miércoles, 29 de septiembre de 2010

El cómplice enamorado

Por Luisina Quiroga
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010



No era fácil convivir con esa mentira, esa era la verdad. Emma no podía ya dormir por las noches, cuando sentía que el cielo se le caía encima.
Una madrugada se encontró de repente, desnuda en el medio del Templo, donde lo único que cubría su cuerpo eran lágrimas de culpa. Sus dioses no volteaban a mirarla, como ignorándola, como culpándola.
Ella les gritó, les contó su desgracia y su vacío interior al encontrarse frente a la muerte por un lado, y a la vida en su vientre, que por más milagrosa que ésta fuera, no lograba hacerla sentir bien.
Imposible justificarlo, pero posible entender el relato ganador de esa joven mujer, pero sus dioses no la perdonaban.
Terminose su relato, abre los ojos, se encuentra enredada entre sus sábanas y bañada en sudor. Todo había sido un sueño más; una pesadilla más.
Sintió que había gritado, le pareció que le había contado su dolor a ese cuarto vacío, y eso la tranquilizó porque no había nadie alrededor, ni templo ni santos indiferentes.
Lo que ella nunca notó, que esa noche y todas las otras, aquel marinero trepaba hasta su ventana para verla descansar: el hombre que había sido flechado ante la belleza infinita de Emma.
Se había convertido en su amante en silencio, el que la cuidaba por las noches de temor y ahora, en su único cómplice, el único que sabía la verdad.

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