lunes, 31 de mayo de 2010

Gaia toma revancha

Por Francisco Paladino

Taller de Producción y Comprensión de Textos I – Tecnicatura en Periodismo Deportivo

2010

Sucedió una tarde de agosto, no recuerdo bien si era el quince o el dieciséis, para definir fechas como esa es que existen los historiadores. Me hallaba en mi departamento con mi hermano, jugábamos a las cartas mientras mirábamos las noticias en el televisor: la temperatura había bajado veintitrés grados en las últimas nueve horas. Los científicos no encontraban explicación alguna para semejante fenómeno y toda la gente había corrido a refugiarse en los calefactores de sus hogares. Nosotros no éramos la excepción, Jeremías había salido temprano del trabajo por miedo a que empezara a nevar y no pudiera volver. Alrededor de las tres, cuando ya íbamos por el quinto partido de truco, empezó a llover. Veinte minutos más tarde el granizo azotaba con fuerza cada rincón de la ciudad y antes de las cuatro menos cuarto una espesa cortina blanca confirmaba los temores de mi hermano. El día anterior había estado soleado, nadie dio ningún alerta meteorológico, nadie previó que apareciera ni una nube, nadie lo vio venir. Nevaba de costado, cada copo era arrastrado por ráfagas de viento de, según decía la televisión, hasta ciento veinte kilómetros por hora. No veíamos nada a través de la ventana, pero el hombre de las noticias anunció que en todos lados volaban chapas y caían árboles, y sugirió que aquellos que vivieran en edificios los abandonaran, en busca de refugio al ras del piso. No necesitamos escucharlo dos veces, bajamos raudamente por la escalera, temerosos de usar el ascensor. Lo que vimos y sentimos cuando salimos al aire libre fue lo más terrible que me ha tocado vivir: viento, agua y nieve se llevaban todo lo que encontraban a su paso. Nuestro edificio empezaba a mostrar fisuras, pero aún así nos quedamos tras una de sus paredes, inmovilizados, paralizados por el miedo de ser arrastrados por la furia de la tormenta. Momentos más tarde, una intensa niebla cubrió todo a nuestro alrededor y empezamos a sentir una horrible presión en la nuca. Agarré a Jeremías de la mano para no perderlo y me dijo: "siento que me van a explotar los ojos". Escuchamos gritos entre la niebla, vimos caer escombros a medio metro de nuestros pies y entonces nos dimos cuenta de lo que sucedía: el cielo se estaba cayendo sobre nuestras cabezas.

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