sábado, 17 de diciembre de 2011

La lucha de clases

Nicolás Quintaié
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Iniciaba el 2012 en Chile. Luis Orozco aparentaba ser un hombre normal: de unos cuarenta años, metro setenta, morocho, piel trigueña y flacucho. Sin embargo, estaba viviendo un calvario. Debía padecer la explotación en las minas durante doce horas al día para alimentar a sus famélicos, cuasi desnutridos hijos. Vivía en una villa miseria, a escasos metros de uno de los barrios más lujosos de Chile. La tendinitis, la artrosis, los niveles de toxicidad en el cuerpo y todo tipo de dolores, producto del trabajo sobreexigido, acomplejaban sus tareas. No obstante, el espíritu de lucha que poseía para continuar era inigualable.
Este sujeto era otra de las víctimas del sistema neoliberal impulsado por Piñera. Para palear la crisis internacional, el gobierno había caído en ajuste tras ajuste, a través de los consejos del FMI. Mientras tanto, parte de la clase media se proletarizaba. Los jóvenes debían trabajar ocho horas por día para poder afrontar la educación con fines de lucro que se dictaba. Y la clase trabajadora, encarnada en los mineros, debía soportar las concesiones del Estado que avalaban el usufructo de unos pocos. Había un capitalismo salvaje, a merced de los explotadores y los colosos financieros, que herían de muerte a la plebe.
Los intereses particulares y empresariales estaban enquistados en el poder, eran parte de la clase dirigente. El mercado anárquico era una de las de las premisas, orquestada a partir de la especulación empresarial. En efecto, las elites estaban en éxtasis y los sectores populares, desahuciados. Esta situación estaba sustentada socialmente por los Pinochetistas de clases medias y altas, que ejercían un pronunciado darwinismo social, manifestado en agresiones físicas y discursivas hacia los opositores.
Con el correr de los meses, Luis evidenció y tomó mayor conciencia de la marginalidad que planteaba el sistema. Lo que ganaba no le alcanzaba para comer. En ese contexto, vio cómo en la villa miseria en que vivía, su hijo de 10 años agonizaba producto de la exigua ingesta de alimentos. Orozco percibía que él era como un esclavo del siglo XVI en las minas, ante la opresión patronal, que coartaba su libertad. Pero no era un iluso. Este proletario tenía una prolífica formación para resistir, gracias a la influencia de su padre, otro obrero.
Ante la crisis, la tensión social fue en aumento. Las movilizaciones populares se repetían con asiduidad. Los opositores al régimen, principalmente la clase obrera y los jóvenes estudiantes, se habían aliado para derrocar a Piñera y a todos sus cómplices, para construir una sociedad que respondiera a los intereses de las clases oprimidas, y no de las elites económicas, empresariales y patriarcales de la derecha. Luis Orozco, luchador de alma, decidió unírseles.
En las manifestaciones, los rebeldes se distinguían por sus cuerpos famélicos, curtidos y rostros de tristeza, ocasionados por el hambre y el trabajo forzado. Multitudes se acercaban a la Casa de Gobierno, y allí encontraban la prepotencia de los carabineros, tutelados por Piñera.
Dado el activismo, el poder del resentimiento y su gran oratoria, el minero se erigió como el líder de los contestatarios. El hambre movilizaba y agrandaba a la muchedumbre. Orozco, por caso, organizaba saqueos para no morir de hambre y salvar a su familia, ya que estaba expuesto a ser detenido, o ejecutado furtivamente. Por otro lado, las disputas de clases continuaban su proceso de radicalización. La burguesía y los altos estamentos conservadores decidieron armarse y actuar como milicias para defender el modelo. Los subversivos exclamaban “igualdad y revolución”, los retrógrados preferían el “orden y la estabilidad”.
A principios de noviembre, Piñera evidenció que la represión oficial no había sido suficiente. Declaró el Estado de Sitio, lo que habilitaba a los carabineros a utilizar balas de plomo para disuadir. El enfrentamiento se tornó en una guerra civil, en una infernal barbarie. Una semana atrás, acaeció otra enorme movilización, ya que el gobierno continuaba con su tesitura.
Francotiradores, carabineros y milicias conformadas por las elites dominantes constituyeron la defensa al régimen. Luis Orozco estaba comandando las acciones de la ofensiva armada contra el Palacio de la Moneda. Repentinamente una bala anónima le perforó la sien y lo dejó sin vida, en medio del estupor general, que veía cómo se desangraba y agonizaba, con un enorme charco de sangre en rededor. Miles de rebeldes fueron encarcelados, malheridos y asesinados. Pero prometieron continuar con su lucha. . “No matamos a un hombre, sino a sus ideas”, piensan hoy los verdugos y los defensores del modelo.
¿Servirá la figura del mártir para que las clases populares logren vencer a Piñera y sus cómplices sociales, y así configurar una sociedad que responda a los intereses de la mayoría?
El tiempo lo dirimirá. La batalla no se diluyó, apenas comenzó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario