lunes, 30 de mayo de 2011

Rosario, Rodolfo y la alienación de Clemente a la Calandraca

Por Macarena López
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Clemente, un niño de seis años, pensaba desde la cama: "Ahora vendrá y me comerá los pies. Me arrancará un dedo. Antes, quizá, empezará por mi uñita. ¡Ay! ¡Qué dolor!”, decía para sí. Rosario, su hermana mayor, pensaba en el terror a ser manoseada por su tío. Ya le había sucedido y no había hecho comentario alguno al respecto. Su padre lo mataría y su madre se volvería loca.
Rosario.
Ella no tenía amor propio como su hermano pequeño. Sin embargo, que Rodolfo la hubiera tocado así la hacía sentirse pendiente de un delgado hilo en su propia casa. Un abismo constante carcomía su alma, sus entrañas.
Clemente, a diferencia de ella, poseía todavía la inocencia de pequeño juguetón el cual había sido engañado por su abuela.
Su abuela era tierna y de rasgos fuertes. Simbolizaba la monstruosidad de una bestia inventada como nadie. El niño le creía y hacía caso a sus consejos porque, quizá, en cualquier momento y lugar, la "Calandraca" podría aparecer.
"Siempre que digas malas palabras, no comas la comida, no te laves los dientes y trates mal a tu hermana, múltiples y abominables piernas vendrán a buscarte y te llevarán muy lejos. La abuela no quiere eso. Así que debes hacer tus deberes para que nada malo ocurra", le comentaba.
El niño se preguntaba por qué la "Calandraca" cambiaba de formas. Un día era una hormiga gigante, otro día un robot maligno, y así sucedían las infinitas formas materializadas de la "Calandraca".
Preguntó a su hermana. Ella le dijo que se transformaba en lo que el niño malo y travieso temía.
Las bestias imaginarias siempre atraviesan metamorfosis.
Su hermana.
Él no entendía por qué siempre se hallaba tan ausente.
Ya no jugaba con él. ¡Extrañaba tanto recolectar hojas de árboles y treparse en los sauces! Rosario sólo pensaba en las manos de Rodolfo. Soñaba con ellas. Su más temible pesadilla consistió en que sus enormes manos le abrazaban su cadera. Y ella no lloraba. El sueño no lo permitía.
Tampoco lloraba en su casa. No por lo menos en aquel entonces.

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