lunes, 10 de mayo de 2010

Click

Por Álvaro Vildoza

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

El ritmo del segundero rebota en la habitación tan lentamente que mis latidos parecer correr apresurados por las paredes.

Puedo ver mis dedos bajo la colcha pesada, pero no el resto de mi cuerpo. Un haz de luz helado ilumina la cama, reflejando la luna menguante.

Mis ojos recorren la oscuridad acelerados. No se ve nada más que la pálida almohada y el amarillo de la frazada. Saco mi mano y siento el frío del invierno impactando sobre mis dedos; las uñas parecen tensarse.

Muevo la almohada, giro en la cama y huelo el perfume limpio de las sábanas recién cambiadas, su fragancia lavanda helada, su olor a muerte y cementerio, todo junto.

Vuelvo a girar y miro las aspas en el techo, imagino su brillo, su resplandor filoso. De repente las veo moverse. De a poco, el ventilador parece prenderse y el aire frígido atraviesa el abrigo inútil de mi cama, penetra mi piel y sangre.

De pronto, y justo después del click del reloj, lo escucho: lo que había temido, lo que esperaba con la esperanza de que no pase. Erizada mi alma, percibo el sonido. Mi oído viaja por el pasillo, atraviesa el comedor y el living, y espía la puerta. La llave golpea con sonido grave y hueco en la cerradura, gira despacio, con el cuidado de un crimen planificado.

Escucho el click del primer movimiento. Los latidos se detienen. Puedo palpar el segundo, cuando la cerradura se rinde, pero no ocurre.

Ni el picaporte gira amenazante, ni la puerta cede al frío de invierno; ni ellos entran, recorren la casa solitaria, abandonada. Tampoco atraviesan el pasillo, tambaleantes, ni golpean con sus bastones las paredes. No entran a mi habitación ni abren las ventanas. No me destapan.

No entran, como me contaron los dueños anteriores. Pero el miedo, sí.

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