sábado, 29 de octubre de 2011

Una calada para la soledad

Gabriel Ruiz
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Al arrojar la cerilla ennegrecida de carbón, no pude evitar preguntarme ¿qué tipo de cigarrillos nos darían en el frente? Tiré una calada profunda sobre el Marlboro que acababa de encender y traté de imaginar qué gusto tendría el tabaco vietnamita.
Llevaba al menos quince minutos en la esquina, yo había llegado temprano y prefería esperar a los chicos allí con la fría compañía de la noche en lugar de seguir viendo las angustiadas caras de mis padres, que como todos ellos no podían sino imaginarse el destino más trágico en las selvas orientales.
Mi madre había preparado una cena copiosa, y había puesto la mesa de manera de exhibir la vajilla que ellos utilizaban para ocasiones especiales. Era la vajilla que les habían regalado cuando habían contraído matrimonio. Solían sacarla para festejar, pero a pesar de sus más honestos esfuerzos, el silencio en la mesa había dado lugar a una solemnidad incómoda, casi fúnebre.
Quizás fui un cobarde al retirarme tan rápidamente después del postre. Quizás me arrepentiría luego de no haber tomado provecho de esa “última cena”. Quizás le rompí el corazón a mis padres. Pero, yo no elegí ir a luchar; era el milagro de la conscripción. Me disculpé torpemente y les expliqué que los chicos, mis amigos, me esperaban para despedirme ellos también. Y era mejor así. No darle importancia al temor; conjurar aquella atmósfera lúgubre que reinaba en casa, y reemplazarla con los miasmas de la cerveza rancia y la ceniza fría; perfume endémico de todo bar.
El cigarrillo en mi boca cobraba un sentido especial; era un compañero fiel en aquellos quince minutos de soledad que deseaba nunca acabasen. Que nunca acabase ese cigarrillo, porque al hacerlo, la soledad empezaría a hablar otra vez. ¡Oh, terrible soledad! Qué hermosa compañía sería la tuya, si tan sólo supieras callarte.
¿Habría cigarrillos en el frente?
Fumé ese Marlboro hasta quemar el algodón del filtro, y como si aquello fuese un ritual de invocación, escuché gritar mi nombre. Ellos estaban llegando. Era hora de festejar. Era hora de olvidar, de olvidar todo lo que aún no había sucedido.

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