miércoles, 12 de septiembre de 2012

La barricada

Juan Pablo Fluger
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


La barricada cedió luego de un corto enfrentamiento. Ellos eran siete armados con fusiles  y pistolas, no todos llevaban uniforme. Nosotros éramos tres: Fioruccio, Olga y yo; con piedras y palos.
Fioruccio cayó muerto a mi lado por un disparo en la cabeza. Olga se abalanzó sobre él y tuve que arrastrarla para huir. Logramos escaparnos por los tapiales de un conventillo que conocíamos, algo había salido terriblemente mal. Nos refugiarnos en un pasillo oscuro y tuve que tapar la boca de Olga que lloraba frenéticamente por Fioruccio.
Eran novios desde hacia un año y medio.  Se habían conocido a la salida de la fábrica; ella era costurera y pasaba todas las tardes justo cuando nosotros salíamos. Él se enamoro al instante de verla y penó durante meses hasta que consiguió acompañarla hasta su casa. Fioruccio no quería que Olga participase de la huelga, pero ella le había dejado en claro que iba a estar. Era una mujer de un carácter que no se armonizaba con su físico. Su cuerpo delgado, largo pelo negro que ataba sobre su espalda, ojos grandes de expresión melancólica daba la imagen de una niña frágil pero era sólo una imagen. Muchas veces en nuestra habitación la había escuchado hablar sobre política y su cara se transformaba, sus ojos chisporroteaban y cobraban un tono drástico siempre que hablaba del trabajo y la situación de los obreros. Su padre, un comunista alemán que vendía los caramelos en el teatro del barrio Concepción donde vivían, le había leído desde chica autores  que hablaban de igualdad y hermandad entre los obreros, les decían proletarios, nosotros no conocíamos esa palabra.
A veces, después de las funciones el viejo nos invitaba a tomar Hespiridina a su casa y nos hablaba mucho en una mezcla de alemán y español que no comprendíamos bien, pero Olga  traducía. Nos decía: “La oligarquía no va a dejar sus privilegios porque sí, si nadie la obliga”. Cuando el alcohol hacía su trabajo, entenderle era  imposible. Sus ojos cobraran el mismo tono melancólico que los de su hija y Olga le decía que ya estaba bien de alcohol y charlas. “Enfunda la mandolina, papá”, le decía con  ternura infinita, él la miraba con ojos viejos, luego le sonreía  a Fioruccio  y le guiñaba un ojo. Se levantaba pesadamente, besaba a su hija y mirándola a los ojos le decía:“Meine liebe Olga”, se despedía en alemán y enfilaba para la cama.
Fioruccio Di Carlo y yo, Luca Giambarella habíamos llegado al país hacia seis años desde Mongrassano, Italia. Éramos obreros en una fábrica de alpargatas. Teníamos 24 años al momento de la huelga, nunca nos habíamos metido en política, ni en Italia ni acá. Poco antes de partir para la Argentina, Fioruccio me había dicho que quería venir, porque decían que se barría el oro con escobas.
Nos habíamos unido a la huelga luego de que nos echaran por haber estado en una asamblea. Lo cierto es que habíamos estado casi a la pasada  pero para ellos eso ya era suficiente. La situación de los obreros era muy mala y en ahí hablaban de que el poder estaba en nuestras manos, que éramos nosotros quienes sustentaban las ganancias de los dueños de las fábricas  y que unirnos era nuestra única esperanza. Nos fuimos antes de que terminara, Fioruccio llevaba una expresión seria, él tenia una personalidad diferente a la mía, sabia reconocer la inteligencia en los demás, aunque no pudiera expresarlo, ese día  algo había cambiado para él. Caminamos unas cuadras y en la puerta de la pensión me dijo:
-Me voy a lo de Olga.
-¿Pero no esta trabajando a esta hora?- pregunté.
-Si, pero voy a ver a su padre- dijo y luego de un silencio agregó - Me quiero casar con ella.
Olga logró calmar el llanto.
