Taller de Comprensión y Producción de Textos I
La sirena irrumpió el silencio del campamento
cortando mi tan armonioso baile con la bella Marilyn. Los gritos desesperados
de mi compañero quitaron mi atención del sueño y me obligaron a levantarme y
tomar, de forma automática, el arma y las botas. Me movía, o por lo menos creo
que mi cuerpo lo hacía; no era mi mente la que le daba las instrucciones. Lo
inmediato y sorpresivo de la situación no le había dado tiempo para ordenar y
organizar las ideas que se paseaban dispersas ante el umbral intermedio del consciente
y el inconsciente. Mi cuerpo salió de la carpa en modo de stand by e intentaba
adaptar sus movimientos a lo que mínimamente percibía.
Atolondrado, tardé un momento en entender lo
que pasaba a mí alrededor. Todos los soldados corrían y gritaban exaltados
expulsando sonidos extraños de sus bocas. Uno de los muchachos me estiraba su
mano desde el piso como queriendo pedir ayuda; me pareció extraño, como que
algo en él no estaba completo. Se lo atribuí a la somnolencia que sufría en ese
momento. La explosión de los disparos de la metralla antiaérea sacudió a mi
cerebro de manera estrepitosa y ayudo a éste a capturar y encajonar cada idea
en el lugar adecuado. “¡Nos atacan!”, llegué a gritar cuando un zumbido
ensordecedor paso por encima del campamento y consecutivamente una explosión
fuerte calló cerca de donde estaba y abrió los candados que encerraban mis
pensamientos. Quedé inconsciente.
Fue una exclamación desgarradora lo que me
despertó en aquel lugar. Las expresiones de dolor que se escapaban de la salas
se unían en su recorrido por un pasillo y eran expulsados al exterior. Por un
momento creí continuar en el campo de batalla: El ambiente era muy similar.
Veía borroso pero podía percibir corridas, gritos y respiraciones agitadas. Había algo rojo que aparecía en
todas partes, fluía en todos lados en contraste al predominante color blanco.
Mi mente logró al fin controlar la vista y volverla a su funcionamiento
habitual. No tuvo la misma suerte con los oídos que se encontraban aturdidos,
ni con mis adormecidos músculos. Sólo percibía un fuerte ardor en la parte
derecha de las costillas.
Pude notar que estaba en el hospital y que los
médicos me rodeaban preocupados. A mi lado tapaban a un cadáver totalmente
despedazado. Tenía incrustados varios trozos de metal en el lugar del ardor y,
desde allí, salía sangre a montones. Me asusté y comencé a gritar. Mi cerebro
le indicó a las cuerdas bocales hacerlo pero no pudo organizar el mensaje; solo
un incoherente ruido fue emitido hacia los médicos. No sé por qué lo hice, pero
lo repetí una y otra vez. Comenzaba a recuperar la escucha: los médicos decían
que agonizaba, que me debían calmar o empeoraría la situación. Uno de ellos se
acercó con una inyección para drogarme. Le intenté decir que no lo hiciera pero
mi cerebro mal interpretó mi intención y levantó mi cuerpo. El dolor se apoderó
de mí. Entré en pánico.
Una vez que me lograron sostener, los médicos
aplicaron la vacuna y la droga se alojó en todo mi sistema nervioso. No tenía
control sobre mi cuerpo y, en mi mente, las ideas se movían con total libertad.
Vi a Marilyn, me le acerqué y le ofrecí bailar. Era un momento hermoso: solos
los dos, moviéndonos con la música. Entre tanta armonía me puse cerca de su
oído y le susurré: “Nadie nos interrumpirá esta vez”. Y continuamos bailando
para siempre con total tranquilidad.
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