sábado, 21 de julio de 2012

Malabares

Milton Amarilla
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



El niño no cuenta la historia, no puede. En cambio, la transpira, la aspira, la bebe y la vuelve a transpirar. Sueña su permanente desgracia, despierto. Hace malabares con su destino, hace malabares.
El semáforo en rojo, pone pausa por unos segundos al constante tráfico en la avenida 9 de julio. Santi -el niño- entra en escena una vez más. Intenta con tres pelotas hacer un espectáculo que despierte la atención de los improvisados espectadores. Estos, por lo general, encuentran refugio en sus vidrios polarizados, otros, que se ven increpados por la culpa o la impotencia, encuentra en alguna moneda, la forma de patear para adelante estos sentimientos, por lo menos hasta el próximo semáforo.
Ya son las tres de la tarde, y Santi se retira hacia la esquina habitual. Ahí están, como siempre, sus hermanos y el señor Torres. Éste último, es el que les permite trabajar, pero “esa esquina tiene su precio, aparte yo los cuido” dice el hombre, y con total soltura, se lleva la mitad de lo poco que juntaron.
El resto de la tarde es menos agotador, por lo menos, no hay que soportar el sol en la frente, aunque mejor el sol que la lluvia y el frio, piensa Santi. Cuando el sol ya se empieza a esconder, es hora de que empiece nuevamente el trabajo. Hacer malabares, sentirse ignorado, volver a la esquina, entregar la mitad, volver a casa y dormir.
- Igual no alcanza – dice el padre – entre los cartones y lo de ustedes no hacemos nada.
- Yo quiero ir a la escuela, papá – dice uno de los hermanos.
- Y yo quiero comer todos los días – replica el padre, tosco pero triste.
Los días se repiten y Santi ya tiene catorce años, “vos ya estás para otra cosa” dice Torres, otra vez en la esquina, “no vas a estar toda tu vida haciendo malabares, ¿no?” arroja mientras le palmea el hombro en tono cómplice.  
Torres es policía en actividad, y eso al niño le da bastante miedo.
- Yo no quiero robar – le dice despacito.
- Entonces te vas a cagar de hambre toda tu vida pibe, pensalo, nos conviene a los dos.
Torres es la ley, el auto es polarizado, el peatón es indiferente, y Santi, Santi hace malabares.

Última carrera

Némesis Agnone
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Día de entrenamiento, campo, tierra, montículos. Prueba de rutina, subo, la arranco y comienzo a correr. Frenos estables, amortiguadores nuevos, cámara y cubierta moldeadas en el punto exacto, todo funcionaba perfectamente y nada podía fallar.
La motocicleta funciono hasta el atardecer. Luego de una práctica exitosa, guarde por completo el quipo en el garaje. La puerta se va deslizando mientras la imagen de la Xr se va desvaneciendo.
Camino hacia mi casa, me dirijo directamente a la ducha. Mi cabeza no para, me duele el estómago, mis manos no dejan de temblar, al día siguiente se daba la oportunidad de obtener un gran futuro.
Introducida en la cama, empiezo a dejar el cuerpo posado para que todo fluya con normalidad. Pasado las horas, me despierto, la adrenalina comienza a hacerse notar. Me miro al espejo, y sé que puedo llegar al final del camino.
Me encuentro debajo del cartel de salida, sudor que corre por mi rostro, salto para no dejar que nada me influya. Vista la bandera, enciendo, arranco, solo la meta.
Todos gritan, solo se observa la tierra que se eleva con la velocidad de veintiocho vehículos de dos ruedas. Me acerco al último montículo, observo, flexiono las rodillas haciendo que la moto me acompañe en el movimiento, me elevo dejando que el alma se sienta libre.
Volar, sensación maravillosa que perduro en mi último sentir. Raro conocimiento de fracaso, aunque dejaba de importarme.
Dos segundos antes, un ruido seco, brusco, cuerpo que se soltó de eso llamado vida. Imágenes de los mejores momentos transcurridos, mama mirándome con el reflejo  de dulzura más nítido.
Cuello roto, fracturas de cráneo, tráquea y toda la pierna astillada, menciono el médico a mi familia. No recuerdo dolor de todo lo que dictamino el doctor. Solo que llegue a otra meta.