-Espera que terminen las corridas y los tiros y ándate para tu casa. Espérame ahí y no le abras la puerta a nadie, y no le digas a nadie lo que paso- le dije tomándola fuerte de los brazos.
-¿A donde vas?- me preguntó.
- A buscar a Fioruccio-. Hubo un silencio, no se cuanto duro. Sin tener muy en claro cómo iba a hacer para recuperar su cuerpo, me fui.
Nunca había sentido mis piernas como en ese momento, todo el cuerpo me ardía, mientras corría hasta donde estaba nuestra barricada sentía en la cabeza como si latiera un corazón. Todavía se escuchaban detonaciones y gritos pero todo parecía ocurrir  lejos de donde Olga se encontraba y eso me tranquilizó un poco.
Saltando por los patios internos llegué hasta una pequeña terraza de un almacén casi derruido. Desde ahí podía ver la esquina donde estaba nuestra barricada, el cuerpo de Fioruccio seguía tirado ahí.  La esquina tenía una calma tensa, la serenidad y  silencio de ese lugar  solo aumentaba el dramatismo. Fue en ese momento de contemplar a mi amigo muerto sobre un charco de sangre que me di cuenta de lo definitivo de la situación; sentí una gran fiebre en el cuerpo y un calor que me subía por el cuello y me hacia apretar fuerte los dientes, me di cuenta que estaba llorando. Pensé en que ellos habrían revisado sus pertenencias para identificarlo y así dar con nosotros pero nos habíamos adelantado, ninguno de los tres llevaba ningún papel que nos identificara.
La luz del amanecer iba lavando lentamente las calles y el color de la sangre pasaba de un negro brillante al rojo vivo de la muerte.
Quería acercarme, pero sabía que habían dejado el cuerpo para atraparnos si volvíamos. Un perro se acercó a Fioruccio y lo olfateó temeroso; empecé a buscar piedras para tirarle y escuche la voz de uno de ellos que se acercaba a la escena. En efecto, estaban escondidos a la espera de nuestro regreso. Cuando lo tuvo a tiro del palo, le dio un tremendo golpe en el lomo, el animal gimió pesadamenteal tiempo que escapaba por la esquina.
Solo cuatro eran los que salieron de sus escondites, de los siete originales con los que nos habíamos enfrentado. Los vi conversar señalando con sus armas el cuerpo de Fioruccio; no se ponían de acuerdo en que hacer con él. Uno de ellos se agachó al lado del cuerpo y lo tomó de uno de los hombros como para darlo vuelta.
Un fuerte estallido nos puso a todos en alerta inmediata, trataba de darme cuenta de donde venía el ruido cuando vi que el que estaba agachado yacía tirado al lado de mi amigo. Los tres restantes salieron corriendo en dirección al centro, la resistencia seguía y se había cobrado otra victima, ahora, uno de ellos.
La calle quedó desierta y aproveché para bajar por el poste del telégrafo que estaba pegado a la terraza; fui acercándome con una mezcla confusa de rabia y temor.  La sangre ahora se mezclaba sobre los  adoquines. Durante un momento, contemplé los dos cuerpos y tuve la impresión de que todo esto era una locura, sentí que perdía de vista lo que ocurría en el borde de mis ojos. La escena de muerte era el centro de todo hacia donde miraba.
Antes de cargar a Fioruccio en los hombros para salir de ahí, vi al joven de la liga  patriótica. Llevaba un brazalete celeste y blanco que empezaba a empaparse de sangre. Nuevamente la rabia se apodero de mí, empecé a gritarle  al cadáver que lo que había hecho con Fioruccio era una locura, que no éramos subversivos  al tiempo que el cuerpo me ganó y le lancé una patada en las costillas y la sangre brotó en coágulos de la cabeza. Recordé al perro.  Vi su pistola todavía en la cartuchera de cuero con botón dorado, me llevé el arma, cargué el cuerpo de Fioruccio en mis hombros y caminé calle arriba, calle arriba y de cara al sol.

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