lunes, 4 de octubre de 2010

Polenta quemada y fría

Por Santiago Goycoechea
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


En los primeros años de la oscura década del `80, fuimos capturados para cumplir con el servicio militar obligatorio. Una solicitada en la casa, caras largas en las familias. Por mi parte, estuve presente y firme el día de la presentación en el régimen militar. Obviamente todos ahí llenos de incógnitos, dudas, sobre el futuro dentro de un posible campo de batalla; y no sólo eso, si no llenos de preguntas sobre el destino de nuestra vida entera.
Y aparece él, con su vocecita tan tierna, sus bigotes candentes e inmutables, lleno de poder, basto de superioridad. Jugaba con nuestra inocencia, fue por eso que cada día nos revelábamos más, por ese verde tan apagado como sucio. Con el tiempo pude ver qué sucias estaban las mentes de los cabos y jerarcas.
Como así sin más, y por esas cosas numéricas que aún no logro entender, por siete numeritos me tocó ir a Malvinas. Soy villa, y los Villafañe, ya no fueron. Hacía algunos días que Galtieri se había emborrachado en Plaza de Mayo con aquel discurso incoherente, pero, asumiendo mi responsabilidad como ciudadano, acepté ir.
Salimos desde Chascomús, donde no me iré nunca, tres días antes de embarcar para las islas. De los 40 que salimos, conocía a un poco más de la mitad de la delegación. Llegamos a Comodoro a las pocas horas, y al general se le ocurre abrir en pleno vuelo. De boca cruzada, nos dijo “Vayan acostumbrándose pibes, en tierras bélicas hasta el viento se transforma en nuestro enemigo”. A varios de nosotros se nos llenó la boca de viento y no podíamos respirar, con todos los pelos revueltos, el General tenía razón.
Cuando llegamos al pabellón le dije “chau” a mi larga cabellera. El pelo me quedó como si yo, que no me corté el pelo nunca, me machacara agarrando la tijera con los pies. El frío se hacía sentir, aunque por entonces teníamos camperas buenas. Esperamos dos días en Comodoro, luego partimos en barco hacia las Islas.
Al llegar, nos esperaron en camionetas y nos comenzaron a separar. Ahora, solamente conocía a un solo compañero del pelotón. Pero, el detalle fue que desde la costa hasta las unidades, había un intenso barro movedizo donde hubo que pasar empapando nuestras camperas, sacrificándolas sin chistar. El Comandante había prometido camperas nuevas, pero en los refugio, que eran galpones con mesas cual comedor, pero de chapa y 20 metros de alto, escaseaba las migajas de pan.
El discurso, antes de patrullar la zona, era el más recalcitrante y patriótico. Nunca me cerró desde el punto en donde se paran los militares para hablar de próceres, de familia, de la idea de triunfar no sólo en el campo de disputa armada, sino en la vida. En fin, en mi cabeza, la motivación era una película totalmente diferente. Por dentro pensaba, es demasiado iluso, cuestión de vida o muerte, no desgarres de amor estos corazones, que estamos para eso, ese discurso es para la vuelta. Tal vez, era más saludable amoldarme a mis sensaciones mientras veía a ese sujeto alienándose, en forma de cámara lenta.
Todo se resumía en un “de repente”, porque nos encontrábamos dos días haciendo chistes y riéndonos para pasar el momento y olvidar las palabras “apunten” y “fuego”. Pero todo se hundía cual acorazado derribado, y otra vez al frío, a la guerra. Instante que fulminan e iluminan las explosiones, ese verde frívolo se desgarra y se mancha de sangre y de gritos de agonía como nuestros corazones, nuestras mentes, nuestras historias. El frío no me dejaba coordinar, el plato de polenta fría no me sacaba el hambre, hay cuerpos que gritan asistencia. Vidas y muertes, entumecedores pensamientos que se quedaron y que ya no volverán. “Viva la Patria carajo”, gritaban los que tomaban café…

No hay comentarios:

Publicar un comentario