miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una rosa roja

Por Pilar Alvarez Masi



Las campanadas de la iglesia dieron apenas las cuatro. El sol todavía no se asomaba por el este y era la luna la que dominaba un cielo claramente estrellado. Paulina se alzó la falda del vestido con la mano izquierda para que no rozara el lodazal en el que se había convertido la aldea después de las lluvias de marzo. Sin mirar atrás, cerró la puerta sigilosa. La envolvió el frío de la noche incipientemente primaveral, por lo que escondió la mano que le quedaba libre entre los pliegues de la falda para no sentir el viento helado. No se veía casi nada y su andar lento y cauteloso la demoró más de lo esperado. En el pecho, el corazón se debatía entre latidos ansiosos.

Cuando al cielo lo atravesó una grieta color sangre, Paulina se dio cuenta de que debía apurarse. Abandonó el cuidado de su vestimenta y pisó los charcos de agua y barro salpicando el vestido que minutos antes tanto había cuidado de la suciedad. Sabía hacia dónde se dirigía, había ido allí tantas veces que podía llegar, incluso, con los ojos cerrados.

Entre los pliegues del escote, guardaba la nota que alguna vez él le había enviado, ya ajada por los dobleces y la presión de la mirada sobre las palabras garabateadas con tinta. No quería perderla, por lo que de tanto en tanto se aseguraba que siguiera allí, hasta que de pronto un ráfaga helada de viento sur se entrelazó entre su busto y no le alcanzaron las maniobras para evitar que volara a donde el clima quisiese.

Ya casi amanecía y Paulina apuró el paso, ni siquiera perdió tiempo en intentar recuperar aquello que tan celosamente había guardado. El barro le ensució la falda, la pechera del vestido, y mientras más rápido corría, más se ensuciaba. Pero no le importó, porque a pocos pasos ya podía divisar la ventana y la cortina blanca corrida de par en par que permitía a la luz de la vela desparramarse por los alrededores. A último momento, se acercó cautelosa, como si su presencia allí pudiera despertar todo aquello que estuviera dormido.

Poco antes de llegar, tanteó los pliegues del vestido y sin ser vista espió por la ventana abierta en forma magistral sólo para ella. Estaba todo como debería estar, cada cosa en su sitio, cada cuerpo en el lugar indicado, cada prenda en su correspondiente respaldar. Apoyó la espalda contra la pared, respiró hondo y con la mano derecha se presionó con fuerza el corazón como queriendo impedir que se le saltara del pecho. Se sacó los zapatos y los dejó a un costado, no sintió nada cuando los pies descalzos se hundieron en el barro aún húmedo. Volvió a mirar, y no tuvo dudas de que estaba siendo esperada. Se acercó a la puerta, la abrió y en ese momento, cuando la escena se le prestó ante sus ojos tal como se la habían descrito, no soportó la presión y en su pecho sintió algo parecido al estallido de una rosa roja al florecer de improviso.

Primero se agachó, se frotó los pies sucios y se limpió las manos en la falda. Sin prejuicios, se levantó la pollera y sacó de allí el objeto que la había motivado a semejante aventura. Se levantó pasándolo de una mano a la otra, admirándole el filo, viéndose reflejada en la hoja del puñal. Caminando sobre la punta de los pies y dejando a la vista un equilibrio que cualquier bailarina le hubiera envidiado, Paulina se acercó a los dos cuerpos y sin pensarlo dos veces más de las que ya lo había meditado, clavó el puñal tan rápido que los amantes nos tuvieron siquiera tiempo de gritar.

Antes de irse, buscó en el escote la carta de amor que él poco antes le había enviado, pero recordó que sabiamente el viento la había desaparecido. Cortó flores del jardín y las dejó, casi sin mirar, en el punto justo donde se juntaron los dos cuerpos ya sin vida que manaban sangre tomados de la mano.

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