martes, 1 de noviembre de 2011

Un robo salvavida

Matías Maniago
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



En las sombrías veredas de la ciudad de La Plata, bajo un árbol de ramas extensas y sobre pilas de cartones, se encontraba descansando Martín Solanas, de unos quince años.
Su madre había fallecido cuando él era un niño y su padre había sido un violento hombre de apariencia robusta cuyos antecedentes demostraban haber tenido serios problemas con el alcohol. En su antiguo hospicio, un refugio para niños huérfanos o con problemas familiares, Martín había expresado su odio hacia el padre y confesó también, haberse cansado de sus comportamientos, pese a que lo obligaba a recolectar cartones de la calle para llevarle, y así, comprar un mínimo de alimentos; usaba la mayor parte del dinero en tabaco y alcohol.
El hospicio tampoco era favorable para él. Sufría hambre y maltratos. Consecuentemente, decidió escaparse porque se sentía suficientemente capaz para afrontar al mundo sin las exigencias de su padre ni la esclavitud a la cual estaba sometido en el hospicio. Así lo hizo, se escapó, y por cierto, ninguno de ellos reclamó por él ni hizo nada al respecto.
El vecindario colaboraba con Martín; ya todos lo conocían y cada vez que lo cruzaban por la calle lo saludaban y él respondía amablemente, sobre todo, cuando se trataba de personas adultas. Vivía de las monedas que recaudaba limpiando parabrisas de autos en las esquinas y de la ayuda de los vecinos, cuyo cariño había ganado debido a su generosidad y bondad.
Se acercó la noche y como era costumbre, armaba su pétrea cama con cartones y una manta que le había obsequiado Don Juan, el panadero de la cuadra, por ir a comprarle el periódico. Cuando estaba a punto de dormirse, una mano lo sacudió suavemente y Martín se levantó sobresaltado:
- ¡Hey!, ¡hey, amigo!- dijo un muchacho de igual aspecto que él.
-¿Quién sos?- respondió Martín con tono de cansancio.
-No te asustes, el Horacito me dicen, ¿ y “vó”?-.
-Martín, mucho gusto- exclamó con su voz tierna pero ronca.
Estuvieron hablando durante toda la noche sobre sus vidas, Martín se sintió bien acompañado por unas horas y aunque tenía el presentimiento de que el intruso tenía mucho por revelar, quería permanecer mas tiempo con él.
Al cabo de dos días, Horacito seguía con Martín de acá para allá. Sus vidas se parecían en mucho y el muchacho nuevo, le brindó toda su confianza a Martín para enfrentar las dificultosas situaciones de la vida juntos.
Al tercer día, los muchachos se levantaron y Martín le dijo a Horacito que iba a ir a la esquina a trabajar un rato para poder comprar algún desayuno y almuerzo, pese a que hacían ambas cosas con la poca comida que tenían. Horacito prefirió quedarse acostado un rato más y expresó su profundo malestar por la cama hecha de cartones que lo había incomodado por la noche y lo despertaba cada tanto. Martín confió y se fue a limpiar parabrisas.
Después de media hora que Martín se había ido, Horacito esperó que saliera el último cliente de la panadería de Don Juan y, aprovechando su descuido, robó todas las facturas de la estantería que acababan de salir del horno. Apresurado, corrió hasta la “piezucha”, así la llamaba Martín al pilón de cartones donde dormía, y tiró unas cuantas facturas arriba del bolsito agujereado de Martín, donde guardaba sus pocas pertenencias para cuando se trasladaba de sitio.
Horacito escapó con las facturas restantes y nunca más Martín supo de él. El gentil panadero tardó en darse cuenta del robo y cuando finalmente un cliente entró a comprar y aplaudió para ser atendido, Don Juan vio el estante de facturas vacío y no dudó en sospechar de Martín. Salió de la panadería y lo vio sentado sobre sus cartones. Estaba fatigado, después de una hora de trabajar bajo el rayo del sol y comiendo con entusiasmo las facturas que había encontrado sobre su bolso.
-¡Hey!, muchacho malcriado, ¡devolveme esas facturas!- gritó el señor Juan enfurecido.
Martín, sorprendido, tragaba el último bocado que había llevado a su boca mientras Don Juan se acercaba a él rápidamente.
-Disculpe, señor- respondió el joven asustado. –Yo creí que me las había regalado mi compañero de la vida, Horacito.
-¡No!, no te creo.- aseguró Don Juan.
-¡Pero, por favor, señor, nunca le haría una cosa así a usted! De hecho, como me da mucha vergüenza pedirle comida, le ofrezco alguna “gauchada” o algún mandado que usted necesite-, dijo Martín en tono triste.
Al oír estas palabras, el señor se conmovió y terminó creyéndole y pidiéndole disculpas por el momento que le había hecho pasar al muchacho.
Don Juan volvió a su lugar de trabajo y atendió a tres clientes que estaban esperando para comprar. Al día siguiente, el viejo hombre pensó que tenía mucho por preguntarle a su vecino sin techo sobre el muchacho con quién se pasaba largas horas, y a su vez, reflexionó sobre el joven Martín.
Después de un rato, cerró por unos minutos el local y salió a buscarlo. Sus cosas no estaban en el lugar de siempre. Se dirigió a la esquina donde solía trabajar en los semáforos y lo vio justo ejerciendo su trabajo. Lo miró unos segundos y su cara le cambió al instante; miró a su alrededor y vio que el muchachito se había “mudado” a la cuadra siguiente. Miró su bolsito y la tristeza le ocupó toda su cara. Lo llamó y el niño dejó el secador con que limpiaba los vidrios en el cordón de la calle y se acercó a él. Don Juan se agachó a su altura y lo invitó a merendar con unas facturas y un té a su casa. El niño sonrió y le agradeció profundamente la propuesta.
Caminando hacia la casa de Don Juan, Martín recordó que tenía que ir a recoger su bolsito que estaba sobre su “cama”.
Don Juan lo agarró del brazo deteniéndolo y le dijo que no hacía falta que fuera a hacerlo, que se olvidara de sus pertenencias sucias y que a partir de ese momento iba a dejar de ser un niño de la calle.

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