Por Agustina Canay
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010
Sus manos sudaban, esos ojos rasgados no encontraban un lugar donde mirar, Juan estaba junto a él. Desde la mañana esperaban la llegada de la tarde para poder salir a jugar, contaban hora tras hora. No había quien los hiciera dormir, el sol asomaba y ellos estaban despiertos. Tenían entre once y doce años y, si bien no eran hermanos, ni mucho menos parientes, ambos vivían juntos con quien llamaban abuela.
Era martes, no había ni una sola señal de viento en el aire, el día era perfecto y escuela no tenían, o mejor dicho, no iban. Luego de cerrar el viejo cerco rojo que rechinaba, caminaron hacia la laguna, en el camino fueron recorriendo las calles tambaleando sobre el cordón. Los vecinos los miraban sin pudor alguno, sus harapos llamaban la atención pero estos pequeños no sabían de discriminación.
Los pastos altos que rodeaban la laguna hacían mas interesante la expedición, simulaban viajar en tren por las vías viejas en plena diagonal. La autopista estaba a pocos metros y se imaginaban adentro de autos relucientes o de grandes colectivos, así conocían tierras nunca vistas.
Hasta que su mano empezó a sudar y sus ojos se perdieron. Matías no creía lo que veía ¿era parte de las fantasías? No, Juan, más atento, lo sacó de allí. Fueron hasta un lugar cercano para pedir ayuda. El comerciante los miró de reojo y no les prestó la mas mínima atención. El policía de la puerta los echó sin explicación.
Alguien un poco atento se dio cuenta que algo ocurría y les preguntó. Los niños lo guiaron hasta la laguna para mostrarle el hallazgo. Dos o tres adultos los acompañaron y allí se encontraron entre los pastizales frente a la gran extensión de agua verde y en su orilla un cuerpo. Un hombre ahogado.
Algún señor llamó al 911 y denunció aquel descubrimiento, los niños seguían ahí, inmóviles aún luego que toda la policía estaba en el lugar. Después de tal trauma llegó la burocracia de los testimonios.
Una señora descontrolada lloraba junto a su abuelo. Matías y Juan observaban sin hablar, era la madre del difunto. La noche era cerrada, las nubes parecían bajas y el cielo estaba gris. En la comisaría, de tanto alboroto, no se escuchaba un ruido. Así se despidieron el que creían un día perfecto, dos niños harapientos en un banco de la comisaría.
Era martes, no había ni una sola señal de viento en el aire, el día era perfecto y escuela no tenían, o mejor dicho, no iban. Luego de cerrar el viejo cerco rojo que rechinaba, caminaron hacia la laguna, en el camino fueron recorriendo las calles tambaleando sobre el cordón. Los vecinos los miraban sin pudor alguno, sus harapos llamaban la atención pero estos pequeños no sabían de discriminación.
Los pastos altos que rodeaban la laguna hacían mas interesante la expedición, simulaban viajar en tren por las vías viejas en plena diagonal. La autopista estaba a pocos metros y se imaginaban adentro de autos relucientes o de grandes colectivos, así conocían tierras nunca vistas.
Hasta que su mano empezó a sudar y sus ojos se perdieron. Matías no creía lo que veía ¿era parte de las fantasías? No, Juan, más atento, lo sacó de allí. Fueron hasta un lugar cercano para pedir ayuda. El comerciante los miró de reojo y no les prestó la mas mínima atención. El policía de la puerta los echó sin explicación.
Alguien un poco atento se dio cuenta que algo ocurría y les preguntó. Los niños lo guiaron hasta la laguna para mostrarle el hallazgo. Dos o tres adultos los acompañaron y allí se encontraron entre los pastizales frente a la gran extensión de agua verde y en su orilla un cuerpo. Un hombre ahogado.
Algún señor llamó al 911 y denunció aquel descubrimiento, los niños seguían ahí, inmóviles aún luego que toda la policía estaba en el lugar. Después de tal trauma llegó la burocracia de los testimonios.
Una señora descontrolada lloraba junto a su abuelo. Matías y Juan observaban sin hablar, era la madre del difunto. La noche era cerrada, las nubes parecían bajas y el cielo estaba gris. En la comisaría, de tanto alboroto, no se escuchaba un ruido. Así se despidieron el que creían un día perfecto, dos niños harapientos en un banco de la comisaría.
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