viernes, 21 de octubre de 2011

El quejón nacional

Francisco Angulo
Taller de Comprensión y Producción de Textos II



El quejón nacional constituye una entelequia en el espíritu argentino. No sé si será por incapacidad para ser felices, por la cultura, por nuestros antepasados, pero lo que si salta a la vista es que se reproduce por doquier en toda la sociedad. Ahí sí que no hay discriminación: pobres y ricos, medios y bajos, se disputan quien es el más rezongón, el más punzante para marcar las cosas negativas del país, de la vida, de todo lo que halle a su alrededor.
Y se contagian. Y se multiplican. Y gozan. El cerebro se les fue cerrando y el líquido propicio para su funcionamiento parece contaminado, afectado, o vaya a saber uno que diablos tienen allí dentro para poder repetir maratónicamente todas las desdichas cotidianas. Desdichas que, por cierto, justamente no acostumbran estos hombres. He ahí la clave de su génesis, comportamiento y dinámica: se quejan de algo que no sufren. Y no lo hacen por simple filantropía sino más bien como un estilo de vida. Adoptan para siempre el escepticismo y arrastran la doble moral hasta la tumba.
El quejón argentino podrá dar cátedra de la buena política, de los ideales a los que una nación debe aspirar, pero ni de casualidad se comprometerá brevemente en algo que afecte al interés público. Es más, odia al utópico por el simple hecho de que éste es demasiado optimista e irreal. Se rasgará las vestiduras por la pobreza y al mismo tiempo será el primero en subestimar al limpiavidrios o al trapito. Obviamente, no les dará ni un solo centavo.
Pero su recorrido no termina aquí. Los reproches, a los que hace circular como si fuera un agente difusor de prensa, son vertidos en su trabajo, en el micro o en su auto, en la casa, pensando en voz alta cuando lee el diario. Meneará la cabeza de un lado a otro al ver imágenes catastróficas en el noticiero televisivo aunque sepa interiormente que esa desgracia no le importa en nada y de hecho no movería un dedo por remediarla si pudiese.
Acostumbrará a gimotear por la galopante inflación, siendo él mismo quien ante dos productos de igual calidad, elige siempre en el supermercado la oferta más costosa. Algo parecido le ocurre con la corrupción: se erige adalid de la ética y la honestidad, y en realidad es el primero en callarse cuando ha recibido una ventaja económica de una procedencia turbia.
Así es en todo. Para él, nada funciona correctamente en Argentina y lo hace saber con total esmero y orgullo. En sus discursos morales no faltará que mencione la rectitud y el orden de Suiza. Sí, ya se advierte: cruza sin ruborizarse cualquier semáforo en rojo, nunca está dispuesto a pagar una multa y raramente respeta las señales para regular la velocidad de su coche. En los momentos de plena congestión y embotellamiento urbano, comienza su etapa de excitación. Con la bocina a fondo, se siente complacido, en su salsa, jugando al juego que más le agrada. De alguna manera, en aquellos instantes, logra alcanzar la máxima tranquilidad, el clímax al que nunca llegaría por ejemplo leyendo un matutino dado que ahí le faltaría ese efecto de contagio y contexto caliente, alborotador, que impone el bullicio de la calle.
Y así sigue el quejón nacional, predicando lo que hace tiempo no cumple. Se podrían enumerar miles de ejemplos más. Se me viene a la cabeza, por caso, su lamento hacia las nuevas generaciones que no tienen educación ni cultura. Naturalmente, el hombre en cuestión remolca más de 15 años sin agarrar un libro y apenas sabe coordinar un par de frases sin error sintáctico. Tómelo o déjelo. Pero no hay que olvidarse: nunca lo veremos en apuros, casi siempre manso y sentadito.

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