miércoles, 28 de octubre de 2009

Fall des himmels (Caída del cielo)

Por Pilar Banfi Martini
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009

“Sólo se combate por lo que se ama; sólo se ama lo que se estima, y para estimar es necesario al menos conocer.”
Adolf Hitler



Capítulo 1: Su visión

Junio, 5, 1944

- ¡ Diez, listo!
- ¡Nueve, listo!
- ¡Ocho, listo!
Los tripulantes de aquella unidad aerotransportadora se preparaban con los corazones inquietos para saltar sobre el enemigo. No conocíamos el territorio; no conocíamos las caras de los alemanes, ni su voz.
- ¡Siete, listo!
- ¡Seis, listo!
- ¡Cinco, listo!
- ¡Cuatro, listo! – dije, tocando el hombro de mi compañero dándole la señal de que era su turno.
- ¡Tres, listo!
- ¡Dos, listo!
- ¡Uno, listo!
El sargento Foley esperaba la luz verde para saltar. Seguramente, pese a que era un hombre de valor, un hombre fuerte, temía igual que el resto de la tripulación. Antes del momento de la partida se paró frente a la puerta, nos miró y sonrió. Y luego se perdió entre los ruidos y las nubes oscuras de Normandía. No podíamos ver el recorrido que hacían los paracaidistas, quizás por el miedo a ser heridos. Las balas y las bombas nos rozaban la piel, nos aturdían, nos acosaban por doquier. En mi turno, opté por saludar a mis seis compañeros. Los miré y sólo me lancé.
La caída, pese a peligrosa, resultó como en los entrenamientos, casi en línea recta, sin roturas ni heridas. La suspensión en el aire duró algunos minutos. Fueron eternos.
Al pisar tierra desconocida, me sentí en completa soledad. No veía a mis compañeros ni a los seiscientos cuerpos que comprendían la Compañía. Debía inmediatamente, ubicar al sargento Foley, o al teniente White. Había dos probabilidades, o yo estaba en una posición equivocada, y si no encontraba rápido a mi batallón estaría besando los labios de la muerte en cualquier momento, o mis amigos estaban aún en las nubes) Esperé tras unos arbustos a que alguien me encontrara, o al menos oír alguna señal de que estaban vivos. Mi corazón se salía, no podía controlar mis sentidos. Los estallidos me aturdían, me cegaban, gritos, y dolor… Sólo deseaba volver a Georgia, al campo de entrenamiento, donde me sentía con orgullo por defender mi nombre. Quería volver a mi casa a escuchar los viejos discos de mi madre. Y lloraba, por eso. En silencio. Temía que algún alemán escuchara mi llanto de tristeza y soledad, y apretara el gatillo de una Luger muy cerca de mi cabeza. Mi cabeza giraba, no podía abrir los ojos, las explosiones cada vez eran más fuertes, no escuchaba ni mi propia voz. No quería morir. Pero recordé por qué estaba allí, y mi corazón de pronto, enmudeció. Me arrodillé e intenté ver algo.
Me trasladé a otro arbusto a unos metros del anterior. Al llegar, oí un chistido. Me endurecí como piedra. Como hielo. Apunté al arbusto que estaba a mi izquierda. El chistido persistía. Si era el enemigo y no respondía, me mataría. Si era de los míos, y no respondía, me matarían también. Cargué mi carabina M1A1. Y esperé a que chistara de nuevo.
- Hey, no dispares. Soy yo, Thomas.
La voz familiar me hizo bajar mi escopeta. Respiré.
- Moody. Imbécil. Ese no era el saludo de reconocimiento.
- Lo siento, lo olvidé. ¿Has visto a alguien de la compañía?
- No.
- Diablos.
- Quizás si nos moviéramos despacio, podríamos encontrar a los otros. En el entrenamiento, nunca caímos todos juntos.
- De acuerdo, Thom. Vamos.
Seguí a mi compañero, era reconfortante su presencia. Como si aquel simple
