Por Luisa P. Cárdenas
Me cuestionaba cómo iba a morir. Me asustaba ver la muerte cara a cara. No quería que fuera ahogada o quemada, mucho menos padeciendo dolores terribles. Pero la muerte es tranquila y está llena de paz. No siento dolor. Ningún malestar.
Era de noche, estaba escuchando una radionovela. En estos momentos no me acuerdo del nombre, porque los recuerdos que tengo son muy borrosos. Me senté en la silla de mi habitación para quitarme las medias. Pero me hacía falta la piña colada que me tomaba todas las noches con Francisco, mi esposo. Así que me levanté y me puse las pantuflas. Fui a la cocina y serví dos copas, la costumbre de servirle a Pachito, así le decía, no se me había quitado y eso que ya llevaba más de seis meses en la paz del señor. Unas cuantas lágrimas se deslizaron por mis mejillas, pero me repuse de inmediato, sabía que dentro poco estaría otra vez a su lado.
Me tomé la copa y brinde por él. Me devolví a la habitación y me puse el pijama. Me recosté en la cama y encendí el televisor, estaban dando un programa humorístico, pero no estaba con ánimo de verlo, así que apagué el aparato. Me acosté bien y me quedé dormida. Sentí mucha paz, un sueño muy profundo. Es que cuando uno muere no ve ningún túnel. Sólo se siente una paz interior profunda; sentí como si estuviera en un sueño deseado, esos que cuando uno se despierta se renueva por completo. Parecía algo tan real, porque él me tenía de la mano y lo sentía perfectamente.
Percibía el roce de su piel fría en mi mano, su palidez brillaba frente a toda la luminosidad en la que estábamos. Vestía un traje de la armada que le puse el día de su velorio, estaba completamente impecable. Como siempre.
Pero estaba rejuvenecido, parecía de unos treinta años o menos. Me avergoncé porque un hombre tan guapo y tan joven con una viejita como yo de la mano, haciéndome mimos y besándome los labios con suma pasión, era algo no aceptado por la sociedad.
Llegamos a un pasaje y en el fondo había un espejo grande. Me acerqué con curiosidad y vislumbré una mujer aproximadamente de unos 26 años. Alta, de piel pálida, esbelta y con el pelo sumamente oscuro. Me acerqué y la miré con detenimiento. Se veía radiante. Mi mayor sorpresa es que la mujer que estaba ahí me parecía muy conocida. Y como no, si era yo. Estaba como en mis años mozos, hasta tenía minifalda.
Mi viejito estaba hermoso también, igual de elegante como siempre. Estábamos de la mano y nos veíamos felices. Esta era la vida que quería, estar eternamente con mi Pachito.
Dejamos el espejo de lado y nos adentramos en un bosque. El olor a palmas, me acordó de esos años de juventud, cuando vivíamos cerca a una reserva natural llamada “Santuario de Fauna y Flora Otún Quimbaya”, en mi tierra natal, Pereira. Y recorrimos el lugar de la mano y nos besábamos.
Empecé nuevamente a experimentar, esos momentos mágicos y felices que había vivido tan pronto me casé. La felicidad no era la misma, estaba aun más feliz. Vinieron los hijos, los nietos, bisnietos. Y una vez más empecé a envejecer. Pero ya no tenía miedo. Sabía que aunque me volviera una anciana, iba a estar esta vez con todos los seres que amaba. Con mi guapo esposo y con los mejores hijos de todos. Con los nietos a los que malcrié y con los bisnietos a los que amé con todo mi ser.
Esto fue lo que siempre quise: estar eternamente con Francisco. Amarlo por toda la eternidad. Seguirlo hasta el fin del mundo y jurarle amor por el resto de mis días. Viva o muerta, estoy segura que pase lo que pase, siempre estaré con él y cada mañana, aunque amanezca joven o vieja, el siempre me va a amar y siempre en algún lugar del universo me estará esperando.