miércoles, 12 de septiembre de 2012

La Bestia

Rocío Palacios
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



En el mismo momento en el que abrió los ojos, la invadió la certeza de que algo estaba mal. Estaba acostada, ¿había estado durmiendo? No lograba recordar más que los últimos segundos. Tampoco podía ver nada, aunque al principio asumió que su vista se estaba acostumbrando a la oscuridad, a medida que avanzaba el tiempo seguía rodeada de una negrura intensa, impenetrable.
Permaneció inmóvil mientras la desesperación empezaba lentamente a apoderarse de ella. No tenía noción del paso del tiempo y su reloj de pulsera había desaparecido. ¿Había desaparecido? Comenzó a tocarse los brazos, estaban desnudos; luego se tocó las piernas y los pies, desnudos también, y comprobó de a poco que no llevaba nada puesto. Cerró los ojos con fuerza e intentó acompasar su respiración. Se levantó de a poco y tanteó el aire en busca de algún soporte hasta dar con una superficie. Era una pared, asumió por su extensión, de textura granulada y húmeda al tacto: la pared transpiraba.
Usando la pared como ancla, avanzó hasta llegar a una esquina y continuó andando hasta dar con una textura diferente: un vidrio, probablemente una ventana. Apoyó la frente en la superficie y abrió los ojos tanto como pudo, pero no hubo caso, del otro lado se extendía la misma oscuridad espesa, ineludible.
Contuvo las ganas de llorar y se sentó en el suelo helado, pegó las rodillas al pecho y hundió la cara en los brazos. Lo primero que percibió fue una respiración ajena a la suya, que se oía relajada pero a la vez inhumana, como la de una bestia dormida. Su respiración y la respiración estaban sincronizadas, si una se detenía la otra también. Cuando comenzó a agitarse, presa del miedo, la bestia jadeó al compás. Puso las manos sobre el piso y ella misma convertida en bestia, presa de los instintos, se arrastró buscando algo, cualquier cosa.
En aquel lugar no transcurría el tiempo, o al menos esa era su sensación, pero al cabo de un indeterminado lapso dio con su reloj. Lo reconoció por el tacto, pero era definitivamente distinto, pesaba más que una roca cuatro veces más grande. Inmediatamente, sin mediar pensamiento, lo arrojó contra la pared en la que supo, sin entender cómo, que se encontraba la ventana. No pudo ver el recorrido, pero escuchó el sonido del cristal que estallaba y un rugido salvaje que le heló la sangre en las venas. Pronto, la oscuridad que la rodeaba pareció tomar forma y la atrapó en un abrazo frígido. En un segundo recordó quién era, su nombre y sus sueños, sus últimas palabras, y dejó de respirar.

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