martes, 6 de abril de 2010

Sinestesia

Por Martina Dominella

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2009

Hay quienes sostienen que la división técnica de los sentidos en cinco formas de percepción diferentes (gusto, oído, olfato, tacto y visión) es un mero capricho occidental, y que la vía de interpretación del mundo que nos rodea se realiza con el conjunto del cuerpo como una unidad. Lo cierto, al menos en mi caso, es que cuando uno de mis sentidos se ve anulado o disminuido, el resto se agudiza.

Una vez que ingresé en el auto, mis ojos vendados se relajaron, como un anticipo de lo que serían los días siguientes, y mi escucha se volvió más atenta. El traqueteo de las ruedas saliendo del asfalto por el empedrado, el cruce de una vía y el silbato de una locomotora sonando a corta distancia e, inmediatamente, el susurro de las hojas de eucaliptus funcionaron como mi visión. Se sentía el ruido verde de principios de verano y el calor de diciembre tenía el sabor de las tardes de sol en que las horas de clase se cambiaban por rondas para fumar cigarros armados en la placita de atrás de la escuela técnica. Todo se entremezclaba: la presión de un puño extraño sobre mi nuca, el cuello torcido sobre el tapiz reluciente del Falcon y la columna encorvada, que me hacía sentir un tirón insoportable desde la primera hasta la última vértebra; las manos inmovilizadas, atadas por la espalda, y el cuerpo enroscado intentando acomodarse a la presión ejercida por el asiento delantero del acompañante. La dificultad para respirar aumentaba y el sonido de cada exhalación se interponía con el cuero negro brillante del tapizado.

El motor se detuvo unos minutos. El conductor bajó, buscó en un manojo de llaves la adecuada y abrió alguna cerradura que parecía ser de una tranquera oxidada por la intemperie. Retomamos la marcha unos metros más y luego se produjo mi descenso definitivo a una construcción perdida en las afueras de la ciudad de la que, hoy, sólo quedan los cimientos. La llamaban “La Escuelita”. Allí permanecería sumergido en plena oscuridad por los próximos veinte días, aunque el tiempo se percibía de otra forma durante mi detención.

En ese transcurso, me preguntaba qué me llevaba a seguir con vida, combatiendo el miedo y la incertidumbre. Sencillamente, cuando no se tiene más nada que perder, la existencia continúa por inercia; y una vez que se pierda la libertad ya no queda casi nada. En la soledad de la celda sin ventanas, los sentidos se confundían. Se escuchaba con la piel cada visita del guardia cárcel de turno; el sabor del encierro se olía al ras del suelo, la humedad se sentía en los rincones de la boca y la visión se volvía un telón negro.

Lo único que conservaba libre era mi pensamiento, como un lugar privilegiado íntimo y resguardado, donde la libertad no se podía cercenar. Así comencé a elaborar mi estrategia de supervivencia, que reconocería como tal mucho después, al momento de relatar, reiteradas veces, mi encierro.

El plan consistía en armar un pequeño archivo en mi cabeza de las poesías que había escuchado durante mis 17 años. Repetía los poemas de memoria, los organizaba, los combinaba entre sí e intentaba resignificar cada verso, cada palabra. Me evadía en Gelman, Whitman, Pizarnik, Paco Urondo, Orozco.

Así transcurrieron casi tres semanas, hasta mi liberación. Luego, la sola mención de uno de los autores o recortes de los poemas me envolvía en un halo de terror y desesperación, como un retroceso automático a estos días de encierro. Es ahora, con este relato, que llego a comprender cuándo me mercaron los milicos y hasta qué punto habían llegado después de este trayecto en Falcon a fines de 1976.