Sueño de casa, pesadilla real

Micaela Segovia
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Apenas tres semanas llevo en esta isla. A la vista sólo se observan llanos y colinas, envueltos de fuerte y helado viento. Cada tanto cae la lluvia, tornando aún más frío el clima de esta zona, tan cercana al “fin del mundo”. Poder dormir dos o tres horas sin interrupción sería lo ideal, pero en este lugar y con lo que estamos conviviendo resulta una tarea compleja, por no decir imposible.
Se escuchan los gritos de uno de los jefes, es hora de levantarse. Supongo que son las cinco de la madrugada porque aún abunda la oscuridad en el cielo. Un cucharón de mate cocido amargo y hervido junto con un pedazo de pan duro es el desayuno de todas las mañanas. Extraño la dulce voz de mi madre levantándome delicadamente para compartir mates acompañados de facturas. Observo a mi alrededor, todos somos jóvenes, muy pocos son los que superan los 25 años y la preparación profesional es casi nula.
Permanecemos sentados en la tierra mojada, intentando superar el padecimiento del frío y el poco abrigo que nos dieron. Hablo con unos compañeros, dos de ellos son mis mejores amigos del barrio y del secundario. No vale la pena volver a aclarar el tema de charla si cuando intentamos mediar palabras el humo que nos sale de la boca se combina con los temblores del cuerpo.
Hacia el mediodía, después de recibir otro cucharón, pero este de sopa caliente y acompañado por el inseparable pan duro; el sargento mayor da la orden de que una vez finalizada la comida, tomemos nuestras cosas para movilizarnos 40 kilómetros a pie. La travesía duró algo más de cinco horas o eso creo. Muchos soldados llegaron fatigados por los tramos en los que tuvimos que pasar por laderas sumamente empinadas, aumentando las complicaciones el terreno húmedo y la lluvia que nos dificultaba la vista.
La oscuridad se hace presente a muy tempranas horas por lo que a veces pierdo la noción del tiempo. El campamento se instala en un sector llano rodeado de elevaciones irregulares en el terreno. Después de la cena, la cual tiene el mismo menú que el almuerzo, nos dirigimos hacia las carpas. El viento es insoportablemente helado y ruidoso y la bolsa de dormir termina por resultarme casi tan placentera como la cama de dos plazas con el acolchado que me regaló mi padre por cumplir 18 años. Algunos meses de esa fiesta y cada noche en la que intento dormir, recuerdo las caras de felicidad de mis padres cuando les conté que me iría de casa para “defender a la Patria”.
Comparto la carpa con mis dos amigos y un muchacho más, de 20 años, oriundo de Salta. Tenemos por costumbre cantar el himno nacional hasta quedarnos dormidos. El silencio de la noche se encuentra interrumpido cuando suena la sirena de ataque. Aturdidos por el sueño que intentábamos conciliar, tomamos las armas y salimos corriendo hacia la trinchera. Soy el último en tirarme al piso para deslizarme hacia el pozo, cuando siento que un estallido cercano a nuestra posición perturba mis oídos y me deposita al borde del desmayo junto a mis compañeros.  

Tarde

Rocío Coda
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Era una tarde de invierno en la Villa. Así llamaban a Villa Argüello los pibes del barrio. Los más viejos la conocían como La Franja. Una porción de barrios, sin jurisdicción que las localidades o Berisso no querían adjudicarse.

