miércoles, 12 de septiembre de 2012

Café frío y aguado



 Leda Gebruers
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

El despertador sonó seis en punto de la mañana. Douglas se levantó con tranquilidad, su ducha matinal era un ritual que no podía pasar por alto jamás, al igual que el primer té que disfrutó mientras leía los diarios del día. Por la puerta se asomaba su mayordomo con las manos llenas de cartas. Luego de revisar sobre por sobre se encontró con una carta de su primo estadounidense, Walt.  Al terminar de leerla dio la orden de preparar las maletas para irse de viaje, su sirviente se puso en marcha eficazmente.  El ruido de un motor salía del garaje, el auto negro estaba en marcha para trasladar a este inglés puntual. En la mitad del camino la gran máquina negra se paró, algo en el motor estaba fallando. Luego de cuatro horas su ayudante pudo repararlo. Douglas tenía la presión baja por la impuntualidad, su calma comenzó a aparecer cuando se situó en el asiento del avión. 
Después de varias horas de vuelo, llegó a los Estados Unidos. Allí lo esperaban su primo Walt, un hombre de gran tamaño y con una melena de color rojizo, sus manos grandes evidenciaban la brutalidad de aquel ser; junto a él se encontraba su esposa, una delgada mujer de cabello rubio que sujetaba en una gran trenza. Douglas no tardó en ubicarlos, los gritos de ese gran hombre resonaban por todo el corredor del aeropuerto.
Camino al hogar de su primo pudo observar la ciudad, tranquila y resplandeciente. En aquellas calles había pocos árboles, muchos ancianos reposaban en la vereda y fijaban sus miradas en los niños que correteaban mientras se mojaban con chorros de agua que provenían de alguna manguera. La camioneta que los transportaba dio fin a su marcha. Sus familiares vivían en una casa grande y prefabricada, a Douglas le sorprendió pero no hizo ningún comentario al respecto para no ofender a su primo y a la familia. Los ambientes eran muchos y pequeños, el desorden le provocaba pánico a este inglés con tanta pulcritud. Todos se dirigieron a la cocina, el reloj marcaba la hora del desayuno, huevos, panceta y papas fritas desbordaron los platos. Douglas no pudo probar bocado, el aceite no le sentaba bien a su estómago, no había té y el café estaba aguado y frío. Walt quiso incentivar el apetito de su primo y dio fuertes palmadas sobre la espalda lánguida de Douglas, en ese instante supo que su estadía iba a ser complicada.
Una tarde quedó solo con esa mujer simpática y charlatana. Ella le ofreció un café, pero él lo rechazó sutilmente con una sonrisa, solo quería leer su libro pero ella le interrumpía haciendo comentarios sin sentido. Renunció a su lectura en el momento en el que Walt atravesó el living con un ganso entre sus grandes manos: “¡Aquí está la cena!”. Douglas, horrorizado, solo atinó a mostrar sutilmente sus dientes al elevar una tímida sonrisa.
Durante la cena fue testigo de cómo los anfitriones utilizaban sus manos como cubiertos y se podía oír claramente el correr del vino por sus gargantas. Douglas no lo estaba pasando bien y la situación empeoró cuando se notaron las intenciones de la mujer de su primo, quien no hizo más que coquetear durante la sobremesa. El día de su regreso llegó y esto aminoró la ansiedad. Walt llevó a Douglas hasta el aeropuerto junto con su esposa, y aunque ésta se mostró demasiado afectuosa a la hora de despedirse, Douglas hizo caso omiso de la situación, pues sólo restaban unas horas y se alejaría de ese mal sueño, de ese sabor a café frío y aguado.

