martes, 13 de octubre de 2009

Crónicas de una soñadora

Por Guadalupe Reboredo
Taller de Comprensión y Producción de
Textos I



Empecé a vislumbrar la curva el día en que mi amo cayó. Cuando digo cayó no estoy usando ningún tipo de metáfora o exageración, sino que estoy rememorando un hecho que en verdad sucedió: un golpe, una caída brusca. En cuanto a la curva (seguramente se estarán preguntando a qué curva me refiero), en ese caso debo admitir que ese día comprendí daría mi destino un giro que, probablemente, lo había dado el día en que finalizó mi cautiverio, sólo que no lo había notado o, tal vez, no lo había querido notar.

En mi caso, el cautiverio no fue tan malo. Por supuesto que por aquella época soñaba con la libertad de las calles, pero francamente no puedo quejarme del trato que recibí. El hecho de estar aprisionada, por otro lado, obligaba a mi imaginación a dispararse al máximo, a trasladarme a lugares que no podía visitar, soñando día y noche con salir de allí. Fue gracias a eso que comencé a pensar en carreras. Me gustaba imaginarme que corría y competía, tanto en maratones como en distancias cortas, pero siempre a grandes velocidades. Mis compañeras y yo solíamos pasar tardes enteras hablando de nuestros sueños y aspiraciones y, aunque diferían en algunos puntos (algunas querían jugar al fútbol, otras decían estar hechas para el tenis, otras soñaban con el básquet, etc.), todas coincidíamos en lo mismo: queríamos lucirnos, queríamos no sólo sobresalir en lo que hiciésemos sino que queríamos ser las mejores.

Fui una de las últimas en irme, y eso, probablemente, se debió a mi precio. Aún no he podido resolver el dilema que se nos presentaba durante el cautiverio: ¿era preferible ser costosa o barata? ¿Aseguraba el precio nuestra calidad y rendimiento? En ese caso, ¿convenía ser costosa y, por ende, pasar varios meses más encerrada o era preferible ser accesible y ganar más rápidamente la anhelada libertad? En mi caso, el precio era elevado, el más elevado de la vitrina, me atrevería a decir. Podía notar cómo el público, en general los jóvenes, me miraba con fascinación y un dejo de angustia. Podía ver cómo mis cordones se reflejaban en sus pupilas, las cámaras de aire brillaban en sus ojos, los resortes rojos, mi mayor encanto, se presentaban en perfecta armonía con el signo del mismo color (una marca de nacimiento que mis compañeras llamaban “pipa”).

El día tan esperado llegó de la mano de un joven muchacho, un muchacho que no superaba los quince años de edad. Sorprendida, me sometí a la prueba. Lo miré durante algunos minutos, observando su contextura física. Desde mi ángulo sólo podía observarle las piernas, flacas pero firmes, por lo que me sentí satisfecha cuando sacó de su mochila la abultada suma de dinero, los quinientos cincuenta pesos. Mi carcelero me envolvió, feliz, y me entregó a mi nuevo dueño.

Los primeros días de libertad fueron espléndidos. Podía sentir el asfalto caliente, el traqueteo de las veredas cercanas a las vías, la tierra del campito de fútbol (sí, jugué al fútbol), los pedales duros de la bicicleta… hasta los primeros pisotones me resultaban placenteros; todo era novedad. Cada vez que mi amo me sacaba a la calle, creía estar un paso más cerca de mi propósito. Estaba segura de que mi destino se cumpliría, de que mi diseño no sería en vano. Me preguntaba cuándo empezaría a entrenar.

El estilo de vida de mi propietario, sin embargo, no se parecía en nada al de un gran deportista. Se levantaba muy tarde, ya que, aunque asistía al colegio, solía faltar al menos una vez por semana, y era capaz de quedarse una tarde entera mirando el techo, tirado en su cama fumando un cigarrillo. Otras veces, se reunía en la casa de algún amigo o en una plaza cercana, pero no hacían otra cosa que fumar y mirarse las caras. Los escuchaba hablar pero no entendía lo que decían, sólo distinguía las carcajadas de mi amo, que reía de una manera muy particular. Por eso, cuando se organizaba algún partidito en la plaza o en la cancha de fútbol cinco de la cuadra, yo me ponía extremadamente feliz, y salía a gambetear con todas mis ganas, imaginando que estaba entre los grandes.

