que había pasado entre el chango y el tano, pero nadie quería recordarla en ese momento.
El encuentro arrancó puntual, como estaba pactado. Ningún equipo podía llegar al área rival con claridad, se sacaban chispas con la pelota.  El chango se había parado de nueve, como de costumbre.
Gómez era un tipo alto, morocho de claros, bastante robusto. Con sólo poner el torso, todos los defensores rivales salían despedidos. Sin dudas, el chango era la gran figura del partido, todos esperábamos que la pelota llegue a él. Ramírez, en cambio, era un número dos típico, algo petizo y un poco gordo. Nadie esperaba nada de si juego, sólo que no se le escape alguna patada de bruto y termine lesionando a alguno de los pibes. Cuando terminó el primer tiempo, el partido seguía cero a cero y los muchachos decidieron refrescarse un poco. Mientras ambos equipos repasaban tácticas para el segundo tiempo, llegaron dos tipos trajeados, con muy buena pinta, y lo encararon directo al chango y le dijeron que eran de la cantera de juveniles de River Plate, que estaban interesados en ofrecerle un contacto y llevarlo a jugar al club. El chango salió a jugar el segundo tiempo hecho una fiera, en la primera jugada del segundo tiempo, Gómez agarró el balón  por la banda izquierda, encaró para el centro, eludió a cuatro tipos y se fue directo a encararlo al tano. Cuando Gómez intentó superarlo, el tano lo castigó con una patada en la rodilla, una parada criminal, después lo levantó al chango del cuello y le dijo: “Qué River ni qué River nene, vos te haces cargo”.
Meses después, nació el primer hijo del chango Gómez, y ahí entendimos todo, la madre de la criatura menos del tano, Florencia,
El tano había logrado su venganza contra el chango, aunque ahora se rumorea que el pibe de Gómez y Florencia anda bien en el fútbol.

La noche olvidada y el ser múltiple


Verónica Elizabeth Becerro
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Desperté en medio de la oscuridad,  confundido, sin recordar quién habitaba en este cuerpo, quién estaba sobre esta cama. Al levantarme, recorrí la casa en la que me encontraba y luego me posé en frente del espejo: mis manos recorrieron aquel rostro desconocido y la incertidumbre se apoderó de mí al observar mis vestiduras rasgadas y con sangre.
De pronto, vi sobre la mesa una carta que decía:
“Querido yo: no tengas miedo, estás enfermo y seguro al despertar no has sabido quién sos ni has reconocido tu propio hogar; es normal. En tu estado consciente de lo que iba a sucederte has escrito esta carta a modo de instrucción para que todo salga bien. No te alarmes y sigue estos pasos: ve al cementerio en tu misma calle y busca la tumba en la que yace Arandú Panambí. Desentierra el cadáver y luego quítale el anillo de su mano izquierda. Cuando esté en tu poder, echalo por el inodoro y olvida lo sucedidos.
Al despertar, todo será como antes. Si me haces caso, no correrás ningún peligro”.
Perplejo, corrí hasta el cementerio, tenía miedo. Mi cuerpo temblaba y estaba solo. Deseaba con todo mi ser, estar en una pesadilla y recordar quién era y qué había hecho. Sin saber por qué, seguí las instrucciones de aquel desconocido, alumbrado sólo por la luz de la luna, mientras los aullidos y los ecos resonaban en mi oído erizado los vellos de mi piel.
De pronto, escuché pasos, ramas que crujían bajo pesados zapatos. Temía darme vuelta, pero el sonido de las ramas cada vez era más y más intenso. Mi corazón latía y mi respiración se aceleraba. El cementerio desapareció y sólo éramos nosotros dos.
Lentamente, volteé mi cabeza y mis ojos reconocieron una figura familiar. Imágenes se sucedieron en mi cabeza y en un segundo recordé la bestialidad que había realizado esa noche. Quise correr, suicidarme, pero mis pies estaban clavados al suelo.
De repente, Ignacio Panambí pronunció: “Desquiciado, ¡la pagarás!”
Hundió su navaja en mi abdomen y entonces titubeé, ya sin posibilidad de salvación. Y sólo dije: “Lo siento”.

La dulce maestra

 Jorgelina Macchiarelli 
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Estábamos con mis compañeras en el aula, intentando comprender una tarea de matemática, cuando la maestra Juliana se acercó a nuestro grupo y me acusó de haber golpeado a una compañera con un libro de inglés en la cabeza. Por supuesto que se lo negué, porque había estado toda la mañana con mi mejor amiga, Sofía, y ella también se lo negó, a lo que la señorita respondió que si ella era defensora de pobres.
Luego de llorar durante todo un recreo, volví al aula y me enteré que Juliana se había dado cuenta de que yo no había sido la culpable del golpe de mi compañera, y no se tomó ninguna molestia en venir a disculparse. Entonces, mis amigas y yo decidimos que la dulce señorita se merecía una leve venganza.
Al otro día llegué bien temprano al salón de clases, dejé mi mochila colgada en la silla y me reuní en grupo con mis amigas para concretar el plan. Éste iba a llevarse a cabo durante el recreo, horario en que todos podíamos salir del aula sin ningún tipo de problema.
El plan consistía en seguir a la profesora hasta el comienzo de la bajada de las escaleras. Una se ubicaría detrás de ella y otra al final. La primera para asegurarse de que nadie obstruya el plan, y la última para frenar su caída. ¿Quién iba a empujarla? Yo. Era la más indicada y la que más ganas tenía de hacerlo.
Sonó la campana tan esperada y las tres salimos corriendo detrás de la señorita. La primera de mis amigas se ubicó, y yo salí tan de prisa que no le di tiempo a mi otra amiga de colocarse al final de la escalera para evitar causarle un grave daño a Juliana.
En el momento en que la empujé, sentí toda la bronca que había dentro mío, irse en pocos segundos. Mi compañero de atrás me gritó desesperado y yo reaccioné al ver a la señorita tirada al final de la escalera con sangre que salía de su cabeza.

