lunes, 8 de noviembre de 2010

La guerra de otros

Por Josefina Fonseca
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Hoy salimos de las trincheras con la misma sensación de todos los días: luchando una guerra de otros. Las armas descargadas, los trajes –o lo que quedaba de ellos- pegados al cuerpo por esa humedad persistente que irrita todo lo que hay debajo, la panza totalmente vacía y la seguridad de que la situación no va a mejorar, confirman nuestra sensación. Definitivamente, esta guerra no nos corresponde.
Sabemos que estamos sobre el final. Es cuestión de días. Tal vez por eso hoy no salimos a atacar. Nadie nos lo exigió. Simplemente, la estrategia del día fue: dejar que nos maten. Tampoco tuvimos almuerzo, avisaron que ya no quedan reservas. Intentamos quejarnos y nos callaron con un miñón seco per cápita. Mario dijo que ya debo estar pesando diez kilos menos.
Para pasar el tiempo jugamos un partido de truco con las pocas cartas que nos quedaronl Para anotar usamos unos yuyitos raros que crecen acá. En San Juan creo que no existen. Mario comentó que en Misiones tampoco. Hasta las tres o cuatro de la tarde tuvimos esa especie de recreo. Pero el ataque puso fin a todo.
Unos pasos que parecían lejanos de reprente se nos encimaron. Un batallón de unos doscientes soldados ingleses cayó como desde el cielo, sin aviso ni posibilidad de preparación. Por ese momento, éramos menos de treinta fuera de las trincheras, desesperados llamando al resto que dormía allá abajo.
Buscamos las armas, aún sabiendo que no tenían balas. Corríamos desorientados mientras ellos se acercaban. Ya pisaban nuestro territorio. Estaban a unos trescientos metros, y su presencia era tan fuerte y violenta que muchos de nosotros comenzamos a llorar y gritar como animales. Uno de los nuestros, creo que Quiroga, se agachó a buscar algo y empezó a tirar cascotees a los ingleses. Fue una reacción realmente estúpida, pero todos los seguimos. De repente éramos treinta dementes cascoteando a soldados equipados con armas de setenta centímetros de largo.
En medio de la batalla vimos a cinco de los que dormían correr con telas blancas en las manos, agitándolas locamente. Se dirigían al oponente. Pensamos que habían enloquecido. Supongo que los ingleses habrán imaginado lo mismo. Por eso no comprendieron sus señal de paz y les dispararon. Cayeron tres. Luego, parecieron entender que era un ataque inútil, y se fueron con la misma energía con la cual habían llegado.
Los disparos siguieron resonando en nuestras cabezas unos segundos más. Miré hacia abajo. Al menos diez compañeros habían resultado heridos. Nada grave en general, unas gasas y alcohol serían suficientes. Busqué a Mario para pensar juntos lo que acababa de ocurrir. No aparecía. Recorría cada trinchera y cada roca cercana para asegurarme que no siguiera escondido de miedo. Nada. Hasta que reconocí su voz.
Entre la desesperación por el ataque y el apuro por esquivar las balas alguien había derribado la pirámide de tanques de agua potable. Sólo habían caído los tres de arriba. Pero todos ellos estaban ahora sobre Mario, que gritaba casi mudamente de dolor. Pedí ayuda y corrimos los bidones gigantes de encima de mi amigo. Un hilo de sangre que dibujaba su mentón era la única señal de que algo se había lastimado adentro suyo.
Lo levantamos como pudimos y fuimos al cuarto. Así le decíamos nosotros a la trinchera que compartíamos. Pedí al resto que fueran a sus lugares a descansar. Se hacía de noche y era necesario estar protegidos. Mario me pidió agua dos o tres veces ese atardecer. Le hice tomar de a poco, para que no se ahogara. Por supuesto, no hubo cena. La luna clara iluminaba la cara pálida y dolorida de Mario.
-La guerra no es nuestra, pero el sufrimiento sí- me dijo entrecortado, con las últimas palabras que le quedaban. Fue la primera, y única, noche silenciosa. Lo levanté sólo un poco, como para abrazarlo. Dio un suspiro y quedó inmóvil. Mi amigo murió a mi lado, en nuestro propio cuarto.

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