miércoles, 22 de septiembre de 2010

Mil ojos

Por Nahuel Coto
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Me encontraba encerrado hacía cuatro días, se empezaba a acabar el agua y sólo tenía comida para terminar el día. Las paredes oscuras desgastadas por el paso del tiempo comenzaban a cerrarse en sí mismas. Necesitaba aire. Mi cuerpo estaba perdiendo sus fuerzas y mi cabeza no podía dejar de masticar ese ojo oscuro. Pensaba y volvía a pensar en sus movimientos rápidos y como en un par de segundos dentro de su alcance, podía succionarte hasta dejarte sin recuerdos, tirado, vacío.
Las cámaras buscaban noticias en todos lados, cualquiera podía generar una buena nota de tapa, y yo no quería ser el próximo.
Tenía mi cabeza apoyada sobre mis rodillas y la espalda sobre la pared que daba a la calle, así me ocultaba de la luz y no recibía noticias del frío de la mañana. Pensaba, mi cabeza era una maldita calculadora de causas y consecuencias, toda mi vida se había convertido en una jodida partida de ajedrez, y yo estaba en jaque. Tenía que mover la reina, necesitaba agua, sol aire.
Estaba pensando en la posibilidad de cruzar la calle, varias noches entre el silencio de los lentes del gobierno, escuché movimiento en la casa situada enfrente.
Moví mis manos y las situé encima de mi nuca. Comencé a moverme lentamente, me hamacaba, estaba nervioso.
- ¡¿Qué hago?! ¡¿Qué mierda hago?! – grité fuertemente.
Sentí los lentes sobre mí. No importaba. No me alcanzaban donde yo estaba.
Empecé a sumar y restar posibilidades. Lo malo: no tenía posibilidades. Lo bueno: no tenía nada que perder.
Estaba solo y mis decisiones sólo me implicaban a mí. Me encontraba frágil, como el último sueño antes que el poderío de la razón y la tecnología se devore al mundo de un mordisco. Estaba demasiado solo, necesitaba comunicarme, tenía que correr a la casa cruzando la calle o la soledad iba a terminar conmigo más rápido de lo que haría cualquier cámara.
Lo pensé una y otra vez mirando el fusil que aún conservaba apoyado en la puerta. Era demasiado cobarde como para pensar en suicidarme pero no lo suficientemente valiente animarme a efectuar el hecho. El techo de la casa cada vez estaba más cerca, el aire empezaba a desaparecer y ya no quedaba otra opción.
Me paré, mis débiles piernas me avisaron que no eran capaces de sostenerme mucho tiempo, no las quise escuchar. Caminé perfectamente hasta la puerta, respiré profundamente y conté hasta tres, una vieja costumbre que tenía mi abuelo. Siempre le permitió animarse a cosas que no se atrevía a pensar.
Abrí la puerta y tan rápido como mis sentidos heridos y sin entrenamiento me lo permitieron, me lancé a correr. Mi fracaso fue inminente, casi tan pronto me sumergí en la calle, tropecé y quedé tendido. Mil ojos se posaron en mí, podía sentirlos, mirando, escarbando en mi mente. Mis ojos se cerraron.
Cuando desperté estaba en el otro barrio, con un café en mi mano y concurriendo a otra jornada de mi nuevo trabajo. No tengo aire, pero aún puedo respirar.

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