viernes, 3 de diciembre de 2010

Compañera del destierro

Por Álvaro Vildoza
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Hoy te vi diferente. Sentí por un instante que nos perdíamos. Desde un amanecer transatlántico me despediste como sonriendo.
Cuando gritaron el nombre del pasaporte al que tus dedos se aferraban bajaste corriendo. Era temprano y el sol no iluminaba todavía París. Pero él, mensajero de la Embajada, te entregó el telegrama. No se miraron a los ojos. Él no ocultó su sorpresa al comprobar que las identidades no se correspondían, y supuso entonces que sería otra salvación escrita en nombre falso. Merci respondiste con la timidez aparente del que esconde el nudo de la esperanza.
Cuando las leíste, las palabras sobre el papel te obligaron a dejarme. Esperé que lo hicieras de a poco. Tampoco a mí me miraste a la cara. Hoy, no como ayer ni antes de ayer, no vi cómo dejas caer tus párpados pesados al mirarte en el espejo.
Respiraste como para hacerlo, como siempre, pero no. No puteaste a la mano derecha, a esa trágica mano que empuñó la pala para cavar el pozo, ni a la carretilla que desplomó tu biblioteca en las llamas.
Tampoco te oí murmurar sus nombres, no necesitaron firmar para que los escuchases. No imaginaste las pesquisas, ni las voces temerosas de tus niños. Tampoco saboreaste las amargas lágrimas de ella, que juraba que no estabas.
No miraste el lápiz ni las hojas que decís prohibidas, que siguen esperando sobre la mesa. Hasta creo que no extrañaste a la Olivetti que dejaste guardada en el armario, tan lejos, sobre las cenizas de los manuscritos peligrosos.
La brisa que entraba por el vidrio roto empezó a enfriarse en octubre y ni siquiera te diste cuenta. No lo señalaste en el calendario porque pensás que jamás te olvidarás de este día.
Hoy no pude oler el café quemado que infecta el día entero al pequeño nuevo hogar que nos consiguieron. Ni te vi sentado sobre una de las dos sillas que se enfrentan, mesa, platos sucios, cartas y poemas sin escribir de por medio.
Esta tarde no repetiste sobre la agenda sus nombres, ni los dibujaste al carbón en el cuaderno Estrada que trajiste, ni releíste una y otra vez el rótulo apenas escrito en letra mayúscula con trazo aprendiz. Hoy no me dejaste acompañarte por la noche para contar las estrellas y escuchar las sirenas. No caminamos entre las tumbas de Montmartre, ni tu memoria vagó entre tus amigos muertos, asesinados por la desaparición, aniquiladas sus letras, sus verdades.
Hoy, un reservado empleado trajo un sobre dirigido a quien nunca fuiste, a quien con vergüenza llevas en la billetera, al que responde cuando los vecinos te saludan. Lo leyeron ambos, Jean Maustreau y vos, juntos dentro del mismo cuerpo, con los mismos ojos, con la misma garganta sin voz. Estamos todos. Bien. Y bastó por un momento, para que los sientas con vos; para que me dejes abandonada, conmigo.

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