Villa Argüello estaba dividida socialmente: de un lado el asfalto y la clase media que trabajaba en instituciones públicas. Del otro, una larga calle de tierra, en la que se asomaban irregularmente casitas muy precarias, de trabajadores desempleados, hacía más de una década. En el fondo de esta calle vivía Nico con su familia.
Su padre era uno de los desempleados de la petrolífera YPF. Todos los días ambos observaban la chimenea gigante, que humeaba un fuerte olor a azufre, el cual penetraba en su piel gastada. Sentía angustia por no tener trabajo.
Esa tarde el viento se enredaba entre las viejas lanas del pullover de Nico. Estaba contento a pesar del frío. Unas horas antes había salido en el carro con su papá, y en la puerta de una casa habían recogido una bolsa con ropa ¡y de invierno!. Ellos salían todas las mañanas a recorrer la ciudad en busca de algo para vender. Cartones, botellas, viejas heladeras y cocinas, muebles, verdura o fruta iban cargándose en el carro. Con mucho esfuerzo habían comprado un viejo caballo, casi enfermo, que les permitía salir a cartonear y subsistir un día más.
Nico tenía doce años, hacía unos meses había decidido dejar de ir a la escuela. Era inquieto, ágil y su panza crujía tanto que no podía mantenerse sentado en el banco, intentando escuchar algo que no le interesaba.
Los fines de semana iba con su grupo de amigos al centro de la ciudad de La Plata. Allí, en una esquina pedían monedas o intentaban vender estampitas de algún santo que reclamaba trabajo. Otras veces trepaban a los trenes de la estación esperaban el grito del guarda que señaba la salida del transporte, y empezaban a correr por los vagones. Bajaban en las estaciones con menos pasajeros, y sacudían piedras contra los vidrios de los trenes, esperando tener suerte y astillar los vidrios de las ventanillas.
Nico sabía que su carácter había cambiado con los años, los golpes no habían sido físicos;  tenía suerte de no haberse encontrado acorralado por algún cana, en la comisaría del barrio. Pero dolían y dejaban marcas. Quizás su padre bebía por las noches, y encontraba aliviar el día en el insulto de la madre o en el sacudón hacía Nico. Sin embargo, entendía que no era una situación tan grave. Conocía otras historias más duras, contadas por los pibes del barrio.
Era un pibe que ya no hablaba, solamente corría con enojo. Tenía mucha intranquilidad. Respiraba con dificultad, quería abrir la boca y que el aire entraba fresco por su garganta, y cambiara el estado de su cuerpo; ya cansado. Esas tardes en el tren asomaba su cabeza y disfrutaba del viento en la cara. Pensaba que era el mismo que circulaba entre los vagones y que también se enredaba entre su pullover. Como si esa sensación, de reconocerlo en su piel, fuera a salvarlo de la tristeza.
La tarde que fue con los pibes a la estación estaba seguro. Había tomado la decisión. Se asomó al vagón y abrió las alas. 