La Bestia

Rocío Palacios
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



En el mismo momento en el que abrió los ojos, la invadió la certeza de que algo estaba mal. Estaba acostada, ¿había estado durmiendo? No lograba recordar más que los últimos segundos. Tampoco podía ver nada, aunque al principio asumió que su vista se estaba acostumbrando a la oscuridad, a medida que avanzaba el tiempo seguía rodeada de una negrura intensa, impenetrable.
Permaneció inmóvil mientras la desesperación empezaba lentamente a apoderarse de ella. No tenía noción del paso del tiempo y su reloj de pulsera había desaparecido. ¿Había desaparecido? Comenzó a tocarse los brazos, estaban desnudos; luego se tocó las piernas y los pies, desnudos también, y comprobó de a poco que no llevaba nada puesto. Cerró los ojos con fuerza e intentó acompasar su respiración. Se levantó de a poco y tanteó el aire en busca de algún soporte hasta dar con una superficie. Era una pared, asumió por su extensión, de textura granulada y húmeda al tacto: la pared transpiraba.
Usando la pared como ancla, avanzó hasta llegar a una esquina y continuó andando hasta dar con una textura diferente: un vidrio, probablemente una ventana. Apoyó la frente en la superficie y abrió los ojos tanto como pudo, pero no hubo caso, del otro lado se extendía la misma oscuridad espesa, ineludible.
Contuvo las ganas de llorar y se sentó en el suelo helado, pegó las rodillas al pecho y hundió la cara en los brazos. Lo primero que percibió fue una respiración ajena a la suya, que se oía relajada pero a la vez inhumana, como la de una bestia dormida. Su respiración y la respiración estaban sincronizadas, si una se detenía la otra también. Cuando comenzó a agitarse, presa del miedo, la bestia jadeó al compás. Puso las manos sobre el piso y ella misma convertida en bestia, presa de los instintos, se arrastró buscando algo, cualquier cosa.
En aquel lugar no transcurría el tiempo, o al menos esa era su sensación, pero al cabo de un indeterminado lapso dio con su reloj. Lo reconoció por el tacto, pero era definitivamente distinto, pesaba más que una roca cuatro veces más grande. Inmediatamente, sin mediar pensamiento, lo arrojó contra la pared en la que supo, sin entender cómo, que se encontraba la ventana. No pudo ver el recorrido, pero escuchó el sonido del cristal que estallaba y un rugido salvaje que le heló la sangre en las venas. Pronto, la oscuridad que la rodeaba pareció tomar forma y la atrapó en un abrazo frígido. En un segundo recordó quién era, su nombre y sus sueños, sus últimas palabras, y dejó de respirar.

Un futuro sin pasado

Juan Ignacio Lago
Taller de Comprensión y Producción de Textos I 

Era una noche de otoño, el frío se adecuaba mejor al de una noche invernal y las calles no podían divisarse por una lúgubre y espesa niebla que teñía la atmósfera con aires melancólicos. El comerciante Steven volvía a su ciudad natal luego de cinco años de ausencia, durante ese tiempo había permanecido ocupado con su trabajo y con su nueva vida fuera de casa.
La ciudad que observó al llegar no tenía ningún parentesco ni similitud con sus vagos recuerdos. Aquellas calles pobladas y alegres, durante el día y la noche, no se parecían en absoluto al panorama sombrío y monótono del momento. Ni un alma recorría la despoblada ciudad; las casas estaban apagadas, de luz y de vida, y el silencio era tan penetrante que lo aterraba al dar cada paso en la penumbra.
Sin embargo, no todo era negativo, la solitaria situación del lugar podía llegar a explicarse: la fría noche, acompañada de una intensa neblina, era una razón lógica para tal deprimente recibimiento. Mientras se adentraba en la ciudad la situación era exactamente la misma, con cada paso se respiraba un ambiente gélido y agobiante. De a poco, los nervios se apoderaron de Steven. Comenzó a agitarse, sus palpitaciones aumentaron en una fracción de segundo y, como si alguien lo hubiese empujado, se derrumbó de rodillas al piso, el estruendo fue tan imponente que el mismo silencio sepulcral se vio opacado.Toda señal de esperanza en su rostro desapareció al ver su casa desolada y carente de vida, nadie respondía a sus llamados, la nada misma se hacía presente en el inhóspito lugar.
Se encontraba solo y a la deriva, su pasado ya no existía y su presente ahora tenía poco valor. Su ciudad, su familia y sus amigos ya no estaban, cinco años fueron suficientes para encontrarse con un terrible acontecimiento. Todos los recuerdos invadieron su mente, la culpa por su prolongada ausencia lo dominó por completo y los más siniestros pensamientos lo turbaron mientras intentaba encontrar una explicación. Su vida nunca volvería a ser la misma, el bello pasado estaba opacado por un futuro en la tinieblas.