soldado me salvara la vida, y me enviara a casa, sin heridas ni marcas en mi piel. Pero las heridas que esa caída del cielo me provocaron no fueron precisamente físicas. Heridas que perdurarán en nosotros durante toda nuestra vida.
Un sonido extraño se oyó a dos metros de donde estábamos. Apuntamos. El sonido, parecido a un chistido, insistió desesperadamente, asustado por pisar a la muerte.
- Es Duck. – dijo Moody. Junto con Charles Duck, estaban el cabo Moore, McLaureen, Price y el Sargento Foley. Aún faltaban tres, para completar la pequeña tripulación del avión.
El Sargento nos reunió tras un gran arbusto y dijo que saldría a buscarlos. No podíamos movernos de esa posición. Moody se ofreció a acompañarlo, y el Sargento aceptó. Le indicó que lo cubriera hasta el próximo arbusto. Desaparecieron en la oscuridad.
Moody, un hombre muy valiente. Un hombre de valor. Y también un hombre que no dejaba de bromear y hacer reír a la gente. Tenía un talento especial, como un don, para causar risas entre la multitud, y así atraía la atención de todos. Durante el entrenamiento, el capitán Brech le revocó todos sus últimos nueve pases de fin de semana, antes de partir hacia Inglaterra, simplemente porque gastaba bromas en la noche a los soldados más jóvenes. El capitán Brech no entendía, y se disgustaba mucho con Moody. Fue el primero que me habló.
- Duck, ¿crees que estén vivos? – dijo Robert Moore, con una sonrisa curiosa en su rostro.
- Cállate, Moore. No es hora de bromear. No cuidaré de ti como lo hice cuando Brech te enfrentaba. Tus borracheras las toleraba porque no arriesgaba mi vida. Aquí debes tener los ojos abiertos.
Fue el factor desencadenante de una discusión susurrante a la cual me mantuve al margen. Duck, en algún sentido, tenía razón. Debíamos cuidarnos. Pero no renunciaría jamás a dejar a un amigo abandonado, sin ayuda en esta tierra infértil. Los comentarios hipócritas de mis compañeros lograron que voltee e indignadamente les grité:
- No se merecen estar aquí. Esto es para hombres con coraje, valor, fuerza. Venimos a ayudar a extraños, que están sometidos por la mano de un subversivo, ¿y no ayudarás a un amigo? Es tu misma sangre. Esto es para verdaderos hombres ¿Ustedes qué son?
Los soldados se miraron avergonzados entre ellos, miraron el suelo. En completo silencio giré sobre mí, y me apoyé en un árbol. Deseaba desesperadamente que Foley y Moody regresaran. El tiempo parecía volar. Pero sólo habían pasado algunos escasos minutos desde la partida de nuestro Capitán y mi amigo.
- Allí vienen –advirtió McLaureen.
El sargento sólo venía con dos hombres. Moody, y Jhon Fischer, el técnico.
- Encontré a Solly, pero… estaba mal herido. Hack está perdido. No podemos demorarnos más, debemos subir por esa colina al este. Hace media hora debíamos estar allí. No sé qué ha retrasado todo… Soldados, columna táctica. Iré al frente, Price, venga conmigo– el sargento ordenaba tranquilamente. Pronto, cruzábamos entre pastizales y distintas plantas. La vegetación, la oscuridad y el miedo, nos paraba cada pocos metros, logrando que la columna se deformara.
Una vez, reunidos en el punto de encuentro, debíamos trasladarnos junto a dos batallones a un pueblo no muy cercano. Allí, nuestro objetivo era liberar esa zona para poder recibir refuerzos, encontrar un punto de comunicación, y una casa para el General.
Sabíamos que aún estábamos en guerra, en un lugar ajeno y lejano a todo. Pero teníamos la esperanza de que aquél pueblo nos diera algo de paz.
El primer paso, sobrevivir a la caída, ya había pasado. Y era la prueba de nuestra firmeza. Aunque nos diéramos por muertos.

