Verónica Elizabeth Becerro
Taller de Comprensión y Producción de
Textos I
Desperté en medio de la oscuridad, confundido, sin recordar quién habitaba en este cuerpo, quién estaba sobre esta cama. Al levantarme, recorrí la casa en la que me encontraba y luego me posé en frente del espejo: mis manos recorrieron aquel rostro desconocido y la incertidumbre se apoderó de mí al observar mis vestiduras rasgadas y con sangre.
De pronto, vi sobre la mesa una
carta que decía:
“Querido yo: no tengas miedo, estás
enfermo y seguro al despertar no has sabido quién sos ni has reconocido tu
propio hogar; es normal. En tu estado consciente de lo que iba a sucederte has
escrito esta carta a modo de instrucción para que todo salga bien. No te
alarmes y sigue estos pasos: ve al cementerio en tu misma calle y busca la
tumba en la que yace Arandú Panambí. Desentierra el cadáver y luego quítale el
anillo de su mano izquierda. Cuando esté en tu poder, echalo por el inodoro y
olvida lo sucedidos.
Al despertar, todo será como antes.
Si me haces caso, no correrás ningún peligro”.
Perplejo, corrí hasta el cementerio,
tenía miedo. Mi cuerpo temblaba y estaba solo. Deseaba con todo mi ser, estar
en una pesadilla y recordar quién era y qué había hecho. Sin saber por qué,
seguí las instrucciones de aquel desconocido, alumbrado sólo por la luz de la
luna, mientras los aullidos y los ecos resonaban en mi oído erizado los vellos
de mi piel.
De pronto, escuché pasos, ramas que
crujían bajo pesados zapatos. Temía darme vuelta, pero el sonido de las ramas
cada vez era más y más intenso. Mi corazón latía y mi respiración se aceleraba.
El cementerio desapareció y sólo éramos nosotros dos.
Lentamente, volteé mi cabeza y mis
ojos reconocieron una figura familiar. Imágenes se sucedieron en mi cabeza y en
un segundo recordé la bestialidad que había realizado esa noche. Quise correr,
suicidarme, pero mis pies estaban clavados al suelo.
De repente, Ignacio Panambí pronunció: “Desquiciado, ¡la pagarás!”
Hundió su navaja en mi abdomen y entonces titubeé, ya sin posibilidad de salvación. Y sólo dije: “Lo siento”.
De repente, Ignacio Panambí pronunció: “Desquiciado, ¡la pagarás!”
Hundió su navaja en mi abdomen y entonces titubeé, ya sin posibilidad de salvación. Y sólo dije: “Lo siento”.
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