miércoles, 1 de diciembre de 2010

La soledad

Por Ignacio Catullo
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010



El hombre estaba solo. Por más que intentara librarse de las ataduras, no lo conseguía. Nadie podía ayudarlo y eso sería motivo de desesperación en pocas horas. Se esforzaba al máximo para mover siquiera un dedo, pero era imposible. Las venas le estallaban por el esmero con el que luchaba contra el nudo tan cruel y eficazmente sujetado.
La oscuridad era absoluta; el silencio total. Sólo podía él sentir su propio cuerpo. La respiración constante, el latido cada vez menos sereno de su corazón, la soga raspar contra la piel de los antebrazos, cuando después de un tiempo indeterminado era capaz de vencer el dolor y mover, de forma casi imperceptible, ambas muñecas.
No recordaba por qué estaba maniatado en esa habitación húmeda, de paredes olorosas y suelo frío. Aunque no veía, podía imaginar fácilmente el verde musgo en los muros. ¿Dónde estaría? Un dolor de cabeza sin precedente no le permitía pensar con claridad. Nada de lo que había hecho en su miserable vida era motivo para semejante martirio. ¿Quién le habría hecho eso?
Sin noción del tiempo y casi habiendo perdido las esperanzas de que lo encontrases en ese agujero negro, intercalaba momentos de descanso y de esfuerzo, tratando de escapar. Nunca había sido un hombre fuerte ni dotado de destreza física. Tampoco su determinación era una característica que fuesen a resaltar de él. Ni siquiera contaba con el sentido de culpa como para, en la desesperación, pensar que se merecía algo así.
En ese contexto, era tan difícil salir de allí como darse cuenta de qué sucedía realmente. No se le ocurría un plan, no calculaba el tiempo, ni cambiaba de estrategia. El hombre se limitaba a hacer fuerza para romper los nudos. Mordía fuerte, apretaba los puños, cerraba los ojos y gritaba. El agotamiento era cada vez mayor y los períodos de lucha se desfasaban cada vez más respecto a los de descanso.
Sentía cómo las muñecas estaban lastimadas, aunque no podía verlas. Las sogas no parecían ceder. Finalmente, después de lo que él imaginó como dos o tres días, se durmió. Soñó con la muerte, con el vacío, con la nada. Cuando despertó, unas ocho horas después de haber sido atado, notó que era libre.
Se incorporó despacio, ayudándose con las manos doloridas a su alrededor, y caminó cuidadosamente por el lugar. Tanteaba con asco las paredes buscando una salida sin siquiera detenerse a pensar en cómo se había quitado las ataduras. Una vez afuera, sorprendido y encandilado por la claridad y sin saber a dónde dirigirse, pensó durante unos instantes. Mientras una lágrima caía por su mejilla derecha, volvió a ingresar a la oscura habitación y nunca más salió.

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