Pura inconsciencia

Thomas Hualde
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


La sirena irrumpió el silencio del campamento cortando mi tan armonioso baile con la bella Marilyn. Los gritos desesperados de mi compañero quitaron mi atención del sueño y me obligaron a levantarme y tomar, de forma automática, el arma y las botas. Me movía, o por lo menos creo que mi cuerpo lo hacía; no era mi mente la que le daba las instrucciones. Lo inmediato y sorpresivo de la situación no le había dado tiempo para ordenar y organizar las ideas que se paseaban dispersas ante el umbral intermedio del consciente y el inconsciente. Mi cuerpo salió de la carpa en modo de stand by e intentaba adaptar sus movimientos a lo que mínimamente percibía.
Atolondrado, tardé un momento en entender lo que pasaba a mí alrededor. Todos los soldados corrían y gritaban exaltados expulsando sonidos extraños de sus bocas. Uno de los muchachos me estiraba su mano desde el piso como queriendo pedir ayuda; me pareció extraño, como que algo en él no estaba completo. Se lo atribuí a la somnolencia que sufría en ese momento. La explosión de los disparos de la metralla antiaérea sacudió a mi cerebro de manera estrepitosa y ayudo a éste a capturar y encajonar cada idea en el lugar adecuado. “¡Nos atacan!”, llegué a gritar cuando un zumbido ensordecedor paso por encima del campamento y consecutivamente una explosión fuerte calló cerca de donde estaba y abrió los candados que encerraban mis pensamientos. Quedé inconsciente.
Fue una exclamación desgarradora lo que me despertó en aquel lugar. Las expresiones de dolor que se escapaban de la salas se unían en su recorrido por un pasillo y eran expulsados al exterior. Por un momento creí continuar en el campo de batalla: El ambiente era muy similar. Veía borroso pero podía percibir corridas, gritos y respiraciones  agitadas. Había algo rojo que aparecía en todas partes, fluía en todos lados en contraste al predominante color blanco. Mi mente logró al fin controlar la vista y volverla a su funcionamiento habitual. No tuvo la misma suerte con los oídos que se encontraban aturdidos, ni con mis adormecidos músculos. Sólo percibía un fuerte ardor en la parte derecha de las costillas.
Pude notar que estaba en el hospital y que los médicos me rodeaban preocupados. A mi lado tapaban a un cadáver totalmente despedazado. Tenía incrustados varios trozos de metal en el lugar del ardor y, desde allí, salía sangre a montones. Me asusté y comencé a gritar. Mi cerebro le indicó a las cuerdas bocales hacerlo pero no pudo organizar el mensaje; solo un incoherente ruido fue emitido hacia los médicos. No sé por qué lo hice, pero lo repetí una y otra vez. Comenzaba a recuperar la escucha: los médicos decían que agonizaba, que me debían calmar o empeoraría la situación. Uno de ellos se acercó con una inyección para drogarme. Le intenté decir que no lo hiciera pero mi cerebro mal interpretó mi intención y levantó mi cuerpo. El dolor se apoderó de mí. Entré en pánico.
Una vez que me lograron sostener, los médicos aplicaron la vacuna y la droga se alojó en todo mi sistema nervioso. No tenía control sobre mi cuerpo y, en mi mente, las ideas se movían con total libertad. Vi a Marilyn, me le acerqué y le ofrecí bailar. Era un momento hermoso: solos los dos, moviéndonos con la música. Entre tanta armonía me puse cerca de su oído y le susurré: “Nadie nos interrumpirá esta vez”. Y continuamos bailando para siempre con total tranquilidad.

