miércoles, 16 de septiembre de 2009

El misterioso cuadro de la mujer olvidada

Hugo Heber González

Taller de Comprensión y Producción de Textos I. Extensión Formosa. 2008.

Capítulo I

El atelier de Richard era amplio, desprolijo. Parecía más a un depósito, pero en él se reflejaba el inagotable esfuerzo de un artista por expresar su generalidad. La sala se ubicaba en una callecita pequeña, empedrada. En el segundo piso de un hogar de alquiler. Corría el año 1829 en París, y hasta allí había llegado Alexandre Dumas. Su deseo era decorar el castillo que había hecho construir, donde dilapidaba prodigiosamente su fortuna en fastuosas fiestas y suculentas cenas. Hizo notar al joven pintor que estaba al servicio del Duque d’Orleans como escribiente y que era un exitoso escritor, gracias a la acogida de “Anthony”. Dumas, hijo del general francés que se había casado con una esclava negra de Santo Domingo, igual que su abuelo, tenía una aguda visión artística.

Luego de mucho recorrer, vio una pintura de una mujer hermosa, de miradas azules, vestida con ropas sucias y despeinada. Ésta sostenía en su mano un interesante libro que tenía impreso un título difícil de notar. Mientras, afuera, el pueblo se acostumbraba a una apacible vida republicana. Dumas encargó que envolvieran el cuadro y lo pasó a recoger hora antes del anochecer.

La ignota mujer. Intacta, firme, eternamente joven decoró durante mucho tiempo el Salón de Fiestas del Castillo.

Capítulo II

Era el año 1839, Gran Bretaña sufría un sinfín de enfermedades epidémicas. El cólera y el tifus azotaban las ciudades. La prostitución era una de las actividades más frecuentes en Inglaterra, en sus bares y cabarets. Los hombres bebían y disfrutaban espectáculos eróticos. Mientras esto sucedía, también crecía el avance de la ciencia y la idea de industrialización y en el trono reinaba la primera mujer: La Reina Victoria.

Una de esas noches, frías, implacables, Oliver Twist llegaba a la casa de un tal Brownlow. Oliver era una víctima de esta sociedad, debía limpiar chimeneas, hacer trabajos sin tener un pago y vivir de la caridad de un orfanato que maltrataba su delicado cuerpo.

Acompañado por un hombre que le tenía mucha estima. Su amigo Charles Dickens. Tal vez identificado por haber pasado los mismos tormentos en su infancia.

Luego de entrar hasta el comedor, Oliver observó sobre la chimenea un cuadro que captó inmediatamente su atención.

-Se parece mucho a … a …

-¿A quién? – pregunta, mientras los recibió, el señor Brownlow.

-No sé… me parece que la vi… pero, no sé.

-Es un cuadro que me regaló un amigo antes de viajar a Rusia. Alexandre, ese era su nombre.

El parecido entre Oliver y la mujer era impresionante. Pasaba horas junto al fuego observando cada detalle del delicado rostro de la mujer. A veces, su amigo Dickens, escapaba de su trabajo como escritor en el Morning Chronicle y lo acompañaba.

Pero una mañana, el niño despertó y la serena mirada del cuadro no lo acompañaría más. Esa madrugada habían sufrido un asalto, mientras dormían, y entre otras cosas de valor, se habían llevado el enigmático cuadro de la mujer.

Capítulo III

Las guías turísticas de Europa, en 1874, anunciaban un tour por el mundo en exactamente ochenta días. El inglés meticuloso y refinado Píelas Fogg aceptaron la propuesta y junto a su criado Picaporte partieron a esa gran aventura. Antes de partir, una semana antes para ser precisos, llamó a su confidente Julio Verne y le entregó un enorme paquete, envuelto en papel marrón como obsequio por el valor que había tenido para ascender en globo por encima de Amiens, durante veinticuatro minutos.

Verne, ya en su casa, abrió el paquete y encontró en él la inspiración y la compañía de sus noches de escritura. Sobre el sillón amplio, en una esquina, colocó el invaluable cuadro. No lo colgó. Estaba apoyado contra la oscura y húmeda pared y entre los cómodos almohadones del asiento. El escritor encontró en el cuadro, una forma de compañías silenciosa, callada, sumisa y comprensiva. Fue a ella a quien comentó sus inquietudes sobre el incipiente avance tecnológico, las transformaciones científicas y el crecimiento de las máquinas. Fueron estas circunstancias que inspiraban a Verne a escribir novelas como “Cinco semana en globo”, “Viaje al centro de la tierra” y “Veinte mil leguas de viaje submarino”.

Había sido ella también, la que oía su lamento y sus preocupantes quejas por la conducta de Michel, su inquieto hijo.

Las mejoras en las vías de comunicación facilitaron materializar el deseo de Verne a conocer nuevos horizontes. Lo hizo a través de El Rocket, una locomotora que recorría la línea ferroviaria entre Liverpool y Manchester. También se aventuró en un barco de vapor, una importante innovación tecnológica de la industria de esa época. Estos viajes hicieron que en la ausencia de Verne, el cuadro que había acompañado durante tantos años se perdiera de su casa.