La barricada

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


La barricada cedió luego de un corto enfrentamiento. Ellos eran siete armados con fusiles  y pistolas, no todos llevaban uniforme. Nosotros éramos tres: Fioruccio, Olga y yo; con piedras y palos.
Fioruccio cayó muerto a mi lado por un disparo en la cabeza. Olga se abalanzó sobre él y tuve que arrastrarla para huir. Logramos escaparnos por los tapiales de un conventillo que conocíamos, algo había salido terriblemente mal. Nos refugiarnos en un pasillo oscuro y tuve que tapar la boca de Olga que lloraba frenéticamente por Fioruccio.
Eran novios desde hacia un año y medio.  Se habían conocido a la salida de la fábrica; ella era costurera y pasaba todas las tardes justo cuando nosotros salíamos. Él se enamoro al instante de verla y penó durante meses hasta que consiguió acompañarla hasta su casa. Fioruccio no quería que Olga participase de la huelga, pero ella le había dejado en claro que iba a estar. Era una mujer de un carácter que no se armonizaba con su físico. Su cuerpo delgado, largo pelo negro que ataba sobre su espalda, ojos grandes de expresión melancólica daba la imagen de una niña frágil pero era sólo una imagen. Muchas veces en nuestra habitación la había escuchado hablar sobre política y su cara se transformaba, sus ojos chisporroteaban y cobraban un tono drástico siempre que hablaba del trabajo y la situación de los obreros. Su padre, un comunista alemán que vendía los caramelos en el teatro del barrio Concepción donde vivían, le había leído desde chica autores  que hablaban de igualdad y hermandad entre los obreros, les decían proletarios, nosotros no conocíamos esa palabra.
A veces, después de las funciones el viejo nos invitaba a tomar Hespiridina a su casa y nos hablaba mucho en una mezcla de alemán y español que no comprendíamos bien, pero Olga  traducía. Nos decía: “La oligarquía no va a dejar sus privilegios porque sí, si nadie la obliga”. Cuando el alcohol hacía su trabajo, entenderle era  imposible. Sus ojos cobraran el mismo tono melancólico que los de su hija y Olga le decía que ya estaba bien de alcohol y charlas. “Enfunda la mandolina, papá”, le decía con  ternura infinita, él la miraba con ojos viejos, luego le sonreía  a Fioruccio  y le guiñaba un ojo. Se levantaba pesadamente, besaba a su hija y mirándola a los ojos le decía:“Meine liebe Olga”, se despedía en alemán y enfilaba para la cama.
Fioruccio Di Carlo y yo, Luca Giambarella habíamos llegado al país hacia seis años desde Mongrassano, Italia. Éramos obreros en una fábrica de alpargatas. Teníamos 24 años al momento de la huelga, nunca nos habíamos metido en política, ni en Italia ni acá. Poco antes de partir para la Argentina, Fioruccio me había dicho que quería venir, porque decían que se barría el oro con escobas.
Nos habíamos unido a la huelga luego de que nos echaran por haber estado en una asamblea. Lo cierto es que habíamos estado casi a la pasada  pero para ellos eso ya era suficiente. La situación de los obreros era muy mala y en ahí hablaban de que el poder estaba en nuestras manos, que éramos nosotros quienes sustentaban las ganancias de los dueños de las fábricas  y que unirnos era nuestra única esperanza. Nos fuimos antes de que terminara, Fioruccio llevaba una expresión seria, él tenia una personalidad diferente a la mía, sabia reconocer la inteligencia en los demás, aunque no pudiera expresarlo, ese día  algo había cambiado para él. Caminamos unas cuadras y en la puerta de la pensión me dijo:
-Me voy a lo de Olga.
-¿Pero no esta trabajando a esta hora?- pregunté.
-Si, pero voy a ver a su padre- dijo y luego de un silencio agregó - Me quiero casar con ella.
Olga logró calmar el llanto.
-Espera que terminen las corridas y los tiros y ándate para tu casa. Espérame ahí y no le abras la puerta a nadie, y no le digas a nadie lo que paso- le dije tomándola fuerte de los brazos.
-¿A donde vas?- me preguntó.
- A buscar a Fioruccio-. Hubo un silencio, no se cuanto duro. Sin tener muy en claro cómo iba a hacer para recuperar su cuerpo, me fui.
Nunca había sentido mis piernas como en ese momento, todo el cuerpo me ardía, mientras corría hasta donde estaba nuestra barricada sentía en la cabeza como si latiera un corazón. Todavía se escuchaban detonaciones y gritos pero todo parecía ocurrir  lejos de donde Olga se encontraba y eso me tranquilizó un poco.
Saltando por los patios internos llegué hasta una pequeña terraza de un almacén casi derruido. Desde ahí podía ver la esquina donde estaba nuestra barricada, el cuerpo de Fioruccio seguía tirado ahí.  La esquina tenía una calma tensa, la serenidad y  silencio de ese lugar  solo aumentaba el dramatismo. Fue en ese momento de contemplar a mi amigo muerto sobre un charco de sangre que me di cuenta de lo definitivo de la situación; sentí una gran fiebre en el cuerpo y un calor que me subía por el cuello y me hacia apretar fuerte los dientes, me di cuenta que estaba llorando. Pensé en que ellos habrían revisado sus pertenencias para identificarlo y así dar con nosotros pero nos habíamos adelantado, ninguno de los tres llevaba ningún papel que nos identificara.
La luz del amanecer iba lavando lentamente las calles y el color de la sangre pasaba de un negro brillante al rojo vivo de la muerte.
Quería acercarme, pero sabía que habían dejado el cuerpo para atraparnos si volvíamos. Un perro se acercó a Fioruccio y lo olfateó temeroso; empecé a buscar piedras para tirarle y escuche la voz de uno de ellos que se acercaba a la escena. En efecto, estaban escondidos a la espera de nuestro regreso. Cuando lo tuvo a tiro del palo, le dio un tremendo golpe en el lomo, el animal gimió pesadamenteal tiempo que escapaba por la esquina.
Solo cuatro eran los que salieron de sus escondites, de los siete originales con los que nos habíamos enfrentado. Los vi conversar señalando con sus armas el cuerpo de Fioruccio; no se ponían de acuerdo en que hacer con él. Uno de ellos se agachó al lado del cuerpo y lo tomó de uno de los hombros como para darlo vuelta.
Un fuerte estallido nos puso a todos en alerta inmediata, trataba de darme cuenta de donde venía el ruido cuando vi que el que estaba agachado yacía tirado al lado de mi amigo. Los tres restantes salieron corriendo en dirección al centro, la resistencia seguía y se había cobrado otra victima, ahora, uno de ellos.
La calle quedó desierta y aproveché para bajar por el poste del telégrafo que estaba pegado a la terraza; fui acercándome con una mezcla confusa de rabia y temor.  La sangre ahora se mezclaba sobre los  adoquines. Durante un momento, contemplé los dos cuerpos y tuve la impresión de que todo esto era una locura, sentí que perdía de vista lo que ocurría en el borde de mis ojos. La escena de muerte era el centro de todo hacia donde miraba.
Antes de cargar a Fioruccio en los hombros para salir de ahí, vi al joven de la liga  patriótica. Llevaba un brazalete celeste y blanco que empezaba a empaparse de sangre. Nuevamente la rabia se apodero de mí, empecé a gritarle  al cadáver que lo que había hecho con Fioruccio era una locura, que no éramos subversivos  al tiempo que el cuerpo me ganó y le lancé una patada en las costillas y la sangre brotó en coágulos de la cabeza. Recordé al perro.  Vi su pistola todavía en la cartuchera de cuero con botón dorado, me llevé el arma, cargué el cuerpo de Fioruccio en mis hombros y caminé calle arriba, calle arriba y de cara al sol.