La cuñadita


Rocío García Pérez
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Los días están pasando rápido, demasiado. Ya va a ser quince de enero y el mensaje lo leí a la madrugada del primero, en pleno año nuevo. Desde aquel momento no paro de enroscarme la cabeza.
La novia de mi hermano, Luli le suele decir él habitualmente, Elisa cuando está enojado; es una pendeja bastante jodida. Con apenas quince años, dos menos que Francisco, mi hermano, lo maneja como quiere.
De entrada no me cayó bien y a mi viejo tampoco. Mi mamá es un amor asique hizo lo imposible para aceptarla. Pero la verdad es que desde que mi hermano empezó a salir con ella cambió bastante todo.
Yo siempre traté de tolerarla y de acercarme a ella, pero parece que de su parte no había interés. Decidí ignorarla y dejar de hacerme problema. Pero el día en el que leí aquel mensaje me agarró mucha bronca.
Le había dicho a mi hermano que yo era una “putita” y no sé cuantas cosas más. “Pibita insolente” pensé yo, no sabe ni levantarse los calzones y viene a hablar mal de mí, cualquiera. Pero al rato me calmé y recapacité, es una pibita, justamente. No valía la pena hacerse problema.
Decidí que la invitaría a ver a Ricardo Arjona para limar asperezas. Ella lo ama y me va a decir que sí de una. Nos teníamos que encontrar a las nueve de la noche en la puerta del Ruca.
Ella fue, obvio, yo también, pero estaba en la esquina de en frente, viendo cómo me esperaba. Nunca fui a su encuentro. En mi lugar fue una traffic blanca con vidrios polarizados que se la llevó.
Ya pasaron cinco días. Están todos como locos. Creo que me fui un poco al carajo, pero se lo merecía. Por supuesto que los muchachos cuidaron bien de ella, no soy tan mala.Me parece que los voy a llamar, ya es hora de largarla, espero que haya aprendido la lección.

Soy feliz


 Nicolás Gago
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Honestamente, no lo podía creer. Tanto estudio, tantas juntadas sacrificadas, tantos medicamentos comprados en vano, tantas fichas apostadas a ese parcial que ahora vaticinaba un final en mi futuro. Historia de nuestro país, materia que tanto tiempo me había arrebatado para su comprensión, y con un seis, veía mis esfuerzos desmoronarse en esa lista, firmada al final con el nombre del autor de un crimen peor al que pensaba concretar, Azzob.
Mi cuerpo sólo temblaba, una tensión lo había endurecido. Sólo me salía reír, pero con las cejas demostrando tristeza. Vi la figura de mi profesor pasar frente a mi, y entonces, como una bala atravesando una sien, una idea despertó en mi cabeza. Tomaría una merecida venganza, por mí, y por los demás afectados por ese viejo intolerante al buen humor.
Lo seguí a su casa, a unas trece cuadras de la facultad, y para mi suerte lo vi entrar a una vieja casucha, y su puerta de entrada habría de estar muy usada, porque él la abría girando el picaporte y dándole un puntapié. Era perfecto, lo iba a hacer a la semana siguiente.
Ya en el día esperado, avisé a mi madre que dormiría en la casa de un amigo para terminar un trabajo práctico importante, y luego de “pedir prestada” la pistola que mi padre guardaba en el auto, me encaminé a la casa de mi profesor. El jueves pasado, cuando lo seguí, había llegado a su casa a eso de las 9:30 de la noche, así que tomé ese horario de referencia.
Eran las 9:15 ya, por lo que me apresuré a entrar a su casa. Allí dentro, el olor a humedad y soledad infestaba las paredes y los muebles. No me atreví a encender la luz, por prevención más que nada. Para asegurarme de que no me identificaran, me vestí todo de negro, tapándome la cabeza con la capucha del buzo y un pasamontañas, que sólo descubría mis ojos.
Se hicieron las 9:30 en mi celular, por lo que apreté firmemente el arma de mi padre. Los guantes para la nieve se cerciorarían de no confirmar mis huellas. Escuché entonces esa voz di fónica y temblorosa de mi profesor, seguido del ruido del picaporte. El sudor corría por mi cara y por la falta de sueño mis manos temblaban. La puertas se abrió y ¡PUM! Siete disparos atravesaron el cuerpo que entraba a la casa, abrazado en su bienvenida por una ráfaga de proyectiles.
Salí corriendo de allí, y me choqué con alguien que estaba pasando detrás del fusilado. Cayendo este otro al suelo por nuestro impacto, corrí sin mirar atrás como si mi vida dependiera de ellos. Y como había planeado, a tres cuadras de la casa de Azzob había una parada de taxi. Me subí al que encabezaba la filay, habiéndome deshecho en el camino del arma y el pasamontañas, me dirigí a mi casa.
Cuando llegué a mi hogar, mi madre no comprendía el por qué de mi presencia. Le dije que volví porque pudimos terminar el trabajo antes de lo planeado. Esa noche cené contento como nunca, con mi mamá agasajándome con sus exquisitos platillos y con un mail que me informaba que el profesor Azzob dejaría de dar clases en mi facultad, por el trauma que le generó el reciente asesinato de su esposa.