Debo admitir que, si bien no corrí maratones, no me limité a correr sólo en una cancha. Muchas veces, mi amo me transportaba a callejones oscuros con gente a la que yo desconocía, y siempre por algún motivo terminaba corriendo. Cada vez que aparecía un patrullero mis resortes enrojecían de alegría, porque sabía que ahí empezaba la gran carrera, una carrera de obstáculos donde debía trepar paredes, saltar rejas, pasar de techo en techo. Era lo más divertido.

Lo que sinceramente no me divertía en lo más mínimo era salir de noche, y tras que no me divertía para nada, las noches del chico duraban hasta el día siguiente, muchas veces hasta el mediodía. Si no me gustaba pasear de noche, era porque él comenzaba a perder estabilidad cada vez que me metía en un bar o alguna fiesta. Me hartaba tropezar, me erizaba los cordones chocar con las paredes y, por sobre todas las cosas, me molestaba sobremanera que me tiraran fernet o cerveza, cenizas o talco, me ponía muy nerviosa. El colmo fue el día en que mi amo me vomitó encima, lo que me hizo sentir como un verdadero desecho, sobre todo porque no me limpiaron hasta que la madre del culpable me encontró toda sucia, dos días después. Lo mejor que me podía llegar a suceder por las noches era que mi dueño se encontrara con alguna chica, con quienes siempre regresaba a su casa temprano. Aunque me terminaba aburriendo, siempre tirada a los pies de una cama, prefería estar allí que en algún baño mugriento e inundado como lo era el del barcito que el joven frecuentaba.

Esa vida duró varios meses. Con el correr del tiempo los partiditos de fútbol se hicieron cada vez menos frecuentes, las noches se hicieron cada vez más largas, mi amo comenzó a perder estabilidad también durante las tardes, y mi cuero comenzó a desgastarse, mi plantilla a despegarse, y yo empecé a sentir el lento pero notorio deterioro que viene con el tiempo y no se puede retrasar. No obstante, se hicieron más seguidas lo que yo denominaba “carreras de obstáculos”, lo que me ayudó a mantener viva mi fe, hasta que se me agotaron las excusas para esquivar la realidad.

Como ya he dicho, me convencí de mi derrota el día en que mi amo cayó. Esa noche, y por algún extraño motivo que bien podría llamar intuición, supe ni bien salí de la casa, que no volvería a pisarla. Secretamente, me despedí de todo cuando mi dueño cerró la puerta, ya sabiendo que esa cerradura no volvería a abrirse para mí. Fiel a lo que ya parecía un ritual, me dirigí a la plaza del barrio donde, religiosamente, mi propietario y sus amigos se juntaban a tomar antes de salir a bailar. Ese día me volcaron vino y mis cordones se tiñeron de color rosa, pero ni siquiera llegué a enojarme pues había entrado en una etapa de resignación que hacía que todo me resultara ajeno e irrelevante. Recuerdo que ese día mi amo no se rió, prácticamente ni habló, pero tomó tanto que sus amigos tuvieron que ayudarlo a subir al auto en el que se dirigieron al famoso bar del baño inmundo.

