Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2009
“Sólo se combate por lo que se ama; sólo se ama lo que se estima, y para estimar es necesario al menos conocer.”
Adolf Hitler
Junio, 5, 1944
- ¡ Diez, listo!
- ¡Nueve, listo!
- ¡Ocho, listo!
Los tripulantes de aquella unidad aerotransportadora se preparaban con los corazones inquietos para saltar sobre el enemigo. No conocíamos el territorio; no conocíamos las caras de los alemanes, ni su voz.
- ¡Siete, listo!
- ¡Seis, listo!
- ¡Cinco, listo!
- ¡Cuatro, listo! – dije, tocando el hombro de mi compañero dándole la señal de que era su turno.
- ¡Tres, listo!
- ¡Dos, listo!
- ¡Uno, listo!
El sargento Foley esperaba la luz verde para saltar. Seguramente, pese a que era un hombre de valor, un hombre fuerte, temía igual que el resto de la tripulación. Antes del momento de la partida se paró frente a la puerta, nos miró y sonrió. Y luego se perdió entre los ruidos y las nubes oscuras de Normandía. No podíamos ver el recorrido que hacían los paracaidistas, quizás por el miedo a ser heridos. Las balas y las bombas nos rozaban la piel, nos aturdían, nos acosaban por doquier. En mi turno, opté por saludar a mis seis compañeros. Los miré y sólo me lancé.
La caída, pese a peligrosa, resultó como en los entrenamientos, casi en línea recta, sin roturas ni heridas. La suspensión en el aire duró algunos minutos. Fueron eternos.
Al pisar tierra desconocida, me sentí en completa soledad. No veía a mis compañeros ni a los seiscientos cuerpos que comprendían la Compañía. Debía inmediatamente, ubicar al sargento Foley, o al teniente White. Había dos probabilidades, o yo estaba en una posición equivocada, y si no encontraba rápido a mi batallón estaría besando los labios de la muerte en cualquier momento, o mis amigos estaban aún en las nubes) Esperé tras unos arbustos a que alguien me encontrara, o al menos oír alguna señal de que estaban vivos. Mi corazón se salía, no podía controlar mis sentidos. Los estallidos me aturdían, me cegaban, gritos, y dolor… Sólo deseaba volver a Georgia, al campo de entrenamiento, donde me sentía con orgullo por defender mi nombre. Quería volver a mi casa a escuchar los viejos discos de mi madre. Y lloraba, por eso. En silencio. Temía que algún alemán escuchara mi llanto de tristeza y soledad, y apretara el gatillo de una Luger muy cerca de mi cabeza. Mi cabeza giraba, no podía abrir los ojos, las explosiones cada vez eran más fuertes, no escuchaba ni mi propia voz. No quería morir. Pero recordé por qué estaba allí, y mi corazón de pronto, enmudeció. Me arrodillé e intenté ver algo.
Me trasladé a otro arbusto a unos metros del anterior. Al llegar, oí un chistido. Me endurecí como piedra. Como hielo. Apunté al arbusto que estaba a mi izquierda. El chistido persistía. Si era el enemigo y no respondía, me mataría. Si era de los míos, y no respondía, me matarían también. Cargué mi carabina M1A1. Y esperé a que chistara de nuevo.
- Hey, no dispares. Soy yo, Thomas.
La voz familiar me hizo bajar mi escopeta. Respiré.
- Moody. Imbécil. Ese no era el saludo de reconocimiento.
- Lo siento, lo olvidé. ¿Has visto a alguien de la compañía?
- No.
- Diablos.
- Quizás si nos moviéramos despacio, podríamos encontrar a los otros. En el entrenamiento, nunca caímos todos juntos.
- De acuerdo, Thom. Vamos.
Seguí a mi compañero, era reconfortante su presencia. Como si aquel simple
soldado me salvara la vida, y me enviara a casa, sin heridas ni marcas en mi piel. Pero las heridas que esa caída del cielo me provocaron no fueron precisamente físicas. Heridas que perdurarán en nosotros durante toda nuestra vida.