Capítulo IV

Entre los años 1871 y 1880, un hombre famoso por sus aventuras amorosas, salvajes y por su potencia sexual animal visitaba los prostíbulos franceses para satisfacer su inagotable apetito lujurioso. Era amigo de alternadores, bailarines y de mujeres de alta sociedad de quienes se nutría para escribir y para festejar inolvidables noches de pasiones animales. Era Guy, su apellido Maupassant.

En esos años, lo llamaron a las armas, para participar en la Guerra Franco-Prusiana. Nunca llegó al frente.

Fue en esos momentos en que conoció el rostro de una mujer, que descubrió como inmaculada, dulce, hermosa… diferente al resto de las mujeres que frecuentaba. Ese rostro colgaba de una pared en una sala de un burdel que solía frecuentar.

En esos momentos de placer con mujeres de verdad, su vigor masculino se veía inspirado en la mujer del cuadro. Y aunque no supiera su nombre, la adoraba casi místicamente.

Un frío martes, debió cumplir con el deber patriótico y acompañó a un grupo de franceses, que como él, decidieron huir de la guerra. Se hizo pasar como el Conde Hubert de Breville y subió a una diligencia para diez personas. Cuando los abrió, la vio. En frente, estaba una mujer galante, con un abultamiento prominente sobre su cintura, de mediana estatura, de piel suave, fresca. Su pecho era grande, y despertaba su carnal deseo de fornicar. Pero al contemplar su rostro… no lo pudo creer. Debajo de esa peluca blanca, del maquillaje excesivo y el lunar debajo de su húmeda boca… estaba la dama del cuadro del burdel.

-Eres tú… eres ella… ¿eres?

-Isabel Rousset, señor. Aunque en el pueblo me llaman Bola de Sebo.

-No … ¿tú?... – preguntaba confundido - ¿eres la del cuadro?

-¿Cuadro?... No, soy Isabel. Isabel Rousset.

En el viaje, la mujer sufrió en carne propia la discriminación social. Era la víctima de una lucha de clases que la mataba en vida. Ni aún el inmenso amor platónico de Guy la ayudó. Él prefirió callar, obligarla a hacer eso que no quería. Y acusarla después de ser una vergüenza.

Consiguió su libertad, pero en su corazón quedó la duda por saber si era realmente esa mujer la enigmática dama de la pintura. Esa que tantas noches de insomnio le robó.

Capítulo V

Transcurría 1915. Las tensiones entre los países europeos, acumulados desde el pasado, desencadenaron una sangrienta guerra. El ejército alemán invadía rápidamente los otros países, quienes iniciaron la guerra de trincheras para defenderse y atacar. El aire, el mar y al tierra en los campos de batalla. Los soldados debieron aprender a usar nuevas armas, como torpederos, submarinos, tanques y aviones de guerra.

A nueve kilómetros del frente alemán, un grupo de soldados jóvenes e inexpertos enfrentaban su miedo a morir, aún con un sincero amor a su patria, enfrentando el miedo, la soledad y el dolor. La sangre era derramada sin piedad y al amistad se olvidaba con la muerte.

Uno de ellos, Kemmerich yacía lánguidamente en el hospital de campaña, le faltaba una pierna y sus compañeros advirtieron que no saldría con vida de esta situación. Los enfermeros no querían colocarle medicamentos. Al final, era solo un soldado.

Cuando entró Baeumer, su amigo y compañero de 19 años, hizo un esfuerzo por hablar… con mucho dolor en su garganta dijo:

-Pablo… oye bien… oye bien.

-Sí, pero no te esfuerces Kemmer…

-Sí, es importante… Mira, cuando vuelvas… porque sé que volverás… encontrarás en casa de Erich, un cuadro que perteneció hace mucho a mi abuelo…

Una tos interrumpe la penosa conversación.

-Dile que te lo entregue. Cuéntale mi final y lleva como prueba las botas que él me regaló… Aaay, aay… Espera…

-Sí, te oigo…

-Esa mujer del cuadro era María Sarah Debray, esposa de mi abuelo… No hay más datos sobre ella que ese cuadro. Sus papeles se han perdido… Aaay

-No hables más.

-Sí… escucha… Ella es abuela de un familiar. Oliver Twist, quien murió sin conocer a su madre. Llévaselo a su familia… creo… que vivía en una ciudad cerca de Francia… valorarán el cuadro.

-Está bien… lo juro… pero descansa.

-Búscalos y dáselos. Ellos sabrán que hacer… Además hubo una mujer… Isabel Rousset, que buscaba este cuadro… era… era su tía.

-Sí, lo haré… Lo haré… lo juro por la historia de ésta guerra.

-Búscalos. Al fin, era mi familia. Y algo debe hacer… por ellos.

-Por favor, Kemmer… Kem…

Y al terminar murió. Había dado la vida por su patria y por mucho más. Y había develado un misterio que el destino había dejado en manos de un hombre que corría su misma suerte.

2 comentarios:

  1. buenisima tu historia hugo, tenes talento,aprovechalos

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  2. Hola Hugo. te felicito por tu cuento. saludos a la gente de Formosa.

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