martes, 13 de octubre de 2009

Lluvia gris

Por Lucas Vidal
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2009

Lo hecho, hecho está. Mi venganza concluyó exitosamente. El que terminó con la vida de mi familia en este momento debe estar muerto. Estoy satisfecho, nunca nadie va a saber quien lo hizo; algo tan horrible como morir lentamente debe ser desesperante, sentir que el aire no entra en los pulmones, saber que no puedes salvar tu vida por más que lo intentes. Mi familia lo sabe.
Tal vez hubiera sido mejor condenar al maldito a una vida de dolor en lugar del derecho a morir, lenta y dolorosamente, pero morir al fin y no sentir nada más después. Tal vez no hice lo correcto, tengo miedo, me atormenta el no abrazar a mis hijos, pero aún peor es el sentimiento de que el maldito volverá para hacer mi vida imposible cada día que dure.
La lluvia es incesante, desde este cerro solitario escucho las sirenas en la ciudad. Esta ciudad olvidada por todos. Esta ciudad que fue abandonada por los sentimientos, por la felicidad, por la bondad. Cada una de las almas que la habita está condenada a una vida tortuosa y, peor aún, a una muerte interminable. Ha llovido por dos años, dos años sin ver el sol, dos años sin ver un color que no sea el gris.
Enciendo un cigarrillo, miro el humo y su siempre diferente danza en el aire. La idea llega a mi mente y me seduce, quiero hacerlo, lo necesito. Son las once de la noche, tengo tiempo. La ciudad se vuelve oscura, sus luces amarillas la hacen aún más triste y parece impenetrable, no tiene salvación. Todos sus pecados, sus vicios, sus penas. Aspiro una larga bocanada, la llevo a lo profundo de mi pecho, suelto el humo suavemente. Los ojos del maldito inundados de miedo vuelven a mi mente y funcionan como un efímero letargo de mi soledad.
Mi cigarrillo está por apagarse, es el último. La pendiente es empinada, el precipicio de cincuenta metros. Los vidrios de mi viejo auto están empañados, no importa, adonde voy no necesito ver. No enciendo el motor, tan solo dejo que la pendiente marque el camino, ahora solo veo pantallazos una vida que una vez tuve, era feliz. El coche comienza a caer, no siento nada. Un golpe seco y el silencio. Eso es todo, la lluvia no para.

Crónicas de una soñadora

Por Guadalupe Reboredo
Taller de Comprensión y Producción de
Textos I



Empecé a vislumbrar la curva el día en que mi amo cayó. Cuando digo cayó no estoy usando ningún tipo de metáfora o exageración, sino que estoy rememorando un hecho que en verdad sucedió: un golpe, una caída brusca. En cuanto a la curva (seguramente se estarán preguntando a qué curva me refiero), en ese caso debo admitir que ese día comprendí daría mi destino un giro que, probablemente, lo había dado el día en que finalizó mi cautiverio, sólo que no lo había notado o, tal vez, no lo había querido notar.

En mi caso, el cautiverio no fue tan malo. Por supuesto que por aquella época soñaba con la libertad de las calles, pero francamente no puedo quejarme del trato que recibí. El hecho de estar aprisionada, por otro lado, obligaba a mi imaginación a dispararse al máximo, a trasladarme a lugares que no podía visitar, soñando día y noche con salir de allí. Fue gracias a eso que comencé a pensar en carreras. Me gustaba imaginarme que corría y competía, tanto en maratones como en distancias cortas, pero siempre a grandes velocidades. Mis compañeras y yo solíamos pasar tardes enteras hablando de nuestros sueños y aspiraciones y, aunque diferían en algunos puntos (algunas querían jugar al fútbol, otras decían estar hechas para el tenis, otras soñaban con el básquet, etc.), todas coincidíamos en lo mismo: queríamos lucirnos, queríamos no sólo sobresalir en lo que hiciésemos sino que queríamos ser las mejores.

Fui una de las últimas en irme, y eso, probablemente, se debió a mi precio. Aún no he podido resolver el dilema que se nos presentaba durante el cautiverio: ¿era preferible ser costosa o barata? ¿Aseguraba el precio nuestra calidad y rendimiento? En ese caso, ¿convenía ser costosa y, por ende, pasar varios meses más encerrada o era preferible ser accesible y ganar más rápidamente la anhelada libertad? En mi caso, el precio era elevado, el más elevado de la vitrina, me atrevería a decir. Podía notar cómo el público, en general los jóvenes, me miraba con fascinación y un dejo de angustia. Podía ver cómo mis cordones se reflejaban en sus pupilas, las cámaras de aire brillaban en sus ojos, los resortes rojos, mi mayor encanto, se presentaban en perfecta armonía con el signo del mismo color (una marca de nacimiento que mis compañeras llamaban “pipa”).

