lunes, 10 de octubre de 2011

El último pelotón masacrado

Roberto Jesús Ortiz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Mientras el sol se iba escondiendo, me senté en un cajón de madera con mi fusil herrumbrado y las pocas municiones que me quedaban. El último ataque fue devastador. De doscientos hombres, sólo quedamos cincuenta. Era de noche y estábamos incomunicados con el cuartel general; necesitábamos ayuda, sin lugar a dudas, pero no había señales de que ésta fuera a llegar.
A esa altura, me parecía inútil pensar en el país, la patria y los ideales por lo que dije haber luchado, en algún momento. ¿De qué servía todo ello? Inmolar la vida injustamente por causas que no eran de mi incumbencia y ser sólo un ínfimo eslabón en la cadena de la humanidad. Fue muy triste. La única energía que me quedaba, comenzaba a agotarse.
Es éste un lugar inhóspito, donde se siembra la sombra, ya que las hierbas no crecen; lugar donde se come mal y se duerme peor, y donde pesan más los recuerdos en tu cabeza por sobre el cansancio y la resignación del cuerpo. Rendirse o salir a atacar en esas condiciones, para mí, era básicamente lo mismo.
De manera increíble, nos encontrábamos en un valle. Pura inoperancia organizativa de los generales, que con voz ronca y ensanchando el pecho, guitaban: ¡Viva la patria!
El ambiente era tenso y deprimente. Trataban de alentarnos pero no hubo caso. Intuía que sería una noche decisiva, y en ese instante una balacera atravesó el cuerpo de un compañero. Su grito se perdió en la oscuridad. El alboroto se adueñó de las tiendas de campaña y todos salimos corriendo con el único objetivo de disparar hacia donde sea. Pero…
Tuve la suerte de sobrevivir, aunque como prisionero. Sin embargo, nada me cuesta reconocer que el enemigo me ha tratado con cortesía. Y hoy, mientras repaso esto, pienso que Dios no se acordó de mis amigos, pero me asignó la tarea de reivindicar su orgullo y su coraje.
Puedo decir, cargado de lágrimas, que formé parte del último pelotón masacrado.

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