miércoles, 13 de octubre de 2010

La invasión

Por Luciana Lis Ayala
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010

Sábado por la noche en la biblioteca. Yo no soy de esos tipos que salen a bailar o conocer chicas, por dos razones: no le encuentro el sentido y lo opuesto a lo que se piensa como “apuesto”; en fin, que no estoy cómodo conmigo.
Intento agarrar un libro en el estante más alto, pero Oesterheld se me cae junto a uno que no da su nombre, por lo que me llama la atención y lo alzo. Abro la tapa polvorienta; sólo tiene una página.
“Pruébame y verás”, leí y, debajo, unos trazos. Tuve que adivinar; parecía un lenguaje que no conocía. Miré a mi alrededor y como no había nadie vigilándome, me dispuse a degustar el libro. Entonces pensé qué estoy haciendo, me reí de mí y me agaché para juntar a Oesterheld que seguía en el piso.
En ese momento me sentí mareado, y comenzó a picarme todo el cuerpo. Comencé a rascarme desesperado. Sentí como si algo vivo comenzara a crecer dentro de mí. El dolor me enloquecía y me tiré al piso. Grité pero no había nadie, recordé. La picazón era tan fuerte que me lastimé, hubiera querido arrancarme la piel.
De repente vomité, si a eso se le puede llamar vomitar; es decir, me vomité a mí mismo. Salí de mí, con los ojos cerrados, como un bebé.
El dolor desapareció en un instante; sentía calma, paz. Cuando me animé a abrir los ojos encontré un cuerpo a mi lado: era el mío. Aunque se parecía, más bien, a un traje de hule, a un muñeco desinflado.
Entonces comprendí: ese resto de lo que yo era me invadía cada día y no me daba cuenta. Eso era lo que me molestaba: ese invasor.

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