El día tan esperado llegó de la mano de un joven muchacho, un muchacho que no superaba los quince años de edad. Sorprendida, me sometí a la prueba. Lo miré durante algunos minutos, observando su contextura física. Desde mi ángulo sólo podía observarle las piernas, flacas pero firmes, por lo que me sentí satisfecha cuando sacó de su mochila la abultada suma de dinero, los quinientos cincuenta pesos. Mi carcelero me envolvió, feliz, y me entregó a mi nuevo dueño.

Los primeros días de libertad fueron espléndidos. Podía sentir el asfalto caliente, el traqueteo de las veredas cercanas a las vías, la tierra del campito de fútbol (sí, jugué al fútbol), los pedales duros de la bicicleta… hasta los primeros pisotones me resultaban placenteros; todo era novedad. Cada vez que mi amo me sacaba a la calle, creía estar un paso más cerca de mi propósito. Estaba segura de que mi destino se cumpliría, de que mi diseño no sería en vano. Me preguntaba cuándo empezaría a entrenar.

El estilo de vida de mi propietario, sin embargo, no se parecía en nada al de un gran deportista. Se levantaba muy tarde, ya que, aunque asistía al colegio, solía faltar al menos una vez por semana, y era capaz de quedarse una tarde entera mirando el techo, tirado en su cama fumando un cigarrillo. Otras veces, se reunía en la casa de algún amigo o en una plaza cercana, pero no hacían otra cosa que fumar y mirarse las caras. Los escuchaba hablar pero no entendía lo que decían, sólo distinguía las carcajadas de mi amo, que reía de una manera muy particular. Por eso, cuando se organizaba algún partidito en la plaza o en la cancha de fútbol cinco de la cuadra, yo me ponía extremadamente feliz, y salía a gambetear con todas mis ganas, imaginando que estaba entre los grandes.

Debo admitir que, si bien no corrí maratones, no me limité a correr sólo en una cancha. Muchas veces, mi amo me transportaba a callejones oscuros con gente a la que yo desconocía, y siempre por algún motivo terminaba corriendo. Cada vez que aparecía un patrullero mis resortes enrojecían de alegría, porque sabía que ahí empezaba la gran carrera, una carrera de obstáculos donde debía trepar paredes, saltar rejas, pasar de techo en techo. Era lo más divertido.

Lo que sinceramente no me divertía en lo más mínimo era salir de noche, y tras que no me divertía para nada, las noches del chico duraban hasta el día siguiente, muchas veces hasta el mediodía. Si no me gustaba pasear de noche, era porque él comenzaba a perder estabilidad cada vez que me metía en un bar o alguna fiesta. Me hartaba tropezar, me erizaba los cordones chocar con las paredes y, por sobre todas las cosas, me molestaba sobremanera que me tiraran fernet o cerveza, cenizas o talco, me ponía muy nerviosa. El colmo fue el día en que mi amo me vomitó encima, lo que me hizo sentir como un verdadero desecho, sobre todo porque no me limpiaron hasta que la madre del culpable me encontró toda sucia, dos días después. Lo mejor que me podía llegar a suceder por las noches era que mi dueño se encontrara con alguna chica, con quienes siempre regresaba a su casa temprano. Aunque me terminaba aburriendo, siempre tirada a los pies de una cama, prefería estar allí que en algún baño mugriento e inundado como lo era el del barcito que el joven frecuentaba.

Esa vida duró varios meses. Con el correr del tiempo los partiditos de fútbol se hicieron cada vez menos frecuentes, las noches se hicieron cada vez más largas, mi amo comenzó a perder estabilidad también durante las tardes, y mi cuero comenzó a desgastarse, mi plantilla a despegarse, y yo empecé a sentir el lento pero notorio deterioro que viene con el tiempo y no se puede retrasar. No obstante, se hicieron más seguidas lo que yo denominaba “carreras de obstáculos”, lo que me ayudó a mantener viva mi fe, hasta que se me agotaron las excusas para esquivar la realidad.

