miércoles, 30 de septiembre de 2009

Capítulo suelto

Por Claudio Alonso


Una de las cosas que más disfrutaba era dormir con Lucía.

Verla desde el fondo del departamentito entre muerta y dormida, plegada en el colchón, como si hubiera caído desde el quinto piso de los sueños. Extendida, desfachatada, irrefrenable hasta en la pose. Y yo la saboreaba desde un costado, como un mirón, como hacía Julián con su mujer en ese bar de oferta. Como un tigre acechándola, pero sin atacarla, apenas los omoplatos fruncidos, sigiloso, descansado, como si supiera que mi presa reposaba a mi voluntad. Que podía en cualquier momento abatirme despacio sobre ella, deslizándome por el suelo, en pos de ataque. Como una fiera hambrienta, pero tranquila y estratega, que iba paso a paso rompiendo el espacio que separaba al depredador de su presa, con un silencio africano, de reserva natural. Abrirme paso entre la ropa tirada como cardos venenosos, y apartando los libros llegar a ella.

Devorarla primero por los pies, sin arrancarle la piel hasta que fuera necesario, primero lamiéndola como una fruta recién pasada por el agua, porque todavía conservaba el olorcito a jabón perfumado de la ducha nocturna. Y ella iba a ir aceptando sin remedio porque estaba dormida y la vigilia le venía como una ola de bienestar que ni las mejores noches. Porque dormida dejaba el cuerpo al placer y no al razonamiento, no pensaba en cómo aceptar mis caricias ni en las costumbres diurnas y sexuales.

Bien habría podido yo desprenderle botón a botón, la camisita que usaba para dormir y jugar el ritmo que ella proponía con sus semi-gemidos y sus semi-movimientos y mis nada semi-intentos de mantenerla dormida el mayor tiempo posible. Porque eso era el juego, amarla desde el sueño, amarla desde su mundo, donde yo podía ser un jinete en celo o una cucaracha kafqueana que le subía por el cuello y la desarmaba del escudo de su camisa.

Pendiente de su sueño profundo, podría yo haberme separado un poco así, para verla desnuda como me gustaba verla. Porque una vez su cuerpo sobre el mío, sus glúteos en mi cintura, ahí ya no podía disfrutar a Lucia desnuda, porque sólo jirones de piel, ya quizás alguna gama de violeta o dos moras perfectamente maduras en el pico de sus pechos. Pero yo podría disfrutarla ahora así sin su voluntad. Vaya a saber uno en qué parte de sus sueños entraba esta desnudez, y cómo esa cucaracha que le caminaba por la cintura podía trasformarse ahora en una babosa, porque también mi lengua y las papilas gustativas se unían al juego a la fiesta del pasaje sueño – vigilia.

El doble fanatismo, la doble boca de cuatro labios. Mi lengua arqueológica que la investigaba, solo para mi posteridad. Como una hormiguita caminando por su espalda, ya todo larva para ella, para su placer. Todo muy metamorfosis, muy esclavo, muy salvaje. Como si de mi boca para afuera sólo hubiera Lucía para adentro. Porque ya estaba en su trébol de doble hoja y ella inocente como un acto reflejo, perdía sus dedos en mi pelo y lo apretaba como el fuego lo arrancaba sin despertarse, como si en el sueño jugara a acariciar un perrito. Primero fuerte, luego más lento, pero siempre dulce insistiéndome en que insista, que no terminara jamás ese sueño eterno, ese desayuno en mitad de la noche. Ella podía pedirlo sin siquiera hablar, solo los gemidos de mi Lucia gatita empapada, mi Lucía barquito de papel encallada en mi puerto.

Ya como un paréntesis sus piernas, como la puerta de Alcalá, o de ese teatro precioso que a veces íbamos y que yo entraba como ahora en Lucía, sabiendo que iba a estremecerme y que dependía de mí, público y actor, de que la obra fuera perfecta. Además que la mordía como si sostuviera un clavo, apenas apretada entre mis dientes, pero en realidad con los labios, como un beso en pausa.

Pero hoy no era la noche, la noche Lucía desnuda, la noche Lucía presa. Yo la disfrutaba desde lejos con la seguridad que podía hacerla mía cuando quisiera. Y quizás por eso no, por esa seguridad no. Mejor prender otro cigarrillo aunque ya no queden, puedo robarle uno a ella.

Además se estaba cómodo en el suelo y la luz del velador acostado y el paraguas hacia todo su esfuerzo aunque esa idea de Lucía de la lamparita de sesenta no me convencía. Y hoy la vi mirando unos cuadernos míos viejos, y me preguntó al pasar si los usaba. Va a ser mejor que los esconda antes que los haga ceniceros o jaboneras, nunca se sabe qué puede haber en la cabeza almohada de mi Luchita.

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