sábado, 21 de julio de 2012

Tarde

Rocío Coda
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Era una tarde de invierno en la Villa. Así llamaban a Villa Argüello los pibes del barrio. Los más viejos la conocían como La Franja. Una porción de barrios, sin jurisdicción que las localidades o Berisso no querían adjudicarse.

Villa Argüello estaba dividida socialmente: de un lado el asfalto y la clase media que trabajaba en instituciones públicas. Del otro, una larga calle de tierra, en la que se asomaban irregularmente casitas muy precarias, de trabajadores desempleados, hacía más de una década. En el fondo de esta calle vivía Nico con su familia.
Su padre era uno de los desempleados de la petrolífera YPF. Todos los días ambos observaban la chimenea gigante, que humeaba un fuerte olor a azufre, el cual penetraba en su piel gastada. Sentía angustia por no tener trabajo.
Esa tarde el viento se enredaba entre las viejas lanas del pullover de Nico. Estaba contento a pesar del frío. Unas horas antes había salido en el carro con su papá, y en la puerta de una casa habían recogido una bolsa con ropa ¡y de invierno!. Ellos salían todas las mañanas a recorrer la ciudad en busca de algo para vender. Cartones, botellas, viejas heladeras y cocinas, muebles, verdura o fruta iban cargándose en el carro. Con mucho esfuerzo habían comprado un viejo caballo, casi enfermo, que les permitía salir a cartonear y subsistir un día más.
Nico tenía doce años, hacía unos meses había decidido dejar de ir a la escuela. Era inquieto, ágil y su panza crujía tanto que no podía mantenerse sentado en el banco, intentando escuchar algo que no le interesaba.
Los fines de semana iba con su grupo de amigos al centro de la ciudad de La Plata. Allí, en una esquina pedían monedas o intentaban vender estampitas de algún santo que reclamaba trabajo. Otras veces trepaban a los trenes de la estación esperaban el grito del guarda que señaba la salida del transporte, y empezaban a correr por los vagones. Bajaban en las estaciones con menos pasajeros, y sacudían piedras contra los vidrios de los trenes, esperando tener suerte y astillar los vidrios de las ventanillas.
Nico sabía que su carácter había cambiado con los años, los golpes no habían sido físicos;  tenía suerte de no haberse encontrado acorralado por algún cana, en la comisaría del barrio. Pero dolían y dejaban marcas. Quizás su padre bebía por las noches, y encontraba aliviar el día en el insulto de la madre o en el sacudón hacía Nico. Sin embargo, entendía que no era una situación tan grave. Conocía otras historias más duras, contadas por los pibes del barrio.
Era un pibe que ya no hablaba, solamente corría con enojo. Tenía mucha intranquilidad. Respiraba con dificultad, quería abrir la boca y que el aire entraba fresco por su garganta, y cambiara el estado de su cuerpo; ya cansado. Esas tardes en el tren asomaba su cabeza y disfrutaba del viento en la cara. Pensaba que era el mismo que circulaba entre los vagones y que también se enredaba entre su pullover. Como si esa sensación, de reconocerlo en su piel, fuera a salvarlo de la tristeza.
La tarde que fue con los pibes a la estación estaba seguro. Había tomado la decisión. Se asomó al vagón y abrió las alas. 

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