Como ya he dicho, me convencí de mi derrota el día en que mi amo cayó. Esa noche, y por algún extraño motivo que bien podría llamar intuición, supe ni bien salí de la casa, que no volvería a pisarla. Secretamente, me despedí de todo cuando mi dueño cerró la puerta, ya sabiendo que esa cerradura no volvería a abrirse para mí. Fiel a lo que ya parecía un ritual, me dirigí a la plaza del barrio donde, religiosamente, mi propietario y sus amigos se juntaban a tomar antes de salir a bailar. Ese día me volcaron vino y mis cordones se tiñeron de color rosa, pero ni siquiera llegué a enojarme pues había entrado en una etapa de resignación que hacía que todo me resultara ajeno e irrelevante. Recuerdo que ese día mi amo no se rió, prácticamente ni habló, pero tomó tanto que sus amigos tuvieron que ayudarlo a subir al auto en el que se dirigieron al famoso bar del baño inmundo.

Llegué al bar de puro milagro, ya que el conductor del vehículo no se hallaba en mejores condiciones que mi dueño. Como no podía ser de otra manera, me dirigí directo al baño en cuanto los dos hombres de la entrada me cedieron el paso. Todo parecía anunciar el fin de una etapa: el piso estaba más inundado y embarrado que nunca, los dos inodoros estaban rotos y toda la fila de azulejos debajo de la mesada con los lavatorios habían terminado de desprenderse de la pared. El aire se cortó de pronto, y pude ver que ingresaba al baño una patota que yo no reconocí. Me sentí especialmente intimidada cuando se me acercaron dos compañeras negras de “pipa” y resortes dorados, y enseguida noté cómo su dueño elevaba al mío por el aire, para luego tirarlo al suelo. Me golpeé con todo: con el inodoro, las paredes, la puerta del baño, la barra del bar, las sillas, la puerta principal, la vereda… se había armado una verdadera batalla campal entre los nuevos matones y la banda de mi chico, y yo supe desde un principio que no ganaríamos. El matón de las zapatillas negras apartó a mi dueño, que iba casi inconsciente, de la vereda del bar, y lo trasladó hasta una esquina en donde, con bronca acumulada, hizo sonar su cabeza contra el baúl de un auto. Mi amo cayó, primero con las rodillas, luego con el cuerpo entero, sobre el cemento.

Nunca supe si mi amo se había vuelto a levantar o si para él ese también fue su fin. Mientras estuve con él, rogando que reaccionara, no dio señales de haber recobrado la conciencia, por lo que me quedé ahí, acompañándolo, hasta que un joven, a quien reconocí como uno de los matones, se acercó para robarme. Me sentí, y aún me siento, extremadamente culpable por haber abandonado a mi dueño, pero no pude hallar la manera de resistirme. Estuve un tiempo viviendo debajo de la cama del matón que me había secuestrado, quien nunca me usó porque no le calzaba, así que unos días más tarde fui regalado a otro de los matones, que a pesar de ser mi talle no me quería pasear. Estuve unas cuantas semanas archivada en un rincón, completamente resignada en mi inmensa soledad, hasta que un joven escuálido a quien nunca había visto antes me levantó del suelo y decidió qué hacer conmigo.

Ahora ya casi no veo piernas, sólo autos, perros y nucas, árboles y pájaros que se encargan de picotear mis cordones. Mis resortes ya no tocan el piso, sólo sienten el viento, que se encarga de erosionar, juntos a las lluvias, mi cuero. Ahora anhelo las noches de bares y hasta sueño con volver a pisar el bañito inmundo. El color rojo de mi marca se opaca cada vez que pienso en las partiditos de fútbol o en cuando corría para escapar de la policía. Yo quería estar en la cima, y lo estaba, sólo que colgada de un cable que cruza una callecita angosta. Nadie me presta atención, nadie me mira con fascinación, y mi único entretenimiento es observar las reuniones, aparentemente clandestinas, que se suceden justo debajo de mi suela. De vez en cuando veo llegar a los matones, siempre acompañados de unas fabulosas y nuevísimas llantas. Me pregunto con qué soñaran ellas.