No es más que un juego

Leandro Rodrigo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


El sonido de un fusible disparando al lado de mi oficina perturbó mi sueño, miro el reloj y las agujas no daban las 6. “Qué hijos de puta los tipos éstos. No me dejan dormir tranquilo” grité con odio, y de un portazo salí al corredor del centro de reclutamiento. Era un lugar bien típico de gente como yo, ¿me entendés? Algo cuadrado en el centro envuelto en grandes paredes de hormigón, tipo como lo que dijo el chabón ése, “pan ojo”, “pan” no sé cuánto; hippie subversivo.
Me alisté y de un grito llamé a los pendejos que habían llegado anoche para darles “la bienvenida”, tenía que apurarme porque esa misma tarde íbamos al campo a conseguir fiambrines y un par de cabezas. Iba caminando frente a ellos con mis botas bien lustradas y taco de madera: “tac tac tac” hacía y sentía cómo se les fruncía el culo a esos mocosos.
Mientras caminaba vi uno sin rosario, lo casé justito cuando se acomodaba el cuello. Me calenté, encima que les hacemos un bien nos toman el pelo. Me paré frente a él y lo miré con mi cara que me caracteriza. “Ya vas a ver pendejo” le dije, saqué mi revolver y de un tiro le partí la entreceja. ¡No sabés la manteca que voló! “Si alguno se hace el piola va a terminar igual. Juntes sus cosas que quiero matar negritos ahora, así que ya salimos”.
Tomé rápido mi café con medialunas mientras leía los chistes del diario. No tenía tiempo de andar con boludeces que dijeran que la guerra está mal. “A éstos les haría falta una jornada conmigo” pensé y fui por mis cosas. Salí y con un grito dije “Marchen”. Subimos al micro y al cabo de dos horas, llegamos a destino.
Durante el viaje, ninguno se hizo el piola. Sabían que a la que chistaban eran boleta, así que estuco tranquilo.
- Acá no es como en la escuela. Si no sos vos, es el otro. ¡Así que agarren firmes los fusibles y disparen como si fuera su suegra! – dije a los soldados antes de llegar.
El campo de batalla estaba divino, bien picante todo. Agrupé a mi pelotón y salimos como zánganos a disparar. Uno, dos, tres y seguían cayendo los pendejos “Que me dieron en el brazo”, “y a mí en la pierna”, “a mí me rozó el cutis”, que pibes maricones me habían tocado ésta vez. Yo por lo menos había bajado a cinco, pero hubo uno que se escondió el bien forro. Ya va a ver.
Veo que me apuntaban dos a lo lejos, pero qué me voy a asustar yo. Agarré un fiambre del piso. Era un negro. Le escupí la cara y lo usé de escudo. Los otros descargaron el tanque y mientras cargaban, les clavé dos tortazos a cada uno. Si total no es más que un juego. Desde que empecé la escuela lo tome así, por eso llegué a donde estoy.
Cuando me quise percatar, mi grupo ya no estaba. Eran todos giles mariconeando y algunos apilados como buenos costales de huesos que son. Fui con mi superior, tuve que correr hasta la base porque se ponía gorda la cosa, tenía ganas de ir a tirar un poco más.
- No quedan más hombres señor – dije agitado.
- Miguel: siempre igual vos. Tenés que dejar de ser así. Siempre los tuyos quedan fritos. Haceme el favor de ir allá de nuevo y a la noche te volvés al escuadrón a juntar más gente” – dijo el teniente furioso.
Corrí de nuevo al campo pero ya había terminado; el enemigo se había retirado. Vi a uno que estaba apuntando al frente y me acerqué.
- ¿Qué paso pibe? ¿Ya se cagaron esos maricas?
- Sí señor, parece que en el ala delta del río hay un combate.
- ¡La puta madre! Allá está Roberto que es tan maricón como ellos. Estamos perdidos – exclamé. Dí media vuelta y me fui al micro.
Allí estaban algunos de los míos, lastimados y cansados. Les dije que se quedaran piolas, que mañana llegaría más gente nueva y volveríamos al campo. Tenía que volver a buscar a ésos y tomar mi brandy de todos los días. Llegamos y el sol se estaba poniendo. Mañana será otro día y voy a tener más tiempo para jugar. Me acosté y dormí.


jueves, 12 de julio de 2012

La fiera que me acecha

Mariano Manuel
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Cuando tengo que escribir de mí, algo me impide interpelar a mi corazón y a mi cabeza. No tengo la vanidad del hombre que se ve a sí mismo y cree que tiene algo interesante que contar. Hablar de mí me lleva necesariamente a observarme y desnudar aquello que a los demás intriga, dejándome indefenso ante la mirada de los otros.
Si entro en mi cabeza entonces me descubro, me vuelvo predecible, es como ponerme de espaldas ante la fiera que va a dar el zarpazo, es entregarme a las manos del verdugo que dicta la sentencia.
Que hable ella, que trate de explicar al hombre que mira y que perdona. Que mueva las piezas del tablero hasta ponerme en jaque, que extienda los brazos para contar cuánto mide mi amor y cobardía, que trate de explicar cómo engañé a su razón hasta el extremo de quererme.
Hablar de mí ¡qué descaro! ¡Qué pretensión absurda! Qué fácil es conocer a alguien preguntando, si en la simple mirada los hombres develamos cosas, con los ojos amamos, morimos y matamos.
Que hable ella que dice conocerme, que le cuenta al mundo por qué sonrío cuando pienso, que termine con todas mis torres y caballos, que me ponga de rodillas ante todos, que corra el telón del misterio que me cierne.
Si habla ella, yo me entrego, confieso miedos y pecados. Pero no lo hará, porque sé que no lo hará, porque me espera en el sueño de cada noche tal cual soy, imperfecto, humano.