Los perfectos

Matías Cerletti
Taller de Comprensión y Producción de Textos II 

Supongo que estoy en un mundo acabado: edificios fracturados, calles violentas, armas cargadas. Supongo que el frío no es para todos, es un invento de quienes podían mermarlo, porque claro, los diarios en los pechos de los marginados no calman las bajas temperaturas; en vez de desperdiciar tinta en titulares y epígrafes truchos, podrían imprimir diarios impermeables, o no invertir tanto en mentiras, achicar la cantidad de páginas y regalar una frazada en cada tirada. Y sí, gracias que los sueños todavía no tienen ente regulador, porque eso podría terminar con algunos altruismos magníficos que nacen así, soñados.
Estoy sentado en un tercer piso de una calle sin nombre y una puerta sin letras. A veces me paro y me asomo a la ventana, y personas coloridas contrastan de otros personajes opacos. Los colores gritan, los grises desenvainan bastones oscuros, y entonces son como acuarelas que se juntan en una pincelada; algunos salpicones apartados de la escena principal se escapan del fondo, y otros salpicones negros los persiguen y los borran. Después de unos minutos los colores se esfuman y los grises permanecen y se escucha que ríen; sus risas, son macabras como el mundo, que no parece mundo, parece infierno cuando ellos ríen.
Por eso, retraído en la habitación abandonada de una calle sin nombre, se me ocurre que esta alienación del ser humano no es más que un dolor de estómago. Hay magos en todas partes y eso es para muchos una cosquilla de esperanza. Los magos no son recreaciones oníricas, no; los magos son como los colores que pintan, sólo que ellos matan desde otro lado, porque escriben paredes y calles y cuarteles, y creen en la alegría y también en los colores, como los colores creen en los magos. La difusión, el entramado de ideas, los amigos caídos, son todos notificados por magos en todo el mundo, y a veces escriben cuentos fantásticos, que suprimen la ignorancia de muchos de nosotros; claro que también son furtivamente cazados. Siempre nos enteramos cuando a alguno le cortan la cabeza, porque grita “¡revolución!” atontado de alegría. Así, logran desempañar a otros magos y colores empañados, que ven en la ejecución a un líder.
Más todavía que el miedo, vive la fuerza de un pueblo de irreconocibles que escriben y que cantan y que lloran a sus muertos. Hay magos y colores, y todavía quedan árboles y plazas. Y cuando los colores pintan deliciosas canciones y los magos les retribuyen ansiosas poesías, parece que el mundo vuelve a ser libertad, y todos nos miramos a los ojos y la fuerza disciplinar de un corazón constante y humano, vuelve a redescubrir la vida entre las encrucijadas sanguinolentas que nos cazan. Pensamos en la reconstrucción, entonces morir no se hace difícil; y la tierra destrozada no abunda en nosotros porque somos la contracara que les duele: una mitad de tierra, y otra mitad, empapada de cielo.