sábado, 21 de julio de 2012

Sueño de casa, pesadilla real

Micaela Segovia
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Apenas tres semanas llevo en esta isla. A la vista sólo se observan llanos y colinas, envueltos de fuerte y helado viento. Cada tanto cae la lluvia, tornando aún más frío el clima de esta zona, tan cercana al “fin del mundo”. Poder dormir dos o tres horas sin interrupción sería lo ideal, pero en este lugar y con lo que estamos conviviendo resulta una tarea compleja, por no decir imposible.
Se escuchan los gritos de uno de los jefes, es hora de levantarse. Supongo que son las cinco de la madrugada porque aún abunda la oscuridad en el cielo. Un cucharón de mate cocido amargo y hervido junto con un pedazo de pan duro es el desayuno de todas las mañanas. Extraño la dulce voz de mi madre levantándome delicadamente para compartir mates acompañados de facturas. Observo a mi alrededor, todos somos jóvenes, muy pocos son los que superan los 25 años y la preparación profesional es casi nula.
Permanecemos sentados en la tierra mojada, intentando superar el padecimiento del frío y el poco abrigo que nos dieron. Hablo con unos compañeros, dos de ellos son mis mejores amigos del barrio y del secundario. No vale la pena volver a aclarar el tema de charla si cuando intentamos mediar palabras el humo que nos sale de la boca se combina con los temblores del cuerpo.
Hacia el mediodía, después de recibir otro cucharón, pero este de sopa caliente y acompañado por el inseparable pan duro; el sargento mayor da la orden de que una vez finalizada la comida, tomemos nuestras cosas para movilizarnos 40 kilómetros a pie. La travesía duró algo más de cinco horas o eso creo. Muchos soldados llegaron fatigados por los tramos en los que tuvimos que pasar por laderas sumamente empinadas, aumentando las complicaciones el terreno húmedo y la lluvia que nos dificultaba la vista.
La oscuridad se hace presente a muy tempranas horas por lo que a veces pierdo la noción del tiempo. El campamento se instala en un sector llano rodeado de elevaciones irregulares en el terreno. Después de la cena, la cual tiene el mismo menú que el almuerzo, nos dirigimos hacia las carpas. El viento es insoportablemente helado y ruidoso y la bolsa de dormir termina por resultarme casi tan placentera como la cama de dos plazas con el acolchado que me regaló mi padre por cumplir 18 años. Algunos meses de esa fiesta y cada noche en la que intento dormir, recuerdo las caras de felicidad de mis padres cuando les conté que me iría de casa para “defender a la Patria”.
Comparto la carpa con mis dos amigos y un muchacho más, de 20 años, oriundo de Salta. Tenemos por costumbre cantar el himno nacional hasta quedarnos dormidos. El silencio de la noche se encuentra interrumpido cuando suena la sirena de ataque. Aturdidos por el sueño que intentábamos conciliar, tomamos las armas y salimos corriendo hacia la trinchera. Soy el último en tirarme al piso para deslizarme hacia el pozo, cuando siento que un estallido cercano a nuestra posición perturba mis oídos y me deposita al borde del desmayo junto a mis compañeros.  

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