martes, 1 de noviembre de 2011

Proyecciones

Giuliana Pates
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Caminaba con pasos pausados por la diagonal. Era de noche y las luces mortecinas de los faroles iluminaban, parpadeantes, la calle. El viento soplaba fuerte y decidí regalarle mis cabellos, que estaban sueltos, para que los trenzara. Tomé la bufanda que me abrazaba el cuello y la apreté hacia mí, cubriendo también mis labios. Bajé mis brazos y los crucé sobre mi cintura. No quería que el movimiento del viento me llevara con él.
Era una ciudad distinta, no parecía la misma que se pisa de día. No quedaba nada de la neuralgia del mediodía ni eran horas que desvelaran de elixires a las jóvenes gargantas. Tan sólo el contorno de mis curvas que se desdibujaban con los edificios y la acera que daba tragos hambrientos a mis pies. Si se miraba dos veces, no se podía creer que hubiera tanta soledad junta, amontonada en frente de mí.
No quería fijar mi mirada en ningún punto en particular por temor a que alguien me robara la perspectiva. Parecía estúpido pensar que me interceptaría con alguien en tan inhóspita circunstancia, pero tampoco me convencía en ser la única transeúnte despierta.
Giré apenas mi cabeza y percibí la figura oscura de un cuerpo que se proyectaba en el suelo. Sus pasos no se apresuraban, tenían el mismo ritmo que los míos. Aminoré mi marcha para que me sobrepasara y pudiera saber quién era su dueño. Pero esa persona decidió imitarme. A mis oídos llegaba el golpe seco de sus zapatos. Entonces me apuré y, disimuladamente, me quise alejar. Hasta crucé de vereda en una esquina. Nada de lo que hiciera me dejaba volver a la fusión de mi cuerpo con la ciudad: ahora había alguien más ahí que persistía en ir recogiendo la estela de mi perfume.
Comencé a escuchar un suspiro. Era como un jadeo que mezclaba cansancio y ansiedad. Me recordó a la queja de un bandoneón abandonado. Me estremecí. Por un momento, quise darme vuelta y descubrirle la cara, pero no me animé. Sería demasiado arriesgado y violento reconocer su mirada. Miré alrededor, pero ningún bar o quiosco estaba abierto. No tenía en dónde esconderme. Deseaba que ningún semáforo rojo detuviera mi caminar porque eso significaría estar en una misma línea con aquel de atrás.
En un acto tan arrebatado como suicida, me detuve y grité “basta”. No quería que me siguiera más. Al girar, me encontré tan sólo con mi sombra que dormía quieta en el suelo.

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