lunes, 8 de noviembre de 2010

El gran destructor

Por Berenice Gutierrez Nayla
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Nuestro país y el resto de naciones hermanas que nos rodean pueden descansar al fin tranquilos, puesto que desde hace unos años ya no contamos con la conducción estatal de aquel demagogo que se atrevió a olvidar sus humildes orígenes provincianos y decidió agachar la cabeza frente a las potencias que durante siglos nos han esclavizado, y aún hoy son responsables de nuestro atraso.
Estoy hablando, por supuesto, del apátrida que alguna vez se atrevió a llamarse presidente de los argentinos, el doctor Carlos Saúl Menem, nacido y criado en la provincia de La Rioja, con estudios universitarios en la provincia de Córdoba. Sin embargo, en esta oportunidad considero innecesario hacer un recorrido por la historia completa de Menem, ya que lo que a los ciudadanos argentinos debería despertarle interés y cólera al mismo tiempo son las consecuencias de su irresponsable y perniciosa administración durante la década de los ’90. De otra forma, las personas terminan por comprar la leyenda del joven de pueblo con un gran sueño, pudiendo quedar peligrosamente enceguecidas al tener en frente la nefasta imagen que nos devuelve el presente.
Inmediatamente después de su asunción, no tuvo mejor idea que terminar con las premisas que son la base del partido que lo llevó a la victoria: industria nacional para dejar de ser dependientes. A través de las leyes de Reforma del Estado y de Emergencia Económica, otorgó al Ejecutivo amplias facultades para un operativo de privatización, y el cese de los subsidios de las economías regionales, fuente de ingreso de muchos trabajadores del interior. Los históricos enemigos del peronismo, la Unión de Industriales Argentinos (UIA) y la Sociedad Rural Argentina (SRA), vitorearon la decisión del Presidente de la Nación en el Congreso.
La Empresa Nacional de Telefonía Argentina (ENTEL), Yacimientos Petrolíferos Argentinos (YPF), Aerolíneas Argentinas, Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires (SEGBA), Puertos y Gas del Estado son sólo algunos de los lamentablemente vastos ejemplos de las empresas que alguna vez nos dieran una muestra palpable y concreta de nuestra soberanía nacional. Por cierto que tampoco, una vez instaladas los capitales extranjeros, se cumplió el dogma neoliberal de que la privatización favorece la competencia. De ser así, piénselo por un momento, ¿a qué otra empresa de gas puede recurrir cuando la que posee es un monopolio y hace oídos sordos a sus reclamos de deficiencias en el servicio?
Lo mismo vale decir para los medios de radiodifusión estatales vendidos al sector privado, siguiendo el mismo criterio y sumándole a éste la libertad de expresión. Nótese, no obstante, que en su mayoría estos se encargaron de pregonar y esparcir la consigna de esta década denostable en la que achicar el Estado era “agrandar la nación”.
La política de Derechos Humanos de este gobierno es otro punto para poner sobre la mesa. Una vez más, jugando la carta de conciliador, no tuvo mejor idea que otorgar amnistía a aquellos que, ya sea por decisión propia o en cumplimiento de órdenes, cometieron crímenes de lesa humanidad en el período de la última dictadura militar que experimentó este país. Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final son una cachetada para aquellos organismos de Derechos Humanos que confiaban en que la democracia traería justicia frente a esta situación, y tira por la borda el proceso iniciado por los Juicios a la Junta Militar en 1985. Tuvo que pasar bastante tiempo para su derogación…
Pero esa no fue la única cachetada. Sino, basta con observar que uno de los ministros de Economía de la nación fue Domingo Cavallo, quien hubiera estado al servicio del gobierno de facto de Viola. Ideológicamente era como nuestro nuevo Martínez de Hoz (también ministro durante la dictadura) pero en tiempos de presidentes elegidos por el pueblo. Toda una paradoja.
Su incorporación al gabinete de Menem traería como consecuencia una de las más grandes falacias de la década del ’90: la Ley de Convertibilidad, que puso a nuestro peso en una paridad falsa y por demás insostenible con el dólar estadounidense. Trajo una momentánea estabilidad, al costo del aumento del desempleo y la precarización laboral.
1995 fue otro año particular por cuanto también se introdujo una reinterpretación de lo que el sistema educativo está llamado a ser, y sorprendentemente, sigue vigente: la Ley de Educación Superior (LES). Según esta disposición, la educación en sí pasa a ser vista más como un servicio que como un derecho, las carreras deben existir y ser financiadas en función de criterios de eficacia y eficiencia, homologando lo público con lo privado al hacer pagos todos los posgrados y doctorados, entre otras cuestiones.
Algunos podrán defender su funcionalidad con el Consenso de Washington, pero otros vemos que no sólo nos dejó una economía nacional inestable y recesiva a largo plazo, sino nos dejó humillados una vez más, haciendo que el resto del mundo, especialmente los países mal llamados centrales, continúen pensando en los argentinos como sus siervos. Todo esto en complicidad con una burguesía nacional que se vio favorecida por las políticas de Carlos Saúl y no le tembló la mano en contribuir a esta concentración de las empresas transnacionales, dejando al resto de sus compatriotas en situación desventajosa con tal de defender sus intereses.
Por eso este abogado octogenario fue y seguirá siendo un destructor. Lo fue porque casi acaba con la economía argentina y su industria local. Lo seguirá siendo en tanto no pueda alejarse su presencia completamente de la escena política, ya que hoy ocupa el cargo de senador.

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