lunes, 8 de noviembre de 2010

Un día en la guerra

Por Paola Cárdenas Olivo
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Llegamos a las cinco de la mañana del 30 de abril de 1982, estaba oscuro y hacía mucho frío, más de lo que me imaginaba. A distancia se escucha el retumbar de bombas. Alguien nos da la bienvenida y nos obliga a desembarcar rápido mientras va llamándonos por el apellido y nos entrega, a cada uno, una caja con balas. Llevo un arma automática, similar a una ametralladora.
El sargento de la compañía da la orden de avanzar, no sabemos a dónde marchamos, simplemente lo seguimos a paso lento y sigiloso por una zona húmeda. Subimos por lo que creo que es un cerro. El piso resbaladizo y la niebla dificultan nuestra marcha.
Mientras caminamos el ruido de las bombas se siente más cercano y violento lo que nos obliga a acelerar el paso. Ahora trepamos por una montaña rocosa y desde la cima se puede ver la unidad a la que pertenecemos. Empezamos a descender casi corriendo en zigzag.
Pasaron cerca de dos horas y recién está amaneciendo, la neblina empieza a disminuir. Estamos instalados en la base, sentados en nuestras mochilas, desayunando mate cocido con un trozo de pan. Un soldado se acerca repartiendo puchos, “para combatir el frío” nos dice.
Algunos de mis compañeros de viaje se duermen sentados. Yo no puedo, tengo miedo. El sargento se acerca hasta nosotros, despierta bruscamente a los que dormitan y a dedo elige a los que se van con él; me incluye. Somos 30 en total y subimos a un camión.
En el trayecto un compañero comenta que vamos a otra base a cubrir a los que cayeron la noche anterior, luego de ser atacados por los ingleses. El camino es pedregoso y esto hace que nuestro transporte marche lentamente. Tenemos que llegar antes de las nueve, nos dicen, porque a esa hora la neblina desaparece y el amanecer se asienta y juega en contra.
Escuchamos el ruido distante del motor de un avión. El conductor trata de acelerar pero no hay caso, entonces nos dan la orden de bajar y avanzar a pie. Caminamos por lugares despoblados, no hay árboles donde escondernos, sólo hay rocas y pequeños arbustos. Por fin llegamos al lugar, es un galpón de madera vieja, el piso de tierra y el olor a humedad se impregna por todas partes. Son las 13 horas, tenemos que almorzar, un soldado reparte polenta con pan. Luego de comer, salimos a fumar.
Pasó más de una hora y el sargento da la orden de reconstruir, a dos kilómetros de distancia, la trinchera. Nos llevó tres horas terminar de excavar la zanja y armar el bloque de piedras. Ya dentro de las zanjas nos acomodamos encima de toldos. El espacio es angosto, pero cabemos los ocho.
Intento dormir pero no puedo. Mis compañeros cuentan anécdotas. A distancia escucho el motor de un avión, que cada vez acerca más.
-¡Cúbranse!-grita uno mientras nos bombardean. El ruido es ensordecedor. Uno de los misiles cae a pocos centímetros de nuestro refugio.
Trato de cubrirme con los brazos la cabeza, pero tenemos que salir de aquí. Soy el último en abandonar la trinchera. Delante de mí cae otro misil, la fuerza y el ruido me derrumban. La cabeza me duele y no puedo ver. Me levanto y corro entre la oscuridad. Disparo por disparar. Me tiro al piso y de a poco recupero la visión. Siguen bombardeando, pero esta vez no sólo nos atacan a nosotros, sino también a la base. Ésta arde en llamas mientras se escuchan disparos por todos lados. Me arrastro por el piso. Llego hasta el cuerpo sin vida de un compañero.
Quiero que termine ya, el olor a muerte es aterrador. Antes de venir sentí que estaba preparado para la guerra, pero me equivoqué.

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