miércoles, 7 de octubre de 2009

La cama vacía (Morroñin)

Por Liliana Fruttero

Taller de Comprensión y Producción de Textos II

Extensión Formosa

Año 2009

Para Norma y Martu

Está ahí, quietecito. Un frío extraño, desconocido comienza a invadirlo. Mientras, le parece que una voz conocida le susurra al oído, Morroñín… Morroñín. Lentamente se da vuelta y se estremece. Un huequito entre el tul y el lustro de la madera prepara una cuna para él. No se conforma, vuelve a incorporarse. Gira alrededor de su cuerpo buscando el último aliento de calor. Se acomoda, se enrolla más y esconde su carita afligida. Parece ocultarse para no ver el panorama.

Morroñín no quiere darse cuenta de lo que sucede, pero él sabe. Sabe que algo pasa, que hubo un cambio definitivo y nada volverá a ser como ayer. Tanta palidez lo asusta. Alrededor hay murmullos y pasos. Gente que viene y va. No lo preocupan. Su atención está puesta en otro lado; en el paso de las horas y el calor que se va.

Ella duerme a su lado. Su piel es como porcelana, a pesar de los años; que por cierto, son muchos. Luce lozana, pálidamente lozana. Parece pintada por Miguel Ángel. La envuelve un aura de paz. Ella sabe que él está ahí, armoniosamente dibuja una sonrisa suavemente rosada, mientras sus párpados pasean por la ensoñación.

Un aroma intenso, penetrante inunda el recinto. No es bueno tanto olor a flores. Es que casi repugna, porque trae a la memoria oleadas de tristeza y llanto. Ese olor lastima el cerebro. Es un aguijón punzando las células olfativas. No les gusta, ese olor, a ninguno de los dos. No así. Ni a él, ni a ella. Sin embargo, los dos, amaban las flores. Amaban estar juntos, jugando en el jardín entre las rosas. Siempre juntos. Él en su falda, embriagado de caricias y ella feliz con su compañía. Unidos en todo momento. Compañeros de la historia cotidiana. En la quinta, en el negocio. A la noche, a la mañana. Con sol radiante o con lluvia. Inseparables.

Sabe que queda poco tiempo, lo presiente. El temor lo invade más, si parece haber crecido en el transcurso de la noche. Ahora, es un gran monstruo peludo que lo amenaza. De a ratos levanta su mirada gris y busca aspirar el aire. Ningún sonido sale de su boca. Observa con tristeza la lividez que avanza. Vueltas y vueltas a su cuerpo que no encuentran las respuestas conocidas.

Afuera, las luces del alba comienzan a colorear la penumbra. La puerta abierta de par en par custodia el espectáculo Dantesco. Basta nada más pararse de frente. Los dos componen un cuadro difícil de olvidar. Ella durmiendo y él, también; durmiendo sobre ella. Entre su pecho y su cintura. Junto a su corazón.

Mientras tanto la atmósfera se enrarece cada vez más. La luz de unas velas imaginarias desnuda la tristeza del ambiente. Cuatro manos entre ella y Morroñín, dos a cada lado, se deslizan por la blancura de las puntillas y con intermitencia acarician la suavidad grisácea. Van de la tela al gris y del gris a la porcelana. Toda la noche recorrieron el camino, repitiendo el itinerario. Fueron y vinieron. Van y vienen como quieren, como pueden. De a ratitos, interrumpe el recorrido la humedad de una perla brillando en los bordes de la madera barnizada.

Hay alguien que no saludó en la entrada y tampoco pidió permiso. La primera invitada de la noche. Él, peludo y fiel, la desafía. Le propone un duelo, la está retando. No se la va a llevar tan fácilmente. A puro coraje se le planta. No sabe que la pelea ya terminó y tiene un vencedor. Como buen testarudo sigue la batalla. No por nada su especie tiene fama, pensará que todavía le quedan seis.

