lunes, 8 de noviembre de 2010

El sentido de una guerra sin sentido.

Por Lucrecia Bibini
Taller de Comprensión y Producción de Textos II.
Año 2010


Despierto asustado. Estoy seguro de que no he dormido nada, ya que el frío me impidió conciliar el sueño durante largas horas. Últimamente las bajas temperaturas están acentuándose y penetran el cuerpo hasta los huesos. Ayer repartieron algunas provisiones y probablemente, hoy desayunemos. Ibáñez comenta que vamos a tomar un mate cocido, para calentar un poco el organismo. Espero que al menos haya un trozo de pan duro, ya que el hambre no permite pensar y lo único que acompaña al frío, es la sensación de miedo constante.
Los comentarios del mate cocido eran ciertos. En realidad fue una taza de loza, llena hasta los bordes con agua caliente que apenas tenía sabor a mate, pero a esta altura constituye un manjar. Ahora nos toca rastrillar la zona en busca de enemigos. El inconveniente es que inclusive los argentinos lo son, ya que yo mismo he visto cómo tranzan con los ingleses, para conseguir lo que nuestros jefes no nos dan.
Camino con el fusil entre mis brazos, sin importarme si me encuentro indefenso en caso de que me disparen. Quizás el medo al disparo es el hecho de quedar herido y no morir. Pero fallecer creo que en estas circunstancias, es lo que todos preferimos. O que nos rindamos. Esta guerra no tiene sentido.
Vuelvo a la trinchera con el fusil en la misma posición que sostuve durante el rastrillaje. Ibáñez comenta que hirieron a tres muchachos, dos de ellos eran santiagueños de 19 y 20 años. A uno lo conocía bastante bien, ya que solíamos hacer la guardia juntos hace un par de semanas. Dicen que no va a aguantar, que muere en estos días seguro.
Ibáñez habla mucho. Hace un conteo de los caídos, de la situación actual, de lo que significa esta guerra. Hay cosas que las inventa, pero algunas las sabe y además las razona. “Acá estamos nosotros para unir a la Nación, es eso”, dice. Yo lo pienso, mientras miro el sol retirarse para dar paso a la noche, y al frío intolerable.
Me llaman para limpiar las armas. En un par de horas deberíamos estar cenando, si es que tenemos suerte. Me río de los fusiles; tres de los seis que acabo de limpiar no andan. Pobre del que le toque alguno de esos. Pienso en el pibe asustado, que una vez en posición, intente disparar para defenderse. Trato de considerar una posible reacción, pero solo imagino el final: muerto o herido de muerte. No hay chances.
Me acerco para recibir mi cena: caldo y un trozo de pan. No me interesa lo pobre que se ve, porque el hambre es más fuerte que las ganas de criticar o quejarme. Además, esto último puede implicar ser estaqueado, y esa no es una buena opción. Más vale morir de un tiro o en una explosión, que de frío o indefenso.
Me acuesto y me acurruco en un intento de concentrar el calor. Hoy no hubo mucho movimiento, pienso. Quizás llega el final, ojalá. Cierro los ojos y las palabras de Ibáñez vienen a mi mente: “Acá estamos nosotros, para unir a la Nación”. Espero que en Argentina las cosas estén mejor que en las Islas.

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