sábado, 17 de septiembre de 2011

Los pobres, ricos

Natalia Streitenberger
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Sabía que algo malo había ocurrido. No sabía bien qué, pero por los comentarios que habían llegado a mí el día anterior, no parecía nada bueno.
Me encaminé a la casa de mi amigo de toda la vida; él seguramente sabía algo más que yo.
Al despertarlo de la noche anterior, me dijo de mala gana que había tiempo de poner la pava sobre la hornalla.
Tomé unos mates antes de divisar al recién amanecido que ingresaba por la puerta de la cocina.
-Alcanzáme uno que ya salimos, te explico en el camino- me gritó deslizándose por la salida.
Me explicó que al General lo habían encerrado, que era injusto, que luchaba por nosotros y que ahora el pueblo le iba a responder de la misma manera.
-¿A pata?- le pregunté casi sorprendido al escuchar el plan que se me atribuía al día.
-Son unas cuadras nomás- explicó seguro mi compañero. Pensé en El Libertador del pueblo, aquel que me había dado a mí, y a mi familia, un futuro; y no lo dudé un segundo.
A medida que las cuadras transcurrían, se sumaban más personas, ansiosas por apoyar a nuestro honorable líder.
Pasaron las horas y si mis pies respondían se debía a una causa mucho mayor que mi bienestar.
Miles o cientos –lo que a mi parecían millones- voces se nos unieron en nuestro cometido, y al llegar a Capital sentimos cómo se nos inflaba el pecho.
Ardían nuestras plantas entre la lona y el cuero de las zapatillas, que encontraron alivio en lo que pareció un manantial de agua cristalina.
Nuestros pies se calmaron, no así nuestras almas. El orgullo latía en nuestro ser, pujando por salir, amenazando por gritar; colándose en cada músculo, ferviente de liberación.
Logré instalarme en el centro de la multitud, no lograba avistar al que me había informado esa mañana del acontecimiento; pero eso ya no me importaba.
Ahora tenía miles de amigos, cientos de hermanos; nuestras venas compartían la misma sangre anhelante justiciera.
A pesar del choque de nuestros cuerpos en ebullición, me sentía cómodo, tranquilo de estar DE ÉSTE LADO.
Pensé en aquellos que estarían cómodamente recostados en sus futones, en esos que los tratarían de chusma lastimera, de pobres sin valor moral; y sintió pena.
Pena y asco. Seguramente se mofarían de su “tan” absurda caminata, sin sentido honrado, con nuestras gargantas en petición de excarcelación.
Pobres; pobres hombres presos del lujo, sin convicción propia, sin ideales que defender.
Erguí mi cabeza y me sentí lleno y rico. Lágrimas ¡PERONISTAS! de pasión rodaron por mis mejillas al mismo tiempo que estallaba:
-¡Liberen a Perón!-

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