miércoles, 11 de julio de 2012

Lejos de volver a creer

Carolina Sette
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Cuesta cerrar su ventana, siempre entra un rayito de luz, en el fondo no quiero que se cierre. Mi centro es tierno, pero pocos pueden quitarme el caparazón, creo que él sólo lo logró. Lo recuerdo porque vivo, simplemente. ¿Quién puede hablar de amor sin adherir su historia personal? Estoy muy lejos de creer que existe una única definición de amor. Si existiera tendría que ser la misma que la de magia. Amor es lo que siento por mi mamá.
No sé si el amor es lo mismo que la magia, va… uno lleva al otro. El enamoramiento, qué loco ¿no? Elegimos una sola persona entre miles, que no nos la impone la vida como a la familia, y la amamos al punto de formar una nueva. Amo a mis amigas también, al final son lo que más agradezco de todo. Pero el rayito de luz va a desaparecer cuando me muera. ¿Cuál será la última imagen que tenga en la cabeza cuando me muera?
No se puede amar sin conocerse, pocos se conocen, y aún menos saben lo que en verdad quieren. Ahora, ¿quién se acepta? porque conocerse no es aceptarse, y si no lo hacés con vos mismo, ¿cómo lo vas a hacer con otro? No es que no crea en el amor entre las parejas, pero… no creo que se pueda amar y enamorarse más de una vez en la vida. El primer amor es el único. Espero que la vida me cambie y pueda cerrar tu ventana. ¿Dos años ya? El tiempo tiene que ver con el amor, la confianza no.
Lo extraño, pero no como extrañan los enamorados, lo extraño fuera de todo, de mis cosas, de mis locuras. Te solté la mano porque me hundo en mi locura, me gana. Siempre culpamos a los meses que pasan, a lo que hacemos y lo que callamos. Ya está, no hay tanta fuerza en el amor si no estás conmigo.
Inevitablemente volví a caer, acá estoy frente a otro humano, más loco que yo, que no sos vos y dudo seriamente que alguna  vez logre ser yo con él. Con vos era yo, yo era yo porque vos eras vos. Y porque así crecí. Enseñanza que te marca. Eso hizo, me marcó. ¿Cuánto tiempo más? Elijo no llorar, pero quiere decir poco.
Y ahora que tengo una nueva piel que me saca de esta rutina ¿hasta cuándo?  ¿Ves? Es magia porque nunca esperaste sentirte así. Me encanta cuando sonríe y me canta, sí, me hace feliz. Después de todo es lo que se busca. Locura es dar todo por una sola persona, lo que te puede alegrar o matar.
Sé que estoy lejos de volver a creer, pero me conozco y me acepto. Me entiendo y sé lo que quiero. Estoy lejos de olvidarte.