Un sonido extraño se oyó a dos metros de donde estábamos. Apuntamos. El sonido, parecido a un chistido, insistió desesperadamente, asustado por pisar a la muerte.
- Es Duck. – dijo Moody. Junto con Charles Duck, estaban el cabo Moore, McLaureen, Price y el Sargento Foley. Aún faltaban tres, para completar la pequeña tripulación del avión.
El Sargento nos reunió tras un gran arbusto y dijo que saldría a buscarlos. No podíamos movernos de esa posición. Moody se ofreció a acompañarlo, y el Sargento aceptó. Le indicó que lo cubriera hasta el próximo arbusto. Desaparecieron en la oscuridad.
Moody, un hombre muy valiente. Un hombre de valor. Y también un hombre que no dejaba de bromear y hacer reír a la gente. Tenía un talento especial, como un don, para causar risas entre la multitud, y así atraía la atención de todos. Durante el entrenamiento, el capitán Brech le revocó todos sus últimos nueve pases de fin de semana, antes de partir hacia Inglaterra, simplemente porque gastaba bromas en la noche a los soldados más jóvenes. El capitán Brech no entendía, y se disgustaba mucho con Moody. Fue el primero que me habló.
- Duck, ¿crees que estén vivos? – dijo Robert Moore, con una sonrisa curiosa en su rostro.
- Cállate, Moore. No es hora de bromear. No cuidaré de ti como lo hice cuando Brech te enfrentaba. Tus borracheras las toleraba porque no arriesgaba mi vida. Aquí debes tener los ojos abiertos.
Fue el factor desencadenante de una discusión susurrante a la cual me mantuve al margen. Duck, en algún sentido, tenía razón. Debíamos cuidarnos. Pero no renunciaría jamás a dejar a un amigo abandonado, sin ayuda en esta tierra infértil. Los comentarios hipócritas de mis compañeros lograron que voltee e indignadamente les grité:
- No se merecen estar aquí. Esto es para hombres con coraje, valor, fuerza. Venimos a ayudar a extraños, que están sometidos por la mano de un subversivo, ¿y no ayudarás a un amigo? Es tu misma sangre. Esto es para verdaderos hombres ¿Ustedes qué son?
Los soldados se miraron avergonzados entre ellos, miraron el suelo. En completo silencio giré sobre mí, y me apoyé en un árbol. Deseaba desesperadamente que Foley y Moody regresaran. El tiempo parecía volar. Pero sólo habían pasado algunos escasos minutos desde la partida de nuestro Capitán y mi amigo.
- Allí vienen –advirtió McLaureen.
El sargento sólo venía con dos hombres. Moody, y Jhon Fischer, el técnico.
- Encontré a Solly, pero… estaba mal herido. Hack está perdido. No podemos demorarnos más, debemos subir por esa colina al este. Hace media hora debíamos estar allí. No sé qué ha retrasado todo… Soldados, columna táctica. Iré al frente, Price, venga conmigo– el sargento ordenaba tranquilamente. Pronto, cruzábamos entre pastizales y distintas plantas. La vegetación, la oscuridad y el miedo, nos paraba cada pocos metros, logrando que la columna se deformara.
Una vez, reunidos en el punto de encuentro, debíamos trasladarnos junto a dos batallones a un pueblo no muy cercano. Allí, nuestro objetivo era liberar esa zona para poder recibir refuerzos, encontrar un punto de comunicación, y una casa para el General.
Sabíamos que aún estábamos en guerra, en un lugar ajeno y lejano a todo. Pero teníamos la esperanza de que aquél pueblo nos diera algo de paz.
El primer paso, sobrevivir a la caída, ya había pasado. Y era la prueba de nuestra firmeza. Aunque nos diéramos por muertos.