viernes, 26 de marzo de 2010

Cambios húmedos

Por Julieta Morón
Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Tras el huracán, el agua no tardó en entra a la casa. Ella estaba embarazada, por lo que sus movimientos eran limitados. Intentó cubrir con mantas las filtraciones de la puerta y de las ventanas, pero el agua era cada vez más.
Su marido se había ido a trabajar en la mañana y la destrucción de rutas y puentes le había impedido regresar. Su única compañía era su hijo de cinco años que desde arriba del sillón miraba asustado cómo subía el nivel del agua.
Los vientos huracanados habían azotado su casa prefabricada durante casi una hora pero, afortunadamente, no habían causado daños importantes. Habían sido cincuenta minutos eternos, en los que los postigos se golpeaban y las tejas silbaban en el techo.
Ahora estaba sola. Su hijo no podía hacer mucho y la panza le estorbaba, pero era un peso que le gustaba cargar. Estaba agotada. Desde el momento en que todo había comenzado había corrido de un lado para el otro, cerrando ventanas, desenchufando aparatos eléctricos, y trabando postigos.
Cuando los vientos amainaron, creyó que todo había terminado, pero era sólo el comienzo. El agua seguía entrando y ya le llegaba a las rodillas. Su hijo lloraba en el sillón, y las mantas colocadas para frenar las filtraciones flotaban entre ellos. El agua era marrón y sucia. Comprendió que el río se había desbordado.
En cuestión de segundos, se encontraba hundida hasta las caderas, con parte de su vientre sumergido en aquella suciedad. Debió alzar a su hijo cuyos ojos estaban inundados de llanto.
Si salían, podrían ser arrastrados por la corriente, podrían separarse o lastimarse. Adentro el agua continuaba subiendo y no tardaría en cubrirlos por completo. Debía hacer algo, y rápido.
El agua ya le llegaba a los pechos, reservas de alimento para su bebé, que se encontraba bajo el agua. El niño se sostenía con sus pequeños brazos alrededor del cuello de su madre.
Tenía que arriesgarse y salir. Los adornos y muebles flotaban a su alrededor. Como pudo, alcanzó la puerta. Hundió su mano en el agua marrón y giró el picaporte. Una gran fuerza empujó la puerta de madera y la abrió por completo. Sus pies ya no tocaban el suelo.
Con el niño colgando en su espalda, salió de la casa sosteniéndose de aberturas y paredes. Alzó su mano y logró tocas las tejas que habían silbado con el viento. La corriente era fuerte y continua. No era sólo agua lo que golpeaba su cuerpo: ramas y objetos de madera chocaban contra ella. Todo parecía una horrible pesadilla.
Le dijo a su hijo que trepara por su cuerpo y subiera al techo, hasta lo más alto. El pequeño puso sus pies en los hombros de su madre, que se sostenía con fuerza de las tejas, y subió.
Estaba agotada. Las ropas mojadas le pesaban, su panza sietemesina era un estorbo. Estaba nerviosa, los pechos le dolían y le ardían los músculos de los brazos.
Quiso soltarse y flotar con la corriente, descansar. Pero el grito de su hijo la hizo reaccionar. Él reclamaba la compañía de su madre. Las fuerzas le nacieron desde su colmado vientre y logró trepar el tejado.
El agua ya no subía, pero desde esa perspectiva el paisaje era aterrador. Sólo se veían techos que emergían de la poderosa corriente, que arrastraba todo aquello que no estuviera sujeto al suelo. Sin embargo, se alegró al ver que no eran los únicos sobrevivientes: sobre otras tejas, otras personas intentaban recuperar el aliento.
Los helicópteros de ayuda no tardaron en aparecer en el horizonte, creando pequeñas olas marrones. Fueron los primeros del barrio en ser rescatados. Una camilla colgada de una soga los elevó hasta la cabina donde, una vez seca, mojó la manta que la envolvía: había roto bolsa. Pero ahora no estaba sola y, en verdad, nunca lo había estado.

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