Llegué al bar de puro milagro, ya que el conductor del vehículo no se hallaba en mejores condiciones que mi dueño. Como no podía ser de otra manera, me dirigí directo al baño en cuanto los dos hombres de la entrada me cedieron el paso. Todo parecía anunciar el fin de una etapa: el piso estaba más inundado y embarrado que nunca, los dos inodoros estaban rotos y toda la fila de azulejos debajo de la mesada con los lavatorios habían terminado de desprenderse de la pared. El aire se cortó de pronto, y pude ver que ingresaba al baño una patota que yo no reconocí. Me sentí especialmente intimidada cuando se me acercaron dos compañeras negras de “pipa” y resortes dorados, y enseguida noté cómo su dueño elevaba al mío por el aire, para luego tirarlo al suelo. Me golpeé con todo: con el inodoro, las paredes, la puerta del baño, la barra del bar, las sillas, la puerta principal, la vereda… se había armado una verdadera batalla campal entre los nuevos matones y la banda de mi chico, y yo supe desde un principio que no ganaríamos. El matón de las zapatillas negras apartó a mi dueño, que iba casi inconsciente, de la vereda del bar, y lo trasladó hasta una esquina en donde, con bronca acumulada, hizo sonar su cabeza contra el baúl de un auto. Mi amo cayó, primero con las rodillas, luego con el cuerpo entero, sobre el cemento.

Nunca supe si mi amo se había vuelto a levantar o si para él ese también fue su fin. Mientras estuve con él, rogando que reaccionara, no dio señales de haber recobrado la conciencia, por lo que me quedé ahí, acompañándolo, hasta que un joven, a quien reconocí como uno de los matones, se acercó para robarme. Me sentí, y aún me siento, extremadamente culpable por haber abandonado a mi dueño, pero no pude hallar la manera de resistirme. Estuve un tiempo viviendo debajo de la cama del matón que me había secuestrado, quien nunca me usó porque no le calzaba, así que unos días más tarde fui regalado a otro de los matones, que a pesar de ser mi talle no me quería pasear. Estuve unas cuantas semanas archivada en un rincón, completamente resignada en mi inmensa soledad, hasta que un joven escuálido a quien nunca había visto antes me levantó del suelo y decidió qué hacer conmigo.

Ahora ya casi no veo piernas, sólo autos, perros y nucas, árboles y pájaros que se encargan de picotear mis cordones. Mis resortes ya no tocan el piso, sólo sienten el viento, que se encarga de erosionar, juntos a las lluvias, mi cuero. Ahora anhelo las noches de bares y hasta sueño con volver a pisar el bañito inmundo. El color rojo de mi marca se opaca cada vez que pienso en las partiditos de fútbol o en cuando corría para escapar de la policía. Yo quería estar en la cima, y lo estaba, sólo que colgada de un cable que cruza una callecita angosta. Nadie me presta atención, nadie me mira con fascinación, y mi único entretenimiento es observar las reuniones, aparentemente clandestinas, que se suceden justo debajo de mi suela. De vez en cuando veo llegar a los matones, siempre acompañados de unas fabulosas y nuevísimas llantas. Me pregunto con qué soñaran ellas.

6 comentarios:

  1. guuuaaa, esta muy buenooo, me encantoo cada palabra y parrafo dice mas de lo q esta escrito, ademas de q me hizo acordar a muchas cosass jajaj buenisimo eu :) tefelicito.
    un besote
    gaby

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  2. guaa sabes q soy tu fan nro uno jaja, me encanta verte dibujar porq siento q soy parte de ese mundo un rato y cuando leo lo q escribis me impresionas con tu imaginacion y creatividad.
    nunca dejes de aprovechar ese gran talento q tenes.
    chari.

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  3. gua aca esta tu otra fan numero uno!!!..Hay tanto para decir!!la verdad que nunca dejas de sorprender con tus historias.con cada cuento me demostras lo talentosa q sos!
    segui brillando!!
    gi

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  4. GUADA!!MUY BUENA TU HISTORIA NO SOLO POR QUE ME DEJA ESA SENSACION DE QUE TODO PASO ES MEJOR... SI NO POR QUE NO SOLO LAS PERSONAS SON HISTORIA... BESOTES

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  5. Exelente , piel de gallina ,expresión de sonrisa en el rostro y recuerdos que todabia siguen en la mente !!! increible relato,historia o cuento
    Me dejaas con un dejo amargo y otro poco de dulce , nunca dejes de escrivir sos exelente persona ..

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  6. GEEEEEEEEEENIAAAAAAAL!!! me encanto!!! pobres llantas!!! las quiero bajar del cable!! ... sos brillante amiga!!! es un placer leer tus cuentos!
    As

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