No escribo para nadie

Cristina Laureana
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Revolviendo un vaso lleno de azúcar, esperando que me contesten lo que anteriormente había preguntado en el buffet. Tengo que hacer millones de cosas, salir de la cursada, almorzar, volver a cursar, salir más temprano para ir a entrenar.
Me contestaron “No hay pollo en el almuerzo, albóndigas con arroz”, no quiero comer eso. Volví al aula, tengo que escribir algo, ¡uy! Tengo que sacar y leer las fotocopias de Historia Argentina, miro a mi alrededor, a mis compañeros.
Hago una nueva pregunta, ¿tengo que separar los pensamientos?, no, bueno muy bien, sigo escribiendo. De pronto vibra mi celular, salgo de mis pensamientos, paro de escribir, desbloqueo el aparato, y miro tres mensajes nuevos, leo, me agarro la cabeza y me quejo internamente, ¡no quiero ir! Me habían avisado que tenía que  buscar las fotocopias en la casa de una compañera.
Escribo, vuelvo a bloquear el cel, lo guardo, con esto que estoy escribiendo no llego a nada,  fue divertida la teatralización de los cuentos leídos.
Releo lo recién escrito, escucho voces a mi alrededor, se me hace difícil pensar y tener subpensamientos para escribir.
“Subpensamientos” qué palabra le mandé ¡ja!, realmente no sé cómo tengo que escribir, o sea cómo tengo que expresarlo, espero que lo que estoy haciendo esté bien. Igual, como dijo Quiroga[1], no escribo para nadie.


[1] QUIROGA, Horacio; “Decálogo del buen cuentista”.

La guerra cruel

Antonela Válvoli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Extensión Chivilcoy


Volvieron a la noche al lugar donde dormían. Era raro que hubiera minutos de tranquilidad, donde no hubiera que estar atento al enemigo.
Estaban hambrientos y conciliar el sueño se les hacia imposible. La guerra había empezado hacia poco. Los soldados sentían todavía la excitación de estar allí, de tener la oportunidad de defender a su patria. Pero había excepciones.
-Estas guerras no sirven para nada. Es para los intereses de unos pocos-dijo Mark.
-Deberías estar orgulloso de estar aquí y defender a nuestra Nación. Debemos acabar con la expansión de Alemania-contestó Peter.
Mark era un joven rebelde. La idea de estar allí no lo motivaba para nada. Por el contrario, Peter era un joven de espíritu patriótico, quien a cada paso demostraba la emoción que el generaba ser parte de la Primera Guerra Mundial.
-Mi abuelo lloró al despedirme. Yo se que al volver seré el orgullo de mi familia- esgrimió Peter.
-Si es que vuelves- replicó Mark.
-Por supuesto que volveré-dijo gritando-Tengo una actitud positiva y ganadora por sobre todas las cosas. En cambio, vos difícilmente lo hagas. No tienes convicción-.
-No pasa por una cuestión de convicción ni de ideales, sino de los intereses imperialistas de las naciones que participan en esta nefasta guerra- Esas fueron las últimas palabras de Mark antes  de dormirse.
Sin embargo, Peter siguió despierto un minutos más. Las palabras de Peter le habían quedado resonando en la cabeza. Quizá era injusto eso que les estaba tocando atravesar. Pero de repente, se acordó de su familia, de los ideales patrióticos que siempre le habían impuesto, de las lágrimas de su abuelo. En ese momento,  volvió a recuperar su actitud previa, y tranquilo con sí mismo, se durmió.
La guerra transcurrió cruel y dura como siempre. Los jóvenes siguieron conservando su amistad, y siempre que podían conversaban. Más allá de sus diferencias ideológicas se sentían bien dialogando, y de alguna manera de sus diferencias aprendían cosas mutuas.
Un día, ya habiendo pasado más de un año del comienzo, la trinchera en que se encontraban Peter y Mark fue fuertemente atacada. La mayoría de los soldados murieron y los demás resultaron heridos.
Tanto Peter como Mark tenían heridas severas y fueron trasladados al hospital. Peter perdió una pierna, pero el estado de Mark era aún más delicado.
-¿Dónde está Mark? Señorita, ¿podría decirme cómo se encuentra Peter Hayes?- exclamó el muchacho.
-Ese joven acaba de morir. No lo pudimos salvar-respondió la enfermera con un gesto triste, mientras atendía a otro muchacho que estaba en una camilla al lado de la de Peter.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y al cabo de unos minutos, explotó el llanto. Recordó todas aquellas conversaciones y entendió el sentido de lo que Mark pensaba.
-Amigo donde sea que estés, siempre te recordaré-gritó Peter con orgullo.