miércoles, 30 de mayo de 2012

Soy feliz


 Nicolás Gago
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Honestamente, no lo podía creer. Tanto estudio, tantas juntadas sacrificadas, tantos medicamentos comprados en vano, tantas fichas apostadas a ese parcial que ahora vaticinaba un final en mi futuro. Historia de nuestro país, materia que tanto tiempo me había arrebatado para su comprensión, y con un seis, veía mis esfuerzos desmoronarse en esa lista, firmada al final con el nombre del autor de un crimen peor al que pensaba concretar, Azzob.
Mi cuerpo sólo temblaba, una tensión lo había endurecido. Sólo me salía reír, pero con las cejas demostrando tristeza. Vi la figura de mi profesor pasar frente a mi, y entonces, como una bala atravesando una sien, una idea despertó en mi cabeza. Tomaría una merecida venganza, por mí, y por los demás afectados por ese viejo intolerante al buen humor.
Lo seguí a su casa, a unas trece cuadras de la facultad, y para mi suerte lo vi entrar a una vieja casucha, y su puerta de entrada habría de estar muy usada, porque él la abría girando el picaporte y dándole un puntapié. Era perfecto, lo iba a hacer a la semana siguiente.
Ya en el día esperado, avisé a mi madre que dormiría en la casa de un amigo para terminar un trabajo práctico importante, y luego de “pedir prestada” la pistola que mi padre guardaba en el auto, me encaminé a la casa de mi profesor. El jueves pasado, cuando lo seguí, había llegado a su casa a eso de las 9:30 de la noche, así que tomé ese horario de referencia.
Eran las 9:15 ya, por lo que me apresuré a entrar a su casa. Allí dentro, el olor a humedad y soledad infestaba las paredes y los muebles. No me atreví a encender la luz, por prevención más que nada. Para asegurarme de que no me identificaran, me vestí todo de negro, tapándome la cabeza con la capucha del buzo y un pasamontañas, que sólo descubría mis ojos.
Se hicieron las 9:30 en mi celular, por lo que apreté firmemente el arma de mi padre. Los guantes para la nieve se cerciorarían de no confirmar mis huellas. Escuché entonces esa voz di fónica y temblorosa de mi profesor, seguido del ruido del picaporte. El sudor corría por mi cara y por la falta de sueño mis manos temblaban. La puertas se abrió y ¡PUM! Siete disparos atravesaron el cuerpo que entraba a la casa, abrazado en su bienvenida por una ráfaga de proyectiles.
Salí corriendo de allí, y me choqué con alguien que estaba pasando detrás del fusilado. Cayendo este otro al suelo por nuestro impacto, corrí sin mirar atrás como si mi vida dependiera de ellos. Y como había planeado, a tres cuadras de la casa de Azzob había una parada de taxi. Me subí al que encabezaba la filay, habiéndome deshecho en el camino del arma y el pasamontañas, me dirigí a mi casa.
Cuando llegué a mi hogar, mi madre no comprendía el por qué de mi presencia. Le dije que volví porque pudimos terminar el trabajo antes de lo planeado. Esa noche cené contento como nunca, con mi mamá agasajándome con sus exquisitos platillos y con un mail que me informaba que el profesor Azzob dejaría de dar clases en mi facultad, por el trauma que le generó el reciente asesinato de su esposa.   


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