Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
La barricada cedió luego de un corto enfrentamiento. Ellos
eran siete armados con fusiles y
pistolas, no todos llevaban uniforme. Nosotros éramos tres: Fioruccio, Olga y
yo; con piedras y palos.
Fioruccio cayó muerto a mi lado por un disparo en la cabeza.
Olga se abalanzó sobre él y tuve que arrastrarla para huir. Logramos escaparnos
por los tapiales de un conventillo que conocíamos, algo había salido
terriblemente mal. Nos refugiarnos en un pasillo oscuro y tuve que tapar la
boca de Olga que lloraba frenéticamente por Fioruccio.
Eran novios desde hacia un año y medio.
Se habían conocido a la salida de la fábrica;
ella era costurera y pasaba todas las tardes justo cuando nosotros salíamos. Él
se enamoro al instante de verla y penó durante meses hasta que consiguió
acompañarla hasta su casa. Fioruccio no quería que Olga participase de la
huelga, pero ella le había dejado en claro que iba a estar. Era una mujer de un
carácter que no se armonizaba con su físico
. Su cuerpo
delgado, largo pelo negro que ataba sobre su espalda, ojos grandes de expresión
melancólica daba la imagen de una niña frágil pero era sólo una imagen. Muchas
veces en nuestra habitación la había escuchado hablar sobre política y su cara
se transformaba, sus ojos chisporroteaban y cobraban un tono drástico siempre
que hablaba del trabajo y la situación de los obreros. Su padre, un comunista
alemán que vendía los caramelos en el teatro del barrio Concepción donde
vivían, le había leído desde chica autores
que hablaban de igualdad y hermandad entre los obreros, les decían
proletarios, nosotros no conocíamos esa palabra.
A veces, después de
las funciones el viejo nos invitaba a tomar Hespiridina a su casa y nos hablaba
mucho en una mezcla de alemán y español que no comprendíamos bien, pero
Olga traducía. Nos decía: “La oligarquía
no va a dejar sus privilegios porque sí, si nadie la obliga”. Cuando el alcohol
hacía su trabajo, entenderle era imposible. Sus ojos cobraran el mismo tono
melancólico que los de su hija y Olga le decía que ya estaba bien de alcohol y
charlas. “Enfunda la mandolina, papá”, le decía con ternura infinita, él la miraba con ojos
viejos, luego le sonreía a Fioruccio y le guiñaba un ojo. Se levantaba pesadamente,
besaba a su hija y mirándola a los ojos le decía:“Meine liebe Olga”, se
despedía en alemán y enfilaba para la cama.
Fioruccio Di Carlo y yo, Luca Giambarella habíamos llegado
al país hacia seis años desde Mongrassano, Italia. Éramos obreros en una
fábrica de alpargatas. Teníamos 24 años al momento de la huelga, nunca nos
habíamos metido en política, ni en Italia ni acá. Poco antes de partir para la
Argentina, Fioruccio me había dicho que quería venir, porque decían que se
barría el oro con escobas.
Nos habíamos unido a la huelga luego de que nos echaran por
haber estado en una asamblea. Lo cierto es que habíamos estado casi a la pasada
pero para ellos eso ya era suficiente. La
situación de los obreros era muy mala y en ahí hablaban de que el poder estaba
en nuestras manos, que éramos nosotros quienes sustentaban las ganancias de los
dueños de las fábricas y que unirnos era
nuestra única esperanza. Nos fuimos antes de que terminara, Fioruccio llevaba
una expresión seria, él tenia una personalidad diferente a la mía, sabia
reconocer la inteligencia en los demás, aunque no pudiera expresarlo, ese día algo había cambiado para él. Caminamos unas
cuadras y en la puerta de la pensión me dijo:
-Me voy a lo de Olga.
-¿Pero no esta trabajando a esta hora?- pregunté.
-Si, pero voy a ver a su padre- dijo y luego de un silencio agregó - Me quiero
casar con ella.
Olga logró calmar el llanto.
-Espera que terminen las corridas y los tiros y ándate
para tu casa. Espérame ahí y no le abras la puerta a nadie, y no le digas a
nadie lo que paso- le dije tomándola fuerte de los brazos.
-¿A donde vas?- me preguntó.
- A buscar a Fioruccio-. Hubo un silencio, no se cuanto duro. Sin tener muy en
claro cómo iba a hacer para recuperar su cuerpo, me fui.
Nunca había sentido mis piernas como en ese momento, todo el cuerpo me ardía,
mientras corría hasta donde estaba nuestra barricada sentía en la cabeza como
si latiera un corazón. Todavía se escuchaban detonaciones y gritos pero todo
parecía ocurrir lejos de donde Olga se
encontraba y eso me tranquilizó un poco.
Saltando por los patios internos llegué hasta una pequeña terraza de un almacén
casi derruido. Desde ahí podía ver la esquina donde estaba nuestra barricada,
el cuerpo de Fioruccio seguía tirado ahí.
La esquina tenía una calma tensa, la serenidad y silencio de ese lugar solo aumentaba el dramatismo. Fue en ese
momento de contemplar a mi amigo muerto sobre un charco de sangre que me di
cuenta de lo definitivo de la situación; sentí una gran fiebre en el cuerpo y
un calor que me subía por el cuello y me hacia apretar fuerte los dientes, me
di cuenta que estaba llorando. Pensé en que ellos habrían revisado sus
pertenencias para identificarlo y así dar con nosotros pero nos habíamos
adelantado, ninguno de los tres llevaba ningún papel que nos identificara.
La luz del amanecer iba lavando lentamente las calles y el
color de la sangre pasaba de un negro brillante al rojo vivo de la muerte.
Quería acercarme, pero sabía que habían dejado el cuerpo
para atraparnos si volvíamos. Un perro se acercó a Fioruccio y lo olfateó
temeroso; empecé a buscar piedras para tirarle y escuche la voz de uno de ellos
que se acercaba a la escena. En efecto, estaban escondidos a la espera de
nuestro regreso. Cuando lo tuvo a tiro del palo, le dio un tremendo golpe en el
lomo, el animal gimió pesadamenteal tiempo que escapaba por la esquina.
Solo cuatro eran los que salieron de sus escondites, de los
siete originales con los que nos habíamos enfrentado. Los vi conversar
señalando con sus armas el cuerpo de Fioruccio; no se ponían de acuerdo en que
hacer con él. Uno de ellos se agachó al lado del cuerpo y lo tomó de uno de los
hombros como para darlo vuelta.
Un fuerte estallido nos puso a todos en alerta inmediata,
trataba de darme cuenta de donde venía el ruido cuando vi que el que estaba
agachado yacía tirado al lado de mi amigo. Los tres restantes salieron
corriendo en dirección al centro, la resistencia seguía y se había cobrado otra
victima, ahora, uno de ellos.
La calle quedó desierta y aproveché para bajar por el poste
del telégrafo que estaba pegado a la terraza; fui acercándome con una mezcla
confusa de rabia y temor. La sangre
ahora se mezclaba sobre los adoquines.
Durante un momento, contemplé los dos cuerpos y tuve la impresión de que todo
esto era una locura, sentí que perdía de vista lo que ocurría en el borde de
mis ojos. La escena de muerte era el centro de todo hacia donde miraba.
Antes de cargar a Fioruccio en los hombros para salir de
ahí, vi al joven de la liga patriótica.
Llevaba un brazalete celeste y blanco que empezaba a empaparse de sangre. Nuevamente
la rabia se apodero de mí, empecé a
gritarle al cadáver que lo que había
hecho con Fioruccio era una locura, que no éramos subversivos al tiempo que el cuerpo me ganó y le lancé
una patada en las costillas y la sangre brotó en coágulos de la cabeza. Recordé
al perro. Vi su pistola todavía en la
cartuchera de cuero con botón dorado, me llevé el arma, cargué el cuerpo de
Fioruccio en mis hombros y caminé calle arriba, calle arriba y de cara al sol.