Un aura mágica camina por las paredes de la pequeña habitación. Morroñín sigue sin entender porqué no están en su cama. Esa que por años los cobijó. Esa en la que ella lo tapaba amorosamente. No entiende porqué están allí. No le importa mucho, sólo lo preocupa el frío. Afuera hace frío, adentro también; es otoño pero parece invierno.

Ella está cada vez más helada. Él, se tiene que conformar recordando el calor de la estufa y los ovillos de lana. Hoy, se tuvo que conformar con el frío. Nadie supo cómo lograron separarlos. La primera claridad anunció la despedida.

Cuentan que hay una cama vacía y que un maullido de tristeza, todas las noches, recorre la casa.


martes, 6 de octubre de 2009

Pecar es un placer


Por Josefina Bolis
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2008

Un muchacho joven apareció en la escena. Estaba sumergido en cuatro paredes rasas color amarillo óxido. En sus zócalos, la yuxtaposición de polvo y humedad generaba una pasta fétida que contorneaba el monoambiente de manera uniforme, empequeñeciendo aún más la habitación.
El aire parecía estar viciado e inerte. No había rendija alguna que renovase el oxígeno, ni índices de la existencia de un mundo exterior tras los consistentes bloques de cemento. El cubículo bien podría haber estado kilómetros bajo tierra, si no fuera porque una minúscula ventana, yaciente sobre un escritorio vacío, refutaba la teoría. Sin embargo, no podía divisarse nada a través de ella, y la luz grisácea que filtraba perdía fuerza y desaparecía, atenuada por la única lamparita incandescente que allí había.
El resto era oscuridad y desorden. Una biblioteca astillada, que parecía haber sido desvencijada a la fuerza, albergaba un retrato con una imagen desfigurada tras el vidrio cuarteado y un Jesucristo que descansaba sobre una cruz amputada. No había música ni ruidos de la calle, sólo una inquebrantable soledad.
El muchacho se levantó del asiento que había sostenido su cuerpo inanimado por un tiempo indefinido y, con la mirada perdida y alienada, se dirigió a una heladera. Su interior era desértico, salvo por el oasis que protagonizaba una botella de vodka. La levantó y empinó con rapidez, provocando que una gota solitaria y destilada se deslizase para caer sobre su lengua seca, y luego perderse en su viscosa saliva.
Entonces, la desesperación lo acometió. Revolvió con vehemencia un paquete donde guardaba unas hojas de tabaco, insuficientes para armar un cigarro. La televisión se encendió de manera automática para pasar el informe diario. Otra vez debía soportar un rutinario recorrido por fiestas de ricos y famosos, que disfrutaban de grandes banquetes y mujeres hermosas en fiestas bulliciosas y coloridas.
Sus ojos se enrojecieron y lagrimearon de deseo y dolor, y se arrastró débilmente hacia un bolso desparramado al costado de la puerta. Metió la mano y sujetó con firmeza el cilindro que lo llevaría a la gloria. Observó con fugacidad la etiqueta que dibujaba un gran siete envuelto en llamas, antes de destaparlo y digerir las pastillas rojas que el frasco le ofrecía.
El cuarto se sumió en una luminosidad abrasadora y cálida, y una flauta dulce entonó una armonía que llenaba de paz. Entonces, pudo leerse: “No necesitas nada y a nadie más. Con Hedoné, pecar es un placer”.
La pantalla se apagó y la sala estalló en aplausos. El corte publicitario era un éxito. El gerente, Alberto Pascal, se levantó y se dispuso a explicar el producto a su público.
- Hedoné es un compuesto químico realizado a base de serotonina, también conocida como “hormona del placer”, que se genera en la hipófisis humana y tiene la capacidad de aumentar el bienestar y la felicidad. Su liberación depende de la cantidad de luz que el organismo recibe por día y, como bien sabrán, su emisión se ha reprimido desde el bloqueo del sol por el escudo de smog. Pero hemos descubierto la manera de reemplazar la radiación precisada mediante el estímulo extensivo de los vicios del hombre – anunció Pascal con énfasis – Ahora, si me acompañan, voy a enseñarles los siete departamentos donde se produce la sustancia.
