miércoles, 23 de noviembre de 2011

Fotones

Pedro Agustín Zudaire
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Su aspecto, mezcla de andrajosa refinada, evocaba un pasado diferente. Había cajas, atestadas de fotografías; simples mutilaciones de un cuerpo (encuadres). El baño era un laboratorio con paredes luminiscentes rojas. Tres bandejas, dos químicos, una ampliadora. El único ambiente que tenía, estaba hecho de “ventanas”. Podía programarle millones de paisajes diferentes.
Hablar de la muerte era penado por ley; el erotismo y el sexo también, junto con cualquier actitud que pueda inducir a ello. Era evidente, ya no cabían en el mundo. La tierra estaba plagada de personas; las políticas demográficas de estado eran verdaderos insecticidas, pero contra la raza humana; los glaciares formaban parte de los manuales de historias; los bosques eran como una aguja en un pajar.
Una computadora central registraba las conversaciones de todas las personas. Al nacer, les incrustaban microchips. Así, el estado, omnipresente, podía controlar a cualquier “desviado”.
Lo material era lo virgen, lo no dañado. Satín fotografiaba partes su cuerpo; preservaba los instintos prohibidos, congelaba pasiones. Revelaba en su laboratorio. Era obsesiva. Revelaba sólo para contemplar, luego, las imágenes. Le excitaba. No su cuerpo, sino las fotos, las fotos de su cuerpo; alguna que otra vez llegó a masturbarse, muy disimuladamente. Se avergonzó, pero estuvo en el podio de sus recuerdos.
Su infancia modelo no la diferenció de los demás. Añoraba a su familia, ya muerta, con el mismo rencor que le producía la vida, por aquello mismo. Hace años que no conversaba con nadie, le desagradaba. No salía. “Sin guerra, pero en la trinchera”, solía pensar. Un silencio ensordecedor golpeaba a cada instante su cabeza.
Un espejismo. Así eran sus días. Estaba sin empleo, por elección. No era habitual estarlo, el trabajo desbordaba. Comía la “ración de la dignidad” que le enviaba el gobierno. Nunca había silencio, siempre había melodías. Schubert. Esa era la única música que oía una y otra vez. Mezcla de nostalgia, desesperación, tristeza y serena demencia. “La trucha” era su favorita. Guardaba algún recuerdo prohibido de sus antiguas lecturas (Adorno, Kierkegaard, Nietzsche), pero ya no le importaba. En ella, la idea de esperanza no existía. La vida era el día. Y como un retrato inverso de su realidad; como una forma autista de rebeldía; como el último bastión de la absurda resistencia, se dedicó, incansablemente, a escribir, a escribir con luz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario