miércoles, 18 de agosto de 2010

Lo que el agua se llevó

Por Agustina Chiaravalli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Cuando el reloj marcó las nueve de la noche, Bola de Sebo decidió a ir a la habitación del militar, la última del pasillo del segundo piso. Al entrar se encontró con el alemán sentado en un sillón leyendo el periódico del día. Lo miró con detenimiento y pudo observar las marcas de la guerra y del cansancio en su rostro. No logró encontrarle ningún rasgo que pudiera resultar agradable, quizás por el rechazo que aquel ser le hacía sentir o por el asco que le producía tener que tocarlo y besarlo. El mandamás ya no tenía pelo, sus ojos estaban caídos, como tapados con sus estirados párpados y eran de color oscuro, negros como aquel presente de la sociedad francesa, como la situación por la que tenía que pasar la joven francesa.
Ella se acercó un poco más y pudo ver la mueca en su sonrisa, una mueca que denotaba satisfacción y alegría por haber conseguido lo que tanto quería, una mueca que ella odiaba y maldecía. El general la tomó con sus ásperas manos y la invitó a recostarse junto a él. En ese instante, la dama se sintió entregada a la situación, tanto como se habían entregado los franceses ante la invasión prusiana.
Lo que pasó después no es necesario narrarlo, pero al volver a su habitación, la dama estuvo dos horas en la ducha, intentando sacarse lo que aquel alemán había dejado impregnado en su debilitado cuerpo, queriendo borrar las huellas y creyendo que con el correr del agua podría hacer desaparecer y olvidar la traición de sus ideales y que, tal vez, le devolvería la paz interior y con ésta, su orgullo.

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