Llegaron a una primera puerta que se designaba con la leyenda “Gula: luchando contra el hambre”. Al abrirse, puso al descubierto un centenar de esferas móviles, sudorosas y grasientas. En su parte superior, se adivinaban ciertos rasgos faciales, presididos por un orificio que no hacía amague alguno de cerrarse, por el cual engullían sin cesar una amplia gama de manjares, dispuestos en la mesa que tenían al frente. Opuesta a la apertura por donde ingresaba la comida, en lo que podría llamarse nuca, brotaban unos tubos plásticos que absorbían una sabia negruzca de su interior.
En una primera instancia, una mezcla de repugnancia y asombro irrumpió al grupo visitante, pero fue rápidamente reemplazada por una salivación abundante y un estrujamiento estomacal, producido por contemplar las delicias que esos seres mutantes ingerían.
Mientras caminaban por el pasillo dirigiéndose al departamento sucesivo, un empresario de más de noventa años se acercó al gerente y le preguntó con preocupación si no temía que tales experimentos tuvieran una repercusión negativa en la comunidad. Alzando la voz, Pascal respondió:
- ¡Por supuesto que no! Estamos en el siglo XXII, ¿de qué comunidad me hablas? La gente ya no interacciona para sobrevivir a menos que no tenga otra opción. Hedoné es la solución exacta para el individuo aislado. Podrá satisfacer todas sus necesidades y ayudarlo a alcanzar el goce pleno sin salir de su casa, que implicaría correr el riesgo de exponerse a la radioactividad y a la lluvia ácida. Además, desde que se reveló la gran farsa de la humanidad, sostenida por la Iglesia durante varias eras, hacer eco a los placeres más íntimos es algo completamente consensuado. Es hora de que te desprendas de ese moralismo anacrónico, porque puede considerarse una patología severa ¿No crees?- sentenció el hombre con una mirada severa y desconfiada.
Hicieron parada en otra sección de la empresa, titulada “Codicia: el exterminio de la pobreza”, donde los visitantes imaginaron sentir la superficie fría y lisa de los lingotes de oro y los rubíes, que visualizaron a través de un vidrio, y casi creyeron odiar a los híbridos que se abalanzaban a ellos y los acariciaban, siempre conectados a las mangueras de succión.
A continuación, arribaron a “Soberbia: nunca sentirás fracaso”, el tercer departamento, donde numerosos hombres sentados en tronos eran acicalados y halagados por varios sirvientes a la vez. En su mirada enaltecida se evidenciaba un orgullo magnífico. Luego, pasaron por “Pereza: el cansancio llegó a su fin”, que era una habitación acolchonada en toda su extensión, recorrida por entes que se regodeaban abrazando mullidas y suaves almohadas.
Un deseo extenuante de quedarse en alguna de esas habitaciones empezó a dominar a los espectadores. Se impacientaban y enfadaban cuando cerraban las puertas y los dejaban afuera de semejante deleite.
Compartían el ensimismamiento cuando fueron interrumpidos por unos aullidos estridentes y prolongados. Provenían de las dos últimas puertas. Eran sonidos diferentes entre sí, pero transmitían la misma pasión.
-Son la ira y la lujuria – aclaró Pascal – Los líquidos que extraemos de esas almas logran solventar cualquier carencia afectiva o de contacto físico. Como supondrán, no podemos mostrarles su funcionamiento. Nuestro recorrido termina aquí.
Una furia desmedía invadió a los allí presentes. Ansiaban presenciar lo que ocurría allí dentro o volver a cualquiera de las habitaciones anteriores. No aceptarían irse así nomás, querían ser parte de esas experiencias. El gerente percibió su rabia e infirió:
-Sé lo que están pensando. Quieren formar parte de la familia Hedoné ¿Verdad? No se preocupen, ya lo lograron. Si realizan la cuenta, comprenderán que todavía nos falta el séptimo Pecado Capital.
-¡La Envidia!- susurraron todos al unísono, al mismo tiempo que sentían el filo de una aguja insertarse con violencia